El 21 de enero de 2017, la inauguración de Donald Trump como presidente de Estados Unidos fue eclipsada por medio millón de personas, que tomaron las calles de Washington, D.C. en la llamada Marcha de las Mujeres. A la primera manifestación masiva contra el nuevo presidente, dominada por una temática feminista –en protesta contra la agenda reaccionaria del Partido Republicano y la trayectoria del propio Trump– acudieron más de cinco millones de personas.
Se trató de una marcha sin precedentes. Planteó, desde el primer día de la administración Trump, el papel que el feminismo ha de desempeñar no solo en la oposición al presidente, sino también en el conjunto de la sociedad estadounidense. Tras décadas percibido como un término tabú, el feminismo ha adquirido, a lo largo de 2016 y 2017, una proyección y tirón considerables, especialmente entre los estadounidenses más jóvenes.
Estamos, sin embargo, ante un movimiento heterogéneo, en el que conviven corrientes con agendas diferentes y en ocasiones enfrentadas. Históricamente el feminismo estadounidense ha estado dominado por mujeres blancas de clase media, que centraban sus reivindicaciones en derechos civiles y políticos. Es el caso de las sufragistas, que hace 100 años ganaban el derecho al voto en el estado de Nueva York (el resto del país las siguió en 1920). Pero existen muchas mujeres que complementan esas inquietudes con otras también derivadas de su identidad: afroamericanas preocupadas con la brutalidad policial en sus comunidades, trabajadoras agotadas por sueldos precarios y labores domésticas, inmigrantes sin derechos o mujeres transgénero, cuya causa ha ganado visibilidad en los últimos años.
Muchas activistas hoy defienden un feminismo interseccional, que atienda a estas diferentes reivindicaciones en vez de centrarse exclusivamente en cuestiones como los derechos civiles y reproductivos. Las convocantes de la marcha de enero, por ejemplo, se cuidaron de presentar una cabecera inclusiva y criticar la islamofobia y xenofobia de la nueva administración, no solamente su agenda antiabortista. Pero no siempre es así. Existen diferencias considerables, por ejemplo, entre la mayor parte del movimiento feminista y las llamadas TERFS, que discriminan a las personas trans porque consideran que refuerzan roles de género negativos.
Liberales versus socialistas
La principal división en el movimiento feminista estadounidense se encuentra, por explicarlo esquemáticamente, entre liberales –en el sentido americano de la palabra: socialmente progresistas, pero menos interesadas en cuestiones económicas– y socialistas. En el primer grupo se encontrarían feministas como Jessica Valenti, Jill Filipovic y Amanda Marcotte. Esta rama del movimiento se centra en cuestiones de representatividad, valorando que más mujeres desempeñen funciones de liderazgo en la sociedad. Apoyaron la campaña de Hillary Clinton, considerando especialmente importante que el rostro de la persona más poderosa del mundo fuese femenino.
La postura más extrema de esta rama la encontramos en el feminismo de Sheryl Sandberg, directora operativa de Facebook. Su polémico libro Lean In anima a las mujeres a desempeñar mejor que los hombres los puestos que estos actualmente monopolizan. Un feminismo ultracompetitivo, que desagrada a muchas compañeras de viaje. Otro ejemplo destacado lo proporciona la periodista India Ross del Financial Times, en un párrafo que merece la pena ser citado en su totalidad:
Llego a casa del trabajo, veo un episodio de la serie sex-positive Broad City, me pongo una camiseta gastada en la que pone “Hillary for president” y me voy a una fiesta feminista queer llamada “Pussy Palace”. Era un meollo sudoroso de gente de todos los colores, drag queens y personas no-binarias, todas haciendo twerking al ritmo de Beyoncé y Rihanna. No había un solo hombre heterosexual y cisgénero a la vista.
Para el segundo grupo de feministas, este párrafo sería un buen ejemplo de las limitaciones del feminismo liberal. En concreto, de la tendencia de sus seguidoras a expresar su liberación a través de conductas personales y objetos de consumo (veo esta serie, llevo tal camiseta, me voy de juerga a la fiesta alternativa), en vez de cuestionar las condiciones materiales en que se realiza. Si feministas como Clinton y Sandberg representan el ascenso de unas pocas afortunadas que rompen techos de cristal, la izquierda considera que el reto principal es elevar el suelo en el que la gran mayoría de mujeres se encuentran actualmente.
