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Tres militantes de ETA posan delante del símbolo de la banda terrorista, en una ubicación y fecha desconocida, en apoyo de la declaración de “alto el fuego permanente” del 20 de octubre de 2011. GETTY

El fin de ETA: elementos de su derrota

En política lo que tiene que suceder casi siempre acaba sucediendo, pero rara vez de la forma y con el itinerario previsto. El objetivo de que la propia ETA abandonase la violencia fue alcanzado, pero por una vía inesperada de consecuencias desconocidas.
Patxo Unzueta
 |  20 de octubre de 2012

Desde mucho antes que ETA anunciara, el 20 de octubre de 2011, el fin de su actividad armada, existía un amplio consenso entre los especialistas, tanto entre los partidarios de la negociación como entre los contrarios a ella, sobre dos aspectos esenciales de la forma en que se llegaría a ese desenlace: tendría que ser una decisión voluntaria de la propia organización (pues la hipótesis alternativa, la detención o exterminio de todos sus miembros, no era realista) y la condición necesaria para que los jefes del grupo terrorista se plantearan esa posibilidad era una contrastada eficacia policial sostenida en el tiempo. Esa eficacia podía llevar al núcleo dirigente a la conclusión de que la continuidad de la violencia no resultaba ya rentable en términos de coste-beneficio: producía más detenciones que atentados y estos, más perjuicios que beneficios para su causa. Partiendo de consideraciones de este tipo, varias veces en los últimos años han emergido sectores de su entorno e incluso exdirigentes presos que han abogado por el abandono de las armas. El objetivo de la política antiterrorista sería crear las condiciones para que la dirección de ETA asumiera esa conclusión.

Las experiencias más cercanas de grupos terroristas de ideología nacionalista que han abandonado la violencia indican, a su vez, que para que los dirigentes del brazo armado interioricen esa reflexión es determinante que sea previamente asumida por los líderes del sector político. Fue el caso del Sinn Fein en relación al IRA y también el de Euskadiko Ezkerra respecto a ETA (político-militar). Sin embargo, la única ETA que sobrevivió, la antigua ETA (militar), dedujo de esa experiencia que nunca debía ceder la autoridad a su brazo político si quería evitar que, a partir de un momento dado, pasara este a exigir el abandono de las armas por considerarlas un obstáculo para su integración en la política institucional. Esta cuestión de quién dirige a quién, si el fusil a la política o la política al fusil, fue un asunto recurrente en los conflictos de los grupos guerrilleros de América Latina en los años sesenta, incluyendo el del Che Guevara en Bolivia. En ETA había sido planteada por el principal teórico del sector “mili”, José Miguel Beñarán, Argala, quien ya en 1976 había argumentado que la vanguardia armada debía dirigir el proceso para garantizar, frente a la tentación reformista, la continuidad de la estrategia revolucionaria.

Esa concepción convierte la perpetuación de la vanguardia armada en un fin en sí mismo, como se ha evidenciado en cada intento de salida negociada. Frente a esa situación, la política antiterrorista aplicada en la última década ha incluido un factor nuevo, la ilegalización del brazo político, Batasuna, cuyo efecto ha sido (tal vez sin proponérselo expresamente al principio) hacer aflorar un conflicto latente entre los intereses de la banda por perdurar indefinidamente y los de esa formación por recobrar la legalidad. La experiencia demostró que una condición necesaria para que ese pulso virtual se hiciera real era el debilitamiento de la capacidad operativa de la banda; es decir, conseguir que sus dificultades para actuar bajo la presión policial le impidieran zanjar el problema por el procedimiento tantas veces practicado de lanzar una fuerte ofensiva terrorista, siguiendo el principio de que la acción une lo que la política separa.

