Cuando en 2010 Néstor Kirchner falleció víctima de un paro cardíaco, pocos apostaban por Cristina Fernández. Presidenta de Argentina desde 2007, Fernández tomaba el relevo para prolongar el proyecto político de su marido, que gobernó el país durante el cuatrienio anterior. La reelección de Néstor en 2011 parecía garantizada. Pero fallecido el marido, el futuro político de su viuda se presentaba difícil. En contra de todo pronóstico, Fernández arrasó con un 54% del voto, consolidándose el kirchnerismo como principal corriente del peronismo y proyecto político hegemónico en Argentina.
Dos años después, el futuro del kirchnerismo vuelve a estar en tela de juicio. Esta vez el motivo es un hematoma craneal, causado por una contusión el 11 de agosto, que impide a la presidenta gobernar el país desde la Casa Rosada. Fernández se sometió a una intervención quirúrgica en la Fundación Favaloro el 7 de octubre. Seis días después recibió el alta, si bien el equipo médico decretó una periodo de reposo de 30 días. La convalecencia resulta inoportuna, dado que el día 27 celebra Argentina elecciones legislativas.
En esta ocasión, a diferencia de la anterior, parece que la mandataria no será capaz de convertir sus debilidades en fortalezas. Tras un resultado mixto en las primarias legislativas del 11 de agosto, el Frente para la Victoria (FpV) que preside Fernández llega debilitado a los comicios. En su día el kirchnerismo se asoció a la recuperación económica de Argentina tras la debacle de 2001 y a una agenda social progresista. Hoy es sinónimo inflación, incompetencia, corrupción e inseguridad jurídica. Nacionalizado YPF y agotado el morbo en la rutinaria pelea de dos calvos por un peine en las Malvinas, al menos hasta el año que viene, al gobierno le quedan pocas cartas que jugar para distraer a la opinión pública.
La situación, adversa de por sí, se ve agravada por el excesivo personalismo de Cristina Fernández. Y es que durante los seis años de su mandato la presidenta ha monopolizado los titulares y relegado la toma de decisiones importantes a una “mesa chica”, compuesta por un número reducido de asesores que huyen de los focos mediáticos. De igual forma que el chavismo en Venezuela, el personalismo de Fernández actúa en detrimento de las instituciones políticas argentinas, incapaces de actuar de forma autónoma ante la ausencia de la familia que las domina –Máximo Kirchner, hijo de Cristina y Néstor, también acumula poder en el gobierno y al frente de la organización juvenil La Cámpora.
La combinación de mala gestión y debilidad institucional encuentra su epítome en Amado Boudou. A Boudou, político mal valorado que acumula causas judiciales por tráfico de influencias, le corresponde suplir a Fernández en su calidad de vicepresidente a cargo del Ejecutivo. El título habla por sí solo, y augura una escasa autonomía con respecto a la presidenta. Fernández no ha formalizado el traspaso de poderes, y con toda probabilidad impondrá sus preferencias a través de su mano derecha, Carlos Zannini. Con todo, no es la primera vez que Boudou suple a Kirchner: lo hizo en enero de 2012, cuando la mandataria se recuperaba de una operación de tiroides. Por aquel entonces se le asociaba con sus conciertos de rock en mítines en vez de escándalos de corrupción.
Dejando de lado la viabilidad del proyecto político emprendido por los Kirchner, cada vez resulta más evidente que la figura de la presidenta constituye un arma de doble filo. Al éxito de su perfil populista hay que sustraer el vacío de poder que deja su ausencia, aunque tan solo sea de un mes. Queda por ver si el FpV es capaz de reconducir la situación antes del 27 de octubre o si, por el contrario, la convalecencia de Fernández reforzará la candidatura de Sergio Massa, kirchnerista desencantado. Lo que parece seguro es que la presidenta no obtendrá los dos tercios del Congreso que necesita para modificar la Constitución y presentarse en 2015. En vista de lo cual, es urgente plantear el futuro del kirchnerismo sin un Kirchner al frente.