La cómoda victoria obtenida por el Partido Liberal Democrático (PLD) en las elecciones celebradas el 31 de octubre abre la puerta a que Japón afronte una serie de retos que deberían transformar al país en una moderna potencia del siglo XXI, digitalizada y más competitiva. El horizonte forma parte de la ambiciosa agenda del primer ministro, Fumio Kishida, que dispone ahora de cuatro años para convertir en realidad unos proyectos económicos, sociales y políticos de enorme calado, cuyo objetivo es devolver al país el protagonismo que le corresponde como tercera potencia mundial.
En el ámbito de la política exterior, el desafío más importante se concentra en definir su papel en el Indo-Pacífico ante el pulso entre China y Estados Unidos por la hegemonía regional. El gobierno japonés no lo tiene fácil: el enconamiento entre Pekín y Washington le obliga a hilar muy fino en sus relaciones diplomáticas con ambos países. Con China, porque es su principal socio comercial y su vecino regional más poderoso, y con EEUU, porque es su aliado frente al gigante asiático. Un enfoque pragmático ha permitido a Tokio salvaguardar sus intereses económicos hasta ahora, pero a medida que China gana poder y ambición, el pragmatismo se ha convertido en un ejercicio de funambulismo cada vez más difícil.
La creciente firmeza de Pekín apenas deja margen de maniobra a Tokio. Su presión sobre Taiwán, el contencioso sino-japonés por las islas Senkaku (Diaoyu en mandarín), las reivindicaciones de soberanía en el mar de China Meridional o la pertenencia de Japón al Diálogo Cuatripartito de Seguridad (QUAD, por sus siglas en inglés) –que engloba también a Australia, India y EEUU– son asuntos que exigen al gobierno nipón un alineamiento claro y comprometido con Washington que nada tiene que ver con tiempos pasados.
«A medida que China gana poder y ambición, el pragmatismo japonés se ha convertido en un ejercicio de funambulismo cada vez más difícil»
Desde su llegada a la Casa Blanca, Joe Biden ha apostado por reforzar y ampliar las alianzas estratégicas para contrarrestar la pujanza de China. La iniciativa estadounidense exige a Tokio endurecer su política hacia Pekín. Un planteamiento que puede llevar a Japón a ejercer de “gran hermano” vigilando a China y Corea del Norte como miembro del QUAD, y de interlocutor ante los países del Sureste Asiático para tranquilizarlos ante las actividades de la alianza de seguridad AUKUS –firmada entre Australia, Reino Unido y EEUU– como socio privilegiado de sus tres integrantes.
Kishida, a su vez, también ha mostrado a Biden su voluntad de frenar los avances militares chinos. Desde un primer momento, ha planteado la necesidad de duplicar el presupuesto de defensa y elevarlo hasta un 2% del PIB, una cifra que situaría a Japón al mismo nivel que los países de la OTAN, con el fin de mejorar su capacidad disuasoria defensiva.
La realidad es que la creciente actitud beligerante de Pekín preocupa al líder japonés. Tokio considera que continuas tensiones entre China y EEUU y la posibilidad de un conflicto en el estrecho de Taiwán podrían poner en peligro no solo la seguridad nacional del país, sino también su supervivencia económica. Dicha posibilidad ha impulsado a Kishida a querer modernizar la economía, acotar el endeudamiento –que asciende al 266% del PIB– y consolidar un ritmo de crecimiento que acabe con décadas de estancamiento. Para ello propone crear para ello un “nuevo capitalismo japonés” que establezca un círculo virtuoso de crecimiento y distribución de la riqueza que permita a la clase media recuperar el poder adquisitivo perdido durante la etapa neoliberal de Shinzo Abe y Yoshihide Suga, que ensanchó la brecha entre ricos y pobres.
«Kishida propone un ‘nuevo capitalismo japonés’ que establezca un círculo virtuoso de crecimiento y distribución de la riqueza, permitiendo a la clase media recuperar el poder adquisitivo perdido durante la etapa neoliberal de Abe y Suga»
Sin embargo, la Kishidanomics –como se define a la política económica impulsada por Kishida– poco se diferenciará de la Abenomics imperante en los últimos años debido a la necesidad de paliar los efectos de la pandemia. Seguirá la política monetaria relajada y el gasto fiscal flexible, así como la voluntad de impulsar las reformas estructurales pendientes, entre ellas las de digitalizar numerosos sectores y la propia administración, y facilitar la incorporación de la mujer al mercado laboral, una asignatura pendiente que topa con el desinterés empresarial y el conservadurismo de la sociedad nipona.
En su afán por poner al día al país y congraciarse con los japoneses, el nuevo primer ministro también pretende renovar y desregular el rígido sistema sanitario. Quiere subir salarios, reducir horas extras y crear una nueva agencia gubernamental que coordine las respuestas a las epidemias, tras los errores y la lentitud en responder al Covid-19. A lo que se suma un debate polémico en Japón, como es el de la energía nuclear. Kishida es partidario de reabrir las centrales nucleares –frente a un 40% de la población contraria a ello– y que este tipo de energía garantice una electricidad estable y asequible para el país. Además, dicha energía ayudaría a que Japón redoblase sus esfuerzos para alcanzar la neutralidad del carbono en el 2050 y cumplir con los objetivos de la lucha contra el cambio climático.
En definitiva, muchos retos pendientes y un solo objetivo: que Japón ejerza de contrapeso de China en la zona y lidere una región Indo-Pacífico libre y abierta.