Algo pasa en Ginebra. Su monumental Palacio de las Naciones, sede de la ONU en Europa y uno de los principales ejes de la diplomacia para el desarme, está siendo escenario de unos niveles de confrontación inusitados. En un contexto marcado por la indignación ante la ausencia de avances en el desarme nuclear, el enfrentamiento gravita en torno a la propuesta de un tratado internacional que prohíba la posesión de armas nucleares. Para unos, se trata de una medida práctica, necesaria y justa; para otros, es inútil y puede generar peligrosas divisiones.
El regreso de las armas nucleares
Praga, 5 de abril de 2009: un recién elegido presidente Barack Obama ilusiona al mundo al compartir su compromiso con un mundo libre de la amenaza de las armas nucleares. Aunque Obama no tardó en apostillar que tal meta no se alcanzaría de manera fácil y que requeriría tiempo y paciencia, su intención era la emitir un mensaje de esperanza y generar confianza en el liderazgo de Estados Unidos en el desarme nuclear.
Siete años más tarde, queda poco del optimismo inicial: Obama abandonará la Casa Blanca en 2017 habiendo aprobado un plan de modernización nuclear que prevé un gasto de un billón de dólares para los próximos 30 años. Dicha modernización irá más allá del mero recambio de armas y plataformas anticuadas. La filosofía imperante es la de dotar al futuro presidente de EE UU de una capacidad nuclear mejorada que permita desempeñar todo tipo de misiones: desde la respuesta masiva a un ataque nuclear devastador, hasta el uso de armas nucleares “tácticas”, de poder explosivo relativamente limitado, para destruir sistemas de denegación de área –como el sistema de defensa anti-aérea ruso S-400– u objetivos subterráneos –centros de mando y control o, con la vista puesta en Corea del Norte e Irán, activos relacionados con programas nucleares clandestinos–.
La esperada e histórica visita de Obama a Hiroshima ha servido para expresar las contradicciones en el legado del presidente. Más allá de las cámaras, el sentido de la visita quedó ensombrecido por la ominosa presencia del maletín que siempre acompaña al comandante en jefe estadounidense en sus desplazamientos fuera de Washington. Este maletín contiene órdenes y códigos de lanzamiento para casi 1.000 cabezas nucleares en estado de alerta permanente. Sin embargo, sería erróneo culpar a EE UU de la parálisis del desarme; Obama ha podido generar desencanto, pero esto es consecuencia directa de asumir un liderazgo más o menos transparente.
Todo Estado en posesión de un arsenal nuclear esgrime sus propias razones para mantenerlo o mejorarlo, y todos caminan en dirección opuesta al desarme. Rusia se encuentra en medio un programa multimillonario de actualización y mejora de sus armas nucleares. Desde la anexión de Crimea en 2014 exhibe su músculo nuclear con asiduidad y entrena periódicamente cómo combinar armas convencionales y nucleares para escenarios de guerra nuclear limitada. China continúa la expansión de su arsenal nuclear y, lo que es más preocupante, empieza a plantearse la necesidad de poner sus fuerzas nucleares en estado de alerta permanente, emulando la postura que Washington y Moscú mantienen desde la guerra fría.
Más allá del triángulo estratégico formado por Washington, Moscú y Pekín, Francia siempre ha mantenido una posición conservadora respecto al desarme, y bajo la presidencia de François Hollande esto no ha cambiado. Reino Unido, el único país en el que existe un debate profundo acerca del futuro de su capacidad nuclear, ha optado por mantenerla: la multitudinaria manifestación antinuclear de febrero es el contrapunto a la decisión de facto de adquirir una nueva generación de submarinos para su sistema de disuasión nuclear. India y Pakistán, por su parte, entienden que a ellos no les corresponde tomar la iniciativa en materia de desarme y, en cualquier caso, también consideran que las armas nucleares son indispensables para su seguridad –especialmente Pakistán, que prevé un uso temprano de las mismas en un enfrentamiento con India–. Finalmente, Israel no reconoce que posea armas nucleares, y Corea del Norte acaba de ingresar en el club nuclear y tiene la intención de quedarse, aunque, como no podría ser de otra forma, Kim Jong Un afirma solemnemente que su país “cumplirá de buena fe sus obligaciones en materia de no proliferación y se esforzará en favor de la desnuclearización global”.