 

El pacto antiterrorista

Es lo que intentó la banda en 2000, tras el desconcierto que en su entorno provocó la ruptura de la tregua de Lizarra. La respuesta del Estado fue el pacto antiterrorista suscrito en diciembre de ese año por socialistas y populares, y cuya consecuencia más trascendente fue la Ley de Partidos que permitiría, en 2003, sacar de la legalidad a Batasuna. Desde mediados de los años noventa, ETA y sus cuadrillas de acoso habían dado un giro en su estrategia, adoptando la teoría de la “socialización del sufrimiento”, basada en la persecución directa, incluyendo el asesinato, de sus adversarios políticos. Entre el año de la aprobación de la Constitución, 1978, y el asesinato en 1995 del concejal y diputado vasco del Partido Popular Gregorio Ordóñez, ETA había asesinado a 623 personas, de las que solo una decena (menos del dos por cien) eran políticos. En los 10 años siguientes lo fueron más del 30 por cien de las 85 víctimas mortales. En 2000, 15 de las 23 víctimas fueron civiles, 10 de ellas políticos, entre los que había cinco concejales de partidos no nacionalistas.

Como avalaría el Tribunal de Estrasburgo, la ilegalización de Batasuna no solo era jurídicamente impecable sino justa desde el punto de vista de la lógica democrática. Lo injusto era que pudiera participar en la competición electoral y disfrutar de financiación pública un partido que formaba parte de una estructura dirigida por una banda armada que amenazaba y asesinaba a candidatos, representantes electos, cargos públicos o militantes de las demás formaciones, en particular del PP y del Partido Socialista. La ilegalización era un factor que corregía en parte esa radical desigualdad de oportunidades; una medida en defensa del pluralismo que ETA limitaba.

La eficacia policial necesaria para debilitar a ETA puede medirse por el número de atentados evitados. En la década de los ochenta hubo un promedio de 41 asesinatos de ETA al año; en los noventa la media bajó a 16, y a 3,4 en la primera década del siglo XXI. Esa senda descendente, similar a la producida en Irlanda del Norte en los años anteriores a la renuncia del IRA en 1998, es un índice de la creciente debilidad de la organización terrorista. Porque, como refleja en detalle el libro de Florencio Domínguez sobre La agonía de ETA, no se trata solo de que la banda decidiera, ante el acoso policial, interrumpir los atentados en diversos periodos, por tregua o para reorganizarse, sino que las fuerza de seguridad, y a veces la impericia de activistas prematuramente movilizados para sustituir a veteranos que habían sido detenidos, impidieron que actuasen los comandos preparados para hacerlo. El número de personas detenidas por su presunta pertenencia o colaboración con ETA pasó de 60 en 1999, con tregua, a 134 en 2000 y a 206 en 2001.

Este declive de la organización terrorista, mantenido a lo largo de toda la década de 2000, avalaba la convicción generalizada de que la lucha armada tenía poco futuro. Entre los más convencidos estaba seguramente Arnaldo Otegi, quien en el verano de 2009, poco antes de ingresar en prisión en relación al sumario Bateragune (intento de reconstrucción de Batasuna), se reunía con un grupo de notables de la izquierda abertzale para tratar de convencerles, según revelaría tiempo después uno de ellos (Txelui Moreno), de la necesidad de un giro radical, que pasaba por el abandono de la estrategia político-militar y la adhesión a medios exclusivamente políticos y pacíficos.

Para entonces había ya fracasado el nuevo intento de salida negociada de 2006. La ruptura del alto el fuego con el atentado de Barajas, a finales de ese año, fue asumida por la izquierda abertzale con lamentaciones pero sin reacción visible contra ETA. Sin embargo, como se conocería tiempo después, se iniciaron movimientos internos cuya dinámica, reforzada por la eficacia policial, acabó por afectar a la relación entre Batasuna y ETA. Ello ha suscitado una polémica sobre el papel del proceso de paz de 2006 en el desenlace plasmado en la declaración de cese definitivo de la violencia de 2011.

 

Las negociaciones de 2006: ¿un factor clave?

