Cuando hace casi un año el Euromaidán triunfaba en Kiev, el ciclo de violencia política parecía haberse cerrado definitivamente con la victoria de los manifestantes tras los cruentos combates callejeros, con más de un centenar de fallecidos. En el plano internacional, el pulso geopolítico por el mercado ucraniano se había decantado del lado de la Unión Europea, derrotando a Rusia y su proyecto de Unión Eurasiática. A partir de entonces, se esperaba que Ucrania pudiera hacer realidad su sueño de prosperidad aproximándose cada vez más a Europa y dejando atrás la influencia de Moscú; y con ella, su pasado de crisis, corrupción y autoritarismo.
Pero aquel relato idealizado del proceso revolucionario pervive solamente entre quienes conservan su fe en el mito del Maidán como germen de una nación unida frente a un enemigo común. La realidad es que los manifestantes de Kiev no representaban a todo el país: por el contrario, la polarización entre el oeste más nacionalista y el sureste más afín a Rusia se reflejaba también –como era de esperar– en su distinta reacción de apoyo y rechazo, respectivamente, ante las protestas. Esta fractura fue aprovechada por el Kremlin para crear nuevas fronteras internacionales de facto, tanto con la anexión de Crimea –ya irreversible, pese a su indiscutible ilegalidad– como mediante las insurgencias separatistas en las regiones de Donetsk y Lugansk, donde actúan también unidades militares rusas.
La paradoja del Euromaidán es que si los opositores no hubieran tomado el poder, violando el acuerdo firmado veinticuatro horas antes –el 21 de febrero de 2014– con la mediación de la UE, Moscú tampoco habría tenido la oportunidad de llevar a la práctica su irredentismo hacia Crimea. Con su premura por ocupar de inmediato las instituciones sin esperar a las elecciones anticipadas, los revolucionarios proporcionaron a Putin la excusa deseada –ausencia de autoridades legítimas– para “garantizar la seguridad” de los crimeos étnicamente rusos, y alentar después las insurrecciones del Donbass. Una intervención que Moscú, por cierto, se había negado a realizar con anterioridad para sofocar las protestas, pese a las desesperadas peticiones de Yanukovich; y que solo emprendió tras la ruptura del acuerdo negociado, la destitución dudosamente legal del presidente –en un parlamento rodeado por las “autodefensas” del Maidán–, o el debate de medidas abiertamente rusófobas, como suprimir la cooficialidad del ruso en varias regiones.
El plan de Vladimir Putin, quien por desgracia tiene ahora la llave del futuro de Ucrania, se ha venido cumpliendo desde entonces: mantener al país sumido en un sangrante conflicto como represalia por el derrocamiento de su aliado, alejando sus perspectivas de ingreso en la UE y la OTAN y disuadiendo de paso a Occidente de apoyar una revolución similar en la propia Rusia. Pero aunque Petró Poroshenko y su gobierno se nieguen aún a reconocerlo, esta guerra no tiene solución militar, ya que cualquier victoria de Kiev es imposible mientras continúe el flujo de suministros y combatientes desde Rusia –unidades del ejército y miembros de grupos de ultraderecha, además de voluntarios extranjeros– hacia el bando separatista. Que Occidente enviase armas a Kiev para contrarrestar la abrumadora superioridad militar rusa, como algunos sugieren, tampoco parece una solución realista: sólo reforzaría el espejismo entre los líderes ucranianos de que es posible reconquistar por la fuerza el territorio perdido, y contribuiría a congelar indefinidamente el conflicto a imagen de lo ocurrido con Osetia del Sur o Abjasia.
Otras vías como las sanciones no están dando el resultado esperado, a pesar del wishful thinking de quienes les atribuyen en exclusiva el deterioro actual de la economía rusa, omitiendo otros factores clave como el descenso de los precios del petróleo y el perjuicio para la propia UE de mantenerlas a largo plazo. Con un Putin dispuesto a poner todos los medios necesarios para lograr sus objetivos en Ucrania, y el 85% de los rusos respaldando sus políticas –un aumento de veinte puntos en el último año–, el Kremlin tiene aún incentivos sólidos para mantener su intervención en el país vecino; aunque siga prefiriendo la estrategia de “guerra híbrida”, combinando fuerzas irregulares y sus propias tropas, a un enfrentamiento convencional. Una Rusia convertida en paria será por tanto más reacia a pactar con Occidente, ya que confiará en su apoyo interno y en el de otras potencias como China para resistir a las presiones.
Asumiendo que el fin del conflicto no puede decidirse en el campo de batalla, sino en una mesa negociadora en la que la parte más débil –Kiev– tendría inevitablemente que realizar concesiones políticas a cambio de la retirada rusa del Donbass, la declaración de la Rada abandonando el estatus de país no alineado para reclamar la integración en la OTAN –principal línea roja para Moscú– no contribuye a mejorar las perspectivas de una pronta resolución pacífica. Al mismo tiempo, aún en el supuesto de que dichos territorios pudieran volver al control efectivo del Estado ucraniano, ciertas prácticas como los bombardeos indiscriminados sobre zonas habitadas, la presencia –mucho más minoritaria de lo que hace ver la propaganda rusa, pero igualmente real– de grupos neonazis entre sus fuerzas de seguridad y tropas en el frente, o la criminalización de partidos opositores bajo la acusación de separatismo, harían muy difícil que Kiev recuperase la lealtad de sus ciudadanos de Donetsk y Lugansk.
Por Javier Morales, coordinador de Rusia y Eurasia en la Fundación Alternativas y profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Europea. @jmoraleshdez