El exlíder chino Jiang Zemin, que llegó a la cúspide del poder tras las protestas de Tiananmen de 1989, ha fallecido esta madrugada en la ciudad de Shanghái a los 96 años. Su muerte marca el fin de la tercera generación de dirigentes del régimen comunista del gigante asiático. A lo largo de su mandato le tocó dirigir la transición de un país traumatizado por la matanza de la plaza de Tiananmen y subirlo al tren de la mundialización, que se materializó en el año 2001 con el ingreso de China en la Organización Mundial de Comercio (OMC). Su impronta en la historia del Partido Comunista (PCCh) la dejó fijada también ese año, cuando esta organización abrió sus puertas a los empresarios privados.
Jiang Zemin, nacido en agosto de 1926 en Yangzhou, en la provincia de Jiangsu, vecina de Shanghái, ingresó en el Partido en 1947. Formó parte de la primera generación de miembros del Partido Comunista que por su edad no jugaron un papel relevante en la guerra civil entre comunistas y nacionalistas del Kuomintang en la segunda mitad de los años cuarenta del siglo pasado. Después, sin embargo, tuvieron un papel fundamental en la apertura del gigante asiático.
Ingeniero de formación, como muchos dirigentes políticos chinos, se licenció en la Universidad Jiao Tong de Shanghái en 1947. Tras un breve paso por Moscú en los años 1955-56, donde trabajó en una fábrica de automóviles, regresó a la capital económica del país, donde desarrollaría toda su carrera política hasta la década de los años ochenta.
Dotado para los idiomas (hablaba perfectamente ruso y rumano, además de comprender el inglés) fue nombrado viceministro en 1982 y al año siguiente ministro de Industria electrónica.
Su recorrido por las instancias del Partido le llevaron a convertirse en alcalde de Shanghái en 1985 y cuando estallaron los disturbios de la primavera de 1989, Jiang ya era el máximo responsable del PCCh en aquella ciudad.
La firmeza con que contuvo el movimiento estudiantil, evitando un baño de sangre, llamó la atención de Deng Xiaoping. El pequeño timonel le llamó a Pekín en junio de 1989 para substituir a Zhao Ziyang, que acababa de ser destituido como secretario general de la organización comunista por ser considerado demasiado blando con las protestas de Tiananmen e intentar buscar una solución negociada. Fue el momento en que recibió su nominación como delfín de Deng Xiaoping y el inicio de su ascenso al poder. Una escalada que no culminaría hasta el año 1993, cuando Jiang Zemin aglutinó los tres cargos que le conferían todo el poder en China: la secretaria general del PCCh, la presidencia de la República y la de la todopoderosa Comisión Militar Central.
Su ascenso a la cúspide de la organización comunista fue el triunfo de un apparatchik, del que sus detractores se reían por sus esfuerzos por copiar el peinado y la forma de vestir de Mao en los primeros años noventa. Fue una época en la que Jiang Zemin se movió con extrema prudencia, debido a la falta de unanimidad en torno a su nombramiento, si bien contó con el apoyo decidido de la familia de Deng. Especialmente de la hija mayor del pequeño timonel. Deng Nan, la de mayor instinto político.
En esos años, Jiang no desaprovechó el tiempo e hizo gala de ser un fino y ambicioso estratega político, capaz de acercar posiciones entre los reformistas y los partidarios de la línea dura en el PCCh. Se consolidó como el heredero del régimen, sin que nadie le hiciera sombra. Se rodeó de sus incondicionales de Shanghái, eliminó a sus enemigos y apartó a los militares del Comité permanente, por entonces el verdadero cerebro gris del Partido.
A partir de este momento, Jiang Zemin, fiel al ideario de Deng Xiaoping y con la ayuda de su mano derecha Zhu Rongji, puso en marcha los cambios económicos que iban a modernizar a China hasta convertirla en la actual segunda potencia mundial. Una etapa en la que supervisó el retorno pacífico de Hong Kong a la soberanía china en 1997 y pilotó con éxito el ingreso del país asiático en la OMC en el 2001, lo que fue un paso decisivo para el despegue económico del gigante asiático.
Fueron los “años karaoke”, como define la escritora francesa, Caroline Puel en su obra Los treinta años que han cambiado China. Una época en la que se emprendieron las grandes reformas económicas, la privatización del gigantesco sector público con sus más de 80.000 empresas, y los chinos descubrieron el ocio y las vacaciones y que el enriquecerse era glorioso, como dijo Deng.
Pero el tema por el que Jiang Zemin pasará a la historia es por haber abierto la puerta del Partido Comunista a los empresarios privados. Para ello escogió el congreso de julio del 2001, en el que se celebró el 80 aniversario del PCCh. Y lo hizo revistiéndolo a través de la llamada teoría de la triple representatividad, que señala la necesidad de adaptar el papel del Partido en la sociedad china y en el proceso de modernización del Estado.
Muchos analistas consideran, sin embargo, que la apuesta de Jiang fue básicamente pragmática e interesada. Sus incondicionales del clan de Shanghái necesitaban influir en las decisiones del Partido y, por otra parte, era una vía para recuperar a numerosos “cerebros” que habían abandonado la organización en la década de los años ochenta. Unos, decepcionados por el episodio de Tiananmen. Otros, para probar fortuna en el sector privado.
Ahora, más de veinte años después de aquella decisión, un tercio de los responsables del sector privado chino es miembro del Partido. Y de los 65 millones de asociados en el 2001 se ha pasado a cerca de 98 millones de afiliados.
Jiang Zemin abandonó la escena política en septiembre del 2004, cuando cedió a Hu Jintao la presidencia de la Comisión Militar Central. Era el último cargo que permanecía en su poder. Desde entonces, sus apariciones en público fueron cada vez más espaciadas, siendo la última de ellas en el 2019. No obstante, con el auge de las redes sociales, se había convertido en blanco de muchos internautas, que le caricaturizaron cariñosamente con sus características gafas de concha y compararon su apariencia con la de un sapo. Sus seguidores más jóvenes, que se autodefinían como “los adoradores de sapos”, han perdido a su ídolo.