¿Qué hacemos si gana el Estado Islámico? Lo pregunta Stephen Walt, catedrático de relaciones internacionales en la universidad de Harvard. Walt define una victoria del EI como sobrevivir a la campaña estadounidense para “degradar y destruir[lo]” y reforzar su control sobre las áreas que actualmente ocupa. Es una pregunta pertinente. La intervención americana en Irak (y Siria) nació condicionada por dos errores que, en el pasado, han resultado catastróficos para Estados Unidos.
El primer error consistió en armar a extremistas que se volvieron en contra de Washington. El precedente más emblemático es el de Afganistán y los muyahidines. Ya sabemos que, antes de convertirse en terroristas, Osama bin Laden y sus allegados eran freedom fighters. La historia se repite en 2011, con EE UU y Reino Unido armando a extremistas en Siria. Ocurre que la diferencia entre islamistas buenos y malos no es tan nítida como en su momento sostuvo Washington: depende sencillamente de si los yihadistas se enfrentan a Damasco (entonces son gente estupenda) o Bagdad (el azote de la humanidad).
Afganistán y Siria no son casos aislados. Los héroes libios que en 2011 liquidaron a Gadafi hoy presiden sobre un Estado fallido, radicalizado y sumido en la violencia. Armar a terceros para que luchen por nosotros es la idea zombi por excelencia: cuando no fracasan estrepitosamente, como en Bahía de Cochinos, terminan por morder la mano que les da de comer.
El segundo error consistió en adentrarse en un conflicto del que se entiende poco y se ignora mucho. En este sentido, el paralelo más esclarecedor es Vietnam. Dejándose arrastrar por un conflicto irresoluble, ampliando lenta pero sistemáticamente la presencia estadounidense en Irak, Barack Obama recuerda a Kennedy y Johnson antes de 1965. El Irak actual, fragmentado y deslegitimado por la brutalidad de Nuri al-Maliki, es un fiel reflejo del Estado que presidieron Ngo Dinh Diem y las juntas militares que le sucedieron. Según Barry Posen, director del programa de estudios de seguridad del MIT, tras la reciente derrota de Ramadi, el ejército iraquí ha dejado de existir. Este desenlace se veía venir desde el sitio de Tikrit en marzo.
Sumidos en plena guerra fría, muchos americanos –entre ellos el propio Eisenhower– jamás entendieron la adhesión que generaba el Viet Cong. Ocurría que, como explica Thomas Fowler en El americano impasible, solamente el comunista vietnamita se esforzaba por entender al campesinado: “se sentará en su choza y le preguntará su nombre y escuchará sus problemas; entregará una hora cada día para enseñarle, da igual el qué: le estará tratando como a un ser humano”. En Vietnam, sentencia Tim Weiner, “EE UU no pudo derrotar a un enemigo al que no supo comprender”.
El comunismo es el súmmum de la ilustración comparado con el islamismo medieval, pero no debe olvidarse que el EI ha explotado hábilmente la frustración de muchos suníes sirios e iraquíes, frustrados con sus respectivos gobiernos chiíes. Y que, a pesar de (o gracias a) su fanatismo, está desarrollando algo parecido a un modelo de ciudadanía. En cuanto a los americanos, continúan sin entender el rechazo incondicional que generan cuando, a pesar de su compromiso retórico con la democracia y los derechos humanos, representan una fuerza de ocupación, reminiscente de la de los colonos europeos.
El ejemplo de Vietnam ofrece, sin embargo, una hoja de ruta. Henry Kissinger observó que, tras la derrota americana, la geopolítica se impuso sobre la ideología: cuatro años después de su reunificación, Vietnam se enfrentaba a sus vecinos maoístas, ocupando Camboya y rechazando una invasión fronteriza de China. Lejos de generar un efecto dominó y fundar un califato que se extienda de Bagdad a Casablanca, la propia ideología del EI lo encajonará en Siria e Irak. Lo mejor que puede hacer EE UU, como señalan Walt y Posen, es reducir su presencia y contener al EI a escala regional. Esperar a que el grupo caiga por su propio peso. Cuanto más insista EE UU en derrotar al EI por la fuerza, mayor será la derrota que coseche.