Es un debate abierto. Por una parte, es evidente que sin la ofensiva policial y judicial que siguió a la oficialización, en junio de 2007, de la ruptura del alto el fuego, y la firmeza del gobierno y los partidos democráticos para negarse a reabrir negociaciones, como recomendaban algunas personalidades internacionales y reclamaba la izquierda abertzale, esta no se habría visto abocada a presionar a ETA para que diera el paso del cese unilateral. Por otra, los pormenores de las negociaciones de 2006, bastante conocidos hoy por los relatos de algunos de sus protagonistas, permiten sostener que ETA nunca estuvo interesada en un final que no incluyera la satisfacción de sus aspiraciones políticas esenciales (autodeterminación y Navarra) y que algunos de los negociadores del gobierno hicieron concesiones en ese terreno muy imprudentes, como aceptar invertir el orden de “primero la paz y luego la política”, con el efecto de fortalecer la posición de ETA y de la izquierda abertzale; y también, que fue un error dar por verificado, sin fundamento, el carácter general del alto el fuego, y que el gobierno careció de una línea de respuesta eficaz a las provocaciones de la otra parte (como el robo de armas en Francia en vísperas de la votación sobre el proceso en el Parlamento Europeo), lo que convenció a ETA de que le bastaba amagar con la ruptura para que sus interlocutores se plegaran. En ese sentido, es defendible la opinión de que el proceso fue un paréntesis en un proceso de debilitamiento de ETA que, de haberse mantenido sin el rodeo de la negociación, hubiera adelantado el fin del terrorismo.

 

«La negociación de 2006 permitió decantar la opinión pública vasca contra ETA, única responsable de la ruptura de la tregua»

 

Una visión más distanciada de los hechos permite, sin embargo, matizar lo anterior. El tiempo demostró la importancia que tuvo en la decantación de la opinión pública vasca contra ETA, haber puesto de manifiesto que la responsabilidad de la ruptura correspondía íntegramente a la banda. Una consecuencia de esto fue que, tras el atentado de Barajas, todos los partidos, incluyendo Aralar (escisión de Batasuna) y el PNV, advirtieron que ninguna tregua tendría ya credibilidad y que la renuncia definitiva y unilateral a la violencia sería en adelante el mínimo previo para cualquier hipotético diálogo; y otra, que al apurar todas las posibilidades de acuerdo, incluso más allá de lo razonable, el gobierno se cargó de razón para desplegar, con amplio apoyo ciudadano, una ofensiva policial en toda regla contra la banda, desarticulando en plazos cada vez más breves a sus cúpulas, a la vez que la justicia proseguía el desmantelamiento del entramado organizativo que funcionaba con un pie dentro y otro fuera de la legalidad.

 

Los socialistas llegan a Ajuria Enea

Esa combinación entre disponibilidad al acuerdo y acoso implacable tras la ruptura tuvo efectos electorales: atrajo hacia el Partido Socialista de Euskadi (PSE) votos de los partidarios de cualquiera de esas dos opciones en torno al asunto central de la política vasca. En las elecciones generales de 2008, el PSE subió más de 10 puntos y sus nueve escaños sumados a los tres del PP doblaban a los seis del nacionalismo. Ello fue interpretado por los socialistas vascos como un augurio de que su partido podía gobernar en Euskadi tras las siguientes elecciones; es decir, que el objetivo no era ya solo intentar condicionar a un gobierno presidido por un nacionalista, sino entrar en Ajuria Enea como el partido más votado, con o sin alianza con el PNV. Los resultados de las autonómicas, un año después, no confirmaron el pronóstico en lo relativo al ganador. Pero una vez asumido que el objetivo era que hubiera un lehendakari socialista (lo que hubiera sido imposible pactando con el PNV, pues este partido tenía cinco escaños más), articularon un acuerdo con el PP de Antonio Basagoiti que llevó a Patxi López a la presidencia.

Esa decisión tendría influencia, aunque indirecta, en el cese de ETA. Aparte del efecto que en la moral ciudadana tuvo la política de firmeza contra las cuadrillas juveniles de acoso y exaltación impune del terrorismo, lo esencial fue que evitó que siguiera gobernando Juan José Ibarretxe, quien todavía en junio de 2007 había condicionado su apoyo a la política antiterrorista del gobierno a la no aplicación de la Ley de Partidos; y quien, de haber seguido al mando, no habría tardado en presentar una nueva versión de su plan soberanista de ruptura con España, que habría devuelto a ETA la esperanza de que aún era posible encontrarle un sentido a la lucha armada (para tutelar, presionar, obligar a negociar). Lo que a su vez habría impedido que los seguidores de Otegi llegaran a la conclusión a la que se acercaban en 2009: que ya nunca habría una negociación política y que ellos no recobrarían la legalidad mientras ETA no renunciara de manera definitiva y unilateral a la acción armada.