Ciertamente, son malos tiempos para aquellos que trabajan por el desarme nuclear. Volviendo a Praga en 2009 y parafraseando a Obama: lograr un mundo libre de armas nucleares requerirá tiempo, persistencia y paciencia. Pero la paciencia se ha agotado.
Los cauces tradicionales del desarme multilateral
Dice el refranero que “del dicho al hecho, hay un trecho”, y un observador crítico no puede evitar interpretar los compromisos de los Estados nucleares con el desarme desde esta óptica. Los más benevolentes concluyen que el estancamiento actual se debe a la extrema complejidad de la tarea en cuestión. Sin embargo, cada vez son más quienes cuestionan la sinceridad del compromiso y desconfían de los cauces tradicionales para materializarlo.
La maquinaria institucional del desarme nuclear multilateral establece como espacio central las conferencias de revisión del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), celebradas cada cinco años. En cada conferencia las cuestiones relativas al desarme comparten espacio –o compiten por él– con las relacionadas con la no proliferación nuclear y la cooperación para el uso pacífico de la energía nuclear; no en vano el TNP versa esencialmente sobre la no proliferación, quedando la cuestión del desarme relegada a un conciso artículo VI –que en ningún caso ilegaliza la posesión de armas nucleares–. Las conferencias tienen como objetivo consensuar un documento final que enumere una lista de medidas para su implementación por los Estados parte, idealmente antes de la siguiente conferencia. Dado que el documento tiene que ser adoptado por consenso, es fácil ver cómo la divergencia de percepciones, prioridades e intereses puede hacer descarrilar la conferencia, como ocurrió en 2015.
En cierta medida, el fracaso de la conferencia de 2015 se debió a la falta de progreso en la implementación de la agenda de desarme establecida en 2010. La primera conferencia de revisión a la que acudió la administración Obama concluyó con un amplio plan de acción y supuso una infusión de optimismo tras la desastrosa conferencia de 2005. Desafortunadamente, los avances en materia de desarme fueron mediocres; de nuevo, las buenas intenciones se perdieron, por incapacidad o conveniencia, en los vericuetos de la implementación.
En primer lugar, el empeoramiento de las relaciones entre EE UU y Rusia justificó en sendas capitales el rechazo a nuevas negociaciones para adoptar un acuerdo que sucediese al Nuevo START de 2010. A día de hoy, ambos lados carecen de interés para afrontar cuestiones como la defensa antimisiles en Europa o reducciones en armas nucleares tácticas. En segundo lugar, el trabajo multilateral del “P5” (EE UU, Rusia, China, Francia y Reino Unido), basado en reuniones siempre celebradas a puerta cerrada, ha resultado únicamente en la formación parcial de un glosario común de términos y en el establecimiento de un formulario para la difusión pública de información relevante sobre arsenales. En tercer y último lugar, la Conferencia de Desarme (CD), sita en el Palacio de las Naciones ginebrino y una de las instituciones fundamentales para materializar las medidas del plan de acción de 2010, lleva bloqueada desde 1996. La razón es conocida: los 65 miembros de la CD tienen que operar por el principio de consenso. Debido a la heterogeneidad de intereses y al enfrentamiento entre miembros clave, ha resultado imposible el acuerdo para un programa de trabajo. A este respecto, aquellos que de manera más incisiva cuestionan las intenciones del P5 consideran que su insistencia en referir cuestiones fundamentales al CD evidencia un interés por sabotear el proceso de desarme. Y es que, tal como establecía el manual de sabotaje de la Oficina de Servicios Estratégicos –el precursor de la CIA– si se quiere obstaculizar una acción, lo mejor es “referir todos los asuntos a comités para mayor estudio y consideración”.
Ante este panorama, el colapso del proceso de desarme no es de extrañar. Sin embargo, un nutrido grupo de países, con apoyo de la sociedad civil, ha hallado una solución para desbloquear el proceso; una solución que ha levantado ampollas.
