La historia reciente de Brasil es una de constantes altibajos. El país, que emergió de una cruenta dictadura militar a finales de los ochenta, parecía abocado al subdesarrollo y el mal gobierno como resultado de una imperfecta transición a la democracia. Pero durante las presidencias de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) y Luíz Inácio Lula da Silva (2003-2010), Brasil contradijo a los pesimistas. Un exitoso modelo de desarrollo, combinado con eficaces programas de inclusión social y la obtención de independencia petrolera en 2006 convirtió al antiguo campeón de la inflación y la desigualdad social en un milagro económico. Brasil dejó de ser el eterno “país del futuro” para unirse al club de los BRICS.
El periodo de éxito alcanzó su cenit durante la presidencia de Dilma Rousseff, que al igual que Lula pertenece al Partido de los Trabajadores (PT). Lejos de permanecer a la sombra de su predecesor, Rousseff supo aumentar su popularidad a cuotas sin precedentes con una agenda propia, en la que destacaba la política de cero tolerancia con la corrupción imperante en Brasilia. Al mismo tiempo, el éxito de Brasil se tradujo en un enorme reconocimiento internacional, con hitos como la Jornada Mundial de la Juventud (2013) y los Juegos Olímpicos (2016) en Río de Janeiro, o el Mundial de Fútbol (2014), dando vida al famoso “Dios es brasileño” que pronunció Lula en 2008.
Hoy, sin embargo, el péndulo gira rápidamente hacia el pesimismo. Los escándalos de corrupción continúan lastrando al gobierno, en gran medida por la perenne impunidad de que parece gozar la clase política brasileña. El crecimiento económico ha experimentado un notable frenazo y Petrobrás, máximo exponente del modelo desarrollista brasileño, ha visto su calificación de deuda rebajada por Moody’s. Pese a los avances del gobierno, la desigualdad social continúa siendo clamorosa.
Más preocupante aún es el aumento de protestas y movilizaciones sociales a lo largo y ancho del país. La “revolución del vinagre” –llamada así porque los manifestantes lo usan para protegerse del gas lacrimógeno que emplea la policía– comenzó el pasado junio como una protesta contra las subidas de tarifa del transporte público en São Paulo. Pronto se extendió al resto del país, y a cuestiones como la falta de transparencia, la ausencia de servicios públicos de calidad y la defectuosa planificación del Mundial de Fútbol. La violencia con que la policía ha respondido a las protestas no ha hecho más que aumentar la movilización, y en especial la de sectores violentos que han adoptado tácticas de Black block.
En este contexto, la popularidad de Rousseff se ha desplomado. Pero no por ello se adivina el resultado de las elecciones presidenciales que tendrán lugar en octubre de 2014. En primer lugar los manifestantes no dirigen su crítica únicamente al gobierno, sino a la clase política brasileña, aspecto en el que guardan similitud con los indignados españoles. En segundo lugar la alternativa al oficialista PT aún no está consolidada. A pesar de las protestas Aécio Neves, candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), continúa detrás de Rousseff en intención de voto. El intento de presentar una alternativa por parte de la ecologista Marina Silva ha hecho agua al no reunir el número de firmas necesario para dar de alta su partido. Para concurrir, Silva –ministra de Medio Ambiente con Lula, que en 2010 forzó una segunda vuelta de las elecciones al obtener parte de los votos del PT– presentará una candidatura rojiverde con los socialistas de Eduardo Campos, actual gobernador de Pernambuco.
Por último, aún puede suceder mucho en el año que queda para las elecciones. Es posible que se modere el actual clima de pesimismo: Brasil no deja de ser un país pujante, con una población enorme y relativamente joven, una clase media que ya es mayoritaria, y empresas punteras como Embraer y Ambev. Su lugar como potencia regional está fuera de duda, igual que el hecho de que su éxito económico no es flor de un día. El difícil curso de 2013 pone sobre la mesa los límites del milagro brasileño, pero no debe inducir al catastrofismo.