La iniciativa más importante del grupo que encabezaba Otegi fue promover, entre octubre de 2009 y febrero de 2010, un debate en el interior de la izquierda abertzale sobre el cambio de estrategia, cuya principal novedad fue que la decisión de renunciar a las armas no dependería de contrapartidas previamente acordadas. Tras la votación de las conclusiones, el texto aprobado fue presentado como un mandato de las bases que obligaba a todos los componentes del entramado radical, incluyendo ETA. Aunque el texto era ambiguo en muchos aspectos, representaba un giro estratégico de calado y un potencial desafío de Batasuna a su brazo armado. En declaraciones posteriores, Otegi no solo sostenía, contra la doctrina clásica de ETA, que los objetivos de la izquierda abertzale podían alcanzarse sin violencia, sino que esta era un impedimento para acercarse a ellos. Pero el discurso era contradictorio porque el distanciamiento de la violencia no llevaba a su conclusión lógica: la renuncia a sacar partido de ella mediante una negociación de los objetivos políticos de siempre. Y esa contradicción se ha mantenido incluso después del anuncio del cese de ETA y se ha convertido en un obstáculo mayor para dar por definitivamente cerrado el ciclo terrorista.

 

El abandono de la actividad armada

En política, lo que tiene que suceder casi siempre acaba sucediendo, pero rara vez de la forma y con el itinerario previsto. El objetivo de que la propia ETA decidiera abandonar la actividad armada fue alcanzado, pero por un camino inesperado y con consecuencias también inesperadas. A finales de 2010 los líderes de Batasuna ya habían decidido presentar un proyecto de nueva formación que cumpliera los requisitos de la Ley de Partidos. Pero para dar credibilidad a ese intento necesitaba que ETA declarase un alto el fuego con visos de autenticidad. Lo hizo, tras presiones de la propia Batasuna a través del mediador Brian Currin, en enero de 2011. Un mes después se presentaba Sortu, el partido destinado a suceder a Batasuna, con unos estatutos que cumplían las condiciones marcadas por los tribunales en anteriores procedimientos. Por supuesto, se trataba de la Batasuna de siempre, y eso era lo interesante (y positivo) de la iniciativa: que los mismos que habían impugnado frontalmente esa ley y que incluso en el periodo de tregua habían despreciado la posibilidad de legalización, la acataran.

El desenlace, tras un recorrido político y judicial sinuoso, fue que la izquierda abertzale se presentó a las elecciones locales de mayo de 2011 en una coalición, Bildu, de la que también formaban parte dos partidos legales, obteniendo los mejores resultados de su historia (25 por cien de los votos, 100 alcaldías en Euskadi y 17 en Navarra). Ese éxito fue el aval principal del sector de Otegi para, de nuevo por mediación de Currin, presionar a ETA para que diera el paso del abandono definitivo de la actividad armada. Ocurrió, pero de forma deliberadamente confusa. La petición formal de retirada le fue presentada a ETA por un grupo de personalidades internacionales reclutadas por Currin, reunidas en la llamada conferencia de San Sebastián, mediante una declaración que incluía un llamamiento a los gobiernos de Francia y España para que entablaran negociaciones con la banda sobre el futuro de sus presos, y una brumosa apelación a la conveniencia de una negociación política “con consulta a la ciudadanía” para “alcanzar una paz duradera”.

 

«Mientras haya en prisión cerca de 700 reclusos de ETA no se podrá considerar resuelto de modo definitivo el problema del terrorismo»

 

El comunicado que tres días después emitió ETA, el del cese definitivo, no incluía tal apelación, pero tanto la banda como la izquierda abertzale han sostenido posteriormente que, al autorizar la conferencia, el gobierno español se había comprometido con los firmantes de esa declaración a aceptar su contenido como guía para el ulterior proceso. Aunque es bastante improbable que existiera ese compromiso, algunos sectores lo han dado por cierto y lo presentan como prueba de que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero no había roto nunca las negociaciones con la banda.