La iniciativa humanitaria y la lógica de la prohibición
El documento final de la conferencia de revisión de 2010 incluyó por primera vez una mención a las terribles consecuencias humanitarias que se derivarían de una detonación nuclear. Pocos en aquel momento supieron ver el alcance que este punto acabaría teniendo. En poco tiempo la aproximación humanitaria dio lugar a un fuerte proceso de contestación de los cauces y principios habituales para lograr el desarme nuclear. El punto de inflexión llegó en 2014, cuando el gobierno austriaco, tras organizar la tercera Conferencia sobre el Impacto Humanitario de las Armas Nucleares, se comprometió a “identificar y promover medidas efectivas para cubrir el vacío legal para la prohibición y eliminación de armas nucleares”. Con ello, Austria metió el dedo en la llaga: señaló el defecto de base del TNP, ya que legalmente no prohíbe la posesión de armas nucleares por parte del P5. Un año después, la denominada “promesa austriaca” fue asumida por la Asamblea General de la ONU, lo cual fue posible porque este órgano funciona por principio de mayorías, no por consenso. Del mismo modo, la Asamblea decidió convocar para el presente año un “grupo de trabajo” (Open-Ended Working Group, OEWG) para identificar medidas legales concretas necesarias para lograr el desarme nuclear.
El OEWG funciona bajo el principio de mayorías y con la participación de organizaciones civiles, operando su mayoría bajo la Campaña Internacional por la Abolición de las Armas Nucleares. Y, cómo no podía ser de otra forma, el lugar elegido es el Palacio de las Naciones. Sin embargo, aunque el CD comparte agenda con el OEWG, los métodos y la composición de uno y otro no podían ser más diferentes. Con ello, el escenario está dispuesto para que los Estados aglutinados en torno a la promesa austriaca puedan reforzar el impulso institucional en favor de la propuesta que ha acabado dominando la iniciativa humanitaria: un tratado internacional que prohíba la posesión de armas nucleares y todas las actividades a tal efecto. Aunque el OEWG tiene todavía prevista una última sesión en otoño, la sesión de mayo no deja dudas a este respecto y apunta a 2017 como año de inicio de las negociaciones. Los Estados que apoyan la medida son, a excepción de países como Austria e Irlanda, fundamentalmente latinoamericanos, africanos, asiáticos y del Pacífico, siendo importante el liderazgo de países como México, Brasil, Argentina, Indonesia y Malasia
Evidentemente, el debate en torno a la propuesta de prohibición es tremendamente intenso. Aunque los Estados nucleares han decidido no participar en el OEWG, sus aliados sí lo han hecho. A pesar de que la adopción de tal tratado no generaría obligaciones para terceros, Australia, Japón, Corea del Sur y la totalidad de los miembros de la OTAN esgrimen un amplio número de argumentos en contra: desde que la utilidad de un tratado de prohibición sería inexistente sin la participación de los Estados nucleares, hasta que su mera discusión distrae de las medidas prácticas y graduales establecidas en el plan de acción del 2010 y en la agenda de la CD, lo cual amenaza con romper el régimen internacional de no proliferación y desarme. No sin amargura y hastío, los Estados a favor aducen lo siguiente: que la adopción de un tratado de prohibición es compatible y avanza los objetivos del TNP y del plan de acción; que, al no depender de los Estados nucleares, es la única medida práctica dado el bloqueo del desarme multilateral; y que si la posesión de minas antipersona, bombas de racimo, armas químicas y armas bacteriológicas han sido prohibidas debido al impacto humanitario de su uso, las armas nucleares, cuyo uso tampoco puede reconciliarse con el derecho humanitario aplicable a los conflictos armados, deben ser también ilegalizadas.
Sin embargo, la gran pregunta es la siguiente: ¿de qué servirá un tratado de prohibición de armas nucleares si los Estados nucleares no se unen? Invariablemente, la respuesta es que a los Estados nucleares no se les espera de momento, pero que la existencia de un tratado de prohibición generará una fuerte presión social y política en estos países y en sus aliados para tomar medidas eficaces. Si un miembro de la OTAN como Noruega, Holanda o Alemania, cuyas sociedades y parlamentos son sensibles a la cuestión humanitaria, se adhiriese a un tratado de prohibición, el juego cambiaría (cabe destacar que Alemania y Holanda alojan armas nucleares estadounidenses).
Así las cosas, el futuro es incierto. Sin embargo, ocurra lo que ocurra, por primera vez en mucho tiempo, algo se mueve en Ginebra. Y no hay que perderlo de vista.