No se trataría de criticar el estilo de vida antes citado, si no de señalar que la gran mayoría de las mujeres del país se enfrentan a problemas mucho más prosaicos. Cómo llegar a fin de mes, cómo conciliar trabajo y familia, cómo denunciar una relación abusiva sin ser económicamente independiente, etcétera. Por esto las feministas de izquierdas priorizan cuestiones como la subida del salario mínimo, el acceso gratuito a la sanidad o el desarrollo de guarderías públicas. También mantienen una línea más crítica con la política exterior estadounidense, cuyas intervenciones militares a menudo afectan a mujeres de manera especialmente dañina.
Estas prioridades llevaron a muchas de ellas a apoyar al senador socialista Bernie Sanders, que se enfrentó a Clinton en las primarias demócratas ofreciendo políticas más progresistas. Para sus rivales, la candidatura del socialista, independientemente de sus políticas, era un problema tan pronto como amenazase la llegada de la primera mujer a la Casa Blanca. Las primarias demócratas terminaron hace mucho, pero las diferencias entre estos dos grupos las preceden y en la actualidad no se han reconciliado.
El impacto de #MeToo
2017 está terminando en un clima capaz de ampliar las reivindicaciones feministas. El caso de Harvey Weinstein y las revelaciones de acoso sexual en Hollywood continúan reverberando a nivel social. Con el movimiento #MeToo, miles de mujeres han comenzado a denunciar públicamente abusos sexuales sufridos en todo tipo de ámbitos. Se trata de un impulso capaz de corregir o por lo menos señalar un sinfín de abusos machistas y reforzar la importancia del feminismo en la actualidad.
La recepción del movimiento, sin embargo, no es homogénea. Hasta ahora ha resultado más sencillo exigir responsabilidades a figuras en entornos profesionales que en el mundo de la política. El caso más destacado es el de Trump, que se limita a negar la veracidad del historial de abusos sexuales que acumula. No está solo en el Partido Republicano: el juez ultraconservador Roy Moore perdió recientemente las elecciones de Alabama tras revelarse que acosaba recurrentemente a mujeres menores de edad. Moore negó las acusaciones en campaña y actualmente se resiste a reconocer su derrota.
Ambos casos señalan dos tendencias importantes a la hora de trasladar el impulso de #MeToo a la política. El primero es que la reacción de muchos hombres es una mezcla de hostilidad y ninguneo. Las posiciones de Moore y Trump contrastan con las de Ivanka Trump y Nikki Halley, embajadora de EEUU ante la ONU. La hija del presidente declaró que “hay un lugar especial en el infierno” para quienes acosan a menores de edad, como el candidato al que su padre apoyó. Haley, por su parte, ha opinado que las mujeres que acusan al presidente de abusos sexuales merecen ser escuchadas.
Esta dinámica sugiere también que es más fácil exigir responsabilidades en el Partido Demócrata, donde el peso del movimiento feminista es mayor. Es el caso de Al Franken, el senador progresista actualmente presionado para renunciar tras revelarse casos recurrentes de acoso y comportamientos inapropiados. No han faltado demócratas (hombres y mujeres) defendiéndole, destacando su historial de legislar a favor de cuestiones feministas y criticando que los progresistas se autoimpongan unos estándares éticos que la derecha desprecia sistemáticamente. Aunque los abusos de Franken no alcanzan la gravedad de los de Moore o Trump, para este senador ignorar el escándalo no es una opción viable.
Otro caso espinoso es el del matrimonio Clinton. Es bien sabido que Bill Clinton acumula acusaciones de acoso e incluso una supuesta violación, la de Juanita Broaddrick. El centro-izquierda con frecuencia descartó estos rumores como espantajos de los republicanos para descarrilar aquella administración demócrata. Como señala Michelle Goldberg en The New York Times, esta actitud entra en conflicto con la premisa del movimiento #MeToo: confiar en las mujeres que dan un paso al frente y narran su experiencia. Hacerlo supondría demoler el papel de ambos Clinton como referentes, puesto que Hillary desempeñó un papel importante desautorizando a las múltiples mujeres que acusaban a Bill. Una muestra de hasta qué punto el empuje actual del feminismo en EEUU desborda las divisiones entre partidos políticos.