La declaración de ETA del 20 de octubre habla de “cese definitivo de su actividad armada”, pero no de disolución organizativa. Hasta hace algunos años se consideraba que la renuncia de ETA a la violencia equivalía a su disolución y, más concretamente, a su disolución en Batasuna. La Fracción del Ejército Rojo, más conocida como banda de Baader-Meinhof, se disolvió en 1998, seis años después de su último atentado, mediante un comunicado remitido a la prensa. En el mismo lamentaban sus autores no haber contado con un brazo político en el que disolverse, insinuando que de haberlo tenido la desaparición de su grupo se habría producido antes. En el caso de ETA esa disolución en Batasuna, en el marco de una política de reinserción, habría sido posible tal vez hace 20 años, y aún menos, pero de ninguna manera después de la ruptura de la tregua de 2006 en Barajas, interiorizada por la opinión pública como la última e irrepetible oportunidad perdida por ETA para concertar una salida en términos de “paz por presos”. Esta fórmula es identificada por las asociaciones de víctimas como una forma de admitir la impunidad para los etarras. Su argumento es que no puede bastar que los dirigentes de una banda armada responsable de cientos de víctimas llegue a la conclusión de que no les conviene seguir matando para que se borren, perdonen y olviden esos crímenes. Es un argumento de peso, al que solo cabe oponer el más pragmático de que mientras haya en prisión cerca de 700 reclusos de ETA no se podrá considerar definitivamente resuelto el problema del terrorismo vasco; e, incluso, que mientras esa situación se mantenga sin al menos un atisbo de salida a medio plazo, podría ser esgrimida como bandera de eventuales escisiones de sectores en desacuerdo con el cese definitivo.

 

¿Disolución de ETA?

La situación, tres años después del último atentado mortal de ETA en España, el 30 de julio de 2009, es confusa. Por una parte, aunque el tiempo transcurrido y los compromisos asumidos por la izquierda abertzale avalan que el cese definitivo era real, ETA se resiste a formalizar su disolución. Miembros de su entorno dijeron en su momento que no lo haría hasta ver encauzada la cuestión de los presos, pero en un documento de agosto de 2009 la banda advertía que no entregaría nunca las armas, sino que las guardaría, y que no desaparecería sino que “continuaría como organización política dentro de la izquierda abertzale hasta que otro tipo de situación y debates digan lo contrario”. En escritos posteriores se admite la posibilidad de entrega de las armas, pero en el marco de un proceso de negociación que incluiría la retirada de las fuerzas de seguridad del territorio vasco. Se sabe que la dirección de ETA ha planteado un debate interno sobre la ratificación por su militancia de la decisión de cese; pero si es algo sometido a debate significa que el resultado podría no ser la ratificación.

Todo ello tiene que ver con la aspiración, compartida por ETA y los herederos de Batasuna, de sacar ventajas políticas de la disolución mediante un proceso negociador que, partiendo del problema de los presos, culmine con un diálogo entre partidos sobre el programa político de la izquierda abertzale. Pero la ambigüedad de la situación deriva, sobre todo, de que la indudable derrota de las armas que ha supuesto la renuncia a utilizarlas ha propiciado, al igual que ocurrió con el Sinn Fein en Irlanda del Norte, la importante victoria política que suponen los recientes éxitos electorales de la izquierda abertzale, que podrían prolongarse en otro de mayor trascendencia en las elecciones autonómicas del 21 de octubre de 2012. Deducir de ello que ETA ha ganado la partida, como se afirma en algunos medios, es una conclusión que, tomada en serio, conduciría al absurdo de considerar que había que haber impedido, o al menos ignorado como asunto menor, la renuncia de la banda a seguir matando.

Hasta el 20 de octubre de 2011 la prioridad era conseguir la renuncia de ETA, utilizando para ello todos los instrumentos del Estado de Derecho. La forma en que ese objetivo se ha alcanzado deja abiertos otros problemas que plantean nuevas prioridades y procedimientos. Es posible que la legalización de Bildu que propició la de las demás marcas de la izquierda abertzale fuera prematura, pero en todo caso habría sido inevitable tras la renuncia definitiva de ETA. Empecinarse en tratar de volver atrás ilegalizando de nuevo a los herederos de Batasuna es una forma de esquivar la que debería ser tarea principal ahora: combatir políticamente, de acuerdo con las nuevas condiciones, más favorables por la ausencia de violencia, contra los componentes autoritarios y antidemocráticos que han marcado la historia de ETA y su brazo político, y que aún perviven en la ideología y comportamiento de sus herederos.

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