La historia del Grupo de Visegrado (V4), que el pasado 15 de febrero cumplió 30 años, es la de un éxito inesperado, quizá incluso para sus propios fundadores, quienes seguramente tampoco se imaginaron el giro ideológico que, andando el tiempo, el grupo realizaría. Como es sabido, este bloque está formado por Hungría, República checa, Eslovaquia y Polonia –que ocupa actualmente la presidencia rotatoria–, y toma su nombre del castillo de la ciudad húngara a orillas del Danubio en el que se firmó su acta fundacional. Se trataba de un lugar cargado de simbolismo: en él se celebró, en 1335, un congreso que reunió a los monarcas Carlos I de Hungría, Casimiro III de Polonia y Juan I de Bohemia con el fin de poner fin a las disputas entre sus respectivos reinos, unir fuerzas frente a las ambiciones territoriales de los Habsburgo y establecer nuevas rutas comerciales con las que evitar pagar las onerosas tasas aduaneras de la ciudad de Viena.
Inmediatamente después de la desintegración del campo socialista, los presidentes de Checoslovaquia –Václav Havel–, Polonia –Lech Walesa– y Hungría –József Antall– se comprometieron en Visegrado a una mayor cooperación política, económica y cultural entre ellos, con el horizonte puesto en la integración en la Unión Europea y la OTAN. “Quiero reiterar que esta asociación de nuestros tres Estados no es un intento por reemplazar las viejas estructuras que se desmoronan por algo nuevo, ni estamos intentando ocupar el espacio del Pacto de Varsovia ni tratando de formar algún tipo de cordón sanitario entre la Unión Soviética y Europa occidental: queremos integrarnos en Europa como miembros plenos y esperamos coordinar nuestros esfuerzos con este objetivo en mente”, aclaró entonces Havel. Aunque a lo largo de estos años la cooperación se ha profundizado y ampliado a otros ámbitos –como el militar, con la creación en 2016 de un Grupo de combate de la Unión Europea (EU Battlegroup)–, el Grupo de Visegrado carece de instituciones formales, una peculiaridad a la que llegaron a comprometerse por escrito sus miembros en la cumbre de Bratislava de 1999. La excepción es el Fondo Internacional Visegrado (IVF), establecido en el año 2000 para apoyar las iniciativas culturales y el intercambio académico. Los miembros del Grupo de Visegrado tampoco mantienen una política internacional común, como muestra claramente sus relaciones con Moscú, en las que Hungría se aparta del tono frío, cuando no discordante, del resto de miembros, de manera muy clara Polonia.
Pero la faceta por la que el Grupo de Visegrado es sin duda más conocido es como lobby intracomunitario, en particular por su posición común a favor de una política migratoria y de asilo restrictiva y que atrajo la indignación de buena parte de la opinión pública europea durante la crisis de los refugiados de 2015. El primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, destacó esta misma faceta en su discurso con motivo del trigésimo aniversario de la alianza. “La fuerza del Grupo de Visegrado”, afirmó Morawiecki, “se basa hoy en la sinergia de la acción comunitaria, una posición negociadora más fuerte en las estructuras de la UE y la representación de nuestros intereses estratégicos internacionales en la arena internacional.”
Eso mismo preocupa a algunos políticos en Bruselas, que consideran que el Grupo de Visegrado se ha convertido en una suerte de oposición interna a la que difícilmente puede sancionarse sin poner en riesgo la estabilidad del bloque. Salvo en Eslovaquia, donde los partidos de su presidenta, Zuzana Čaputová, y de su primer ministro, Igor Matovič, son claramente pro-europeos, los gobiernos de ANO en Praga, y de manera más clara los de Ley y Justicia en Varsovia y de Fidesz en Budapest, han chocado repetidamente con Bruselas. Baste recordar aquí la reforma del poder judicial en Polonia en 2015 o la reforma constitucional de 2013 en Hungría, que han llevado a considerar ampliamente a ambos países como la punta de lanza de la regresión democrática en Europa y a los que numerosos analistas han adjetivado como “iliberales” por las medidas adoptadas por sus ejecutivos en materia de derechos civiles o política social.
¿Se desplaza el eje de la política europea?
En una columna de opinión para el periódico austríaco Der Standard que fue reproducida en el polaco Wszystko Co Najważniejsze, el director de la Academia Diplomática de Viena, Emil Brix, trataba de ir más allá del balance de estos 30 años para bosquejar posibles escenarios de futuro. En su artículo, Brix planteaba invertir la polaridad y dejar de ver al Grupo de Visegrado como un ejemplo de oposición interna para comenzar a considerarlo como un aliciente para repensar los fundamentos de la Unión Europea y adaptarla a los nuevos tiempos. En este sentido, no se equivocaba del todo el autor al formular algunas preguntas que van más allá del conflicto inmediato entre los miembros del Grupo de Visegrado y Bruselas: “¿Pueden haber en la UE entre Estados miembro diferentes nociones sobre el alcance de la soberanía nacional? ¿Cuán grandes pueden ser esas diferencias? ¿Cómo se organiza la democracia en los Estados miembro?”
“Por primera vez en la historia de la integración europea un Estado miembro ha abandonado la UE y, con ello, desplazado el eje franco-alemán todavía más al centro de la política europea”, escribía Brix al agregar que “los Estados de Europa Central entre Alemania y Rusia pertenecen a diferentes sistemas de alianzas y proyectos de integración, que parecen situarse más en la periferia que en el centro.” Según este veterano diplomático, que fue embajador en Londres y Moscú, “la estabilidad geopolítica se alcanzará en la lucha por las zonas de influencia en Europa Central, que se libra fuera de la región”. Entre los países interesados en la zona mencionaba, obviamente, a Estados Unidos y Rusia, pero también a China –una semana antes del aniversario de Visegrado se celebró la cumbre China-Países de Europa Central y Oriental (CEEC, por sus siglas inglesas), también conocida como 17+1–, y señalaba que “el margen de maniobra, incluso dentro de la propia UE, será cada vez menor”. “Y sin embargo, o justo por ese motivo”, continuaba, “el futuro de Europa se decide en los próximos años en Europa Central.”
Para superar las numerosas divisiones que afectan a la UE, Brix proponía una reforma de amplio calado “que saque a Europa Central de la periferia”, algo que no se conseguirá “con una nueva limitación del principio de toma de decisiones por unanimidad”, como han sugerido algunos políticos para castigar las reformas ya mencionadas de Varsovia y Budapest. “Quien defiende algo así es un sepulturero del proyecto europeo”, opinaba Brix, que terminaba su artículo intentando cargarse de optimismo, dibujando un futuro en el que “todos los Estados de los Balcanes occidentales se convierten en miembros de la UE, los Estados orientales reciben la oferta de una perspectiva comunitaria y la Federación Rusa se convierte en un socio geopolítico en quien se puede confiar.”
“Entramos en la próxima década con elevadas aspiraciones y la esperanza de continuar la cooperación activa y efectiva en el formato de Visegrado para el beneficio de nuestros ciudadanos, países y la UE en su conjunto”, aseguró Morawiecki en su discurso de conmemoración. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, lo expresó en 2017 de un modo que algunos interpretarían hoy como un pronóstico sombrío a la luz del avance electoral de los partidos nacional-populistas en todo el continente: los europeos centrales, dijo, hasta ahora han creído que Europa era su futuro. Y añadió: ahora verán que, en realidad, ellos son el futuro de Europa.