Dilma Rousseff anuncia un giro a la derecha con la elección de un nuevo equipo económico. Tras vencer al conservador Aécio Neves, a quien acusó de no estar lo suficientemente comprometido con las políticas sociales, la presidenta parece incluso haber adoptado su plan económico. Después de 12 años como ministro de Hacienda, Guido Mantega cede su puesto a Joaquim Levy. Doctor por la Universidad de Chicago, Levy fue secretario del Tesoro en 2003, cuando Luis Inácio “Lula” da Silva, recién llegado a la presidencia, necesitaba generar una imagen de credibilidad y realizar ajustes fiscales. La historia se repite: Levy toma su cartera con el ahorro, la deuda y el crecimiento como prioridades. Alexandre Tombini permanece al frente del Banco Central, y Nelson Barbosa dirigirá el ministerio de Planificación.
Aunque Brasil entró en recesión técnica este año, uno de los principales causantes del estancamiento es su sistema político. Concretamente, una estructura de partidos que combina la dependencia de donaciones privadas para la financiación de campañas y parlamentos fragmentados. Los partidos con vocación de gobierno (Partido de los Trabajadores, PT, y el conservador Partido de la Social Democracia Brasileña, PSDB) ni siquiera suman una mayoría legislativa. Necesita aliados parlamentarios, y con frecuencia los encuentran en “partidos fisiológicos”, que existen por y para acaparar puestos que usan para recompensar a sus donantes privados. Esta colusión de poder público e intereses privados supone un lastre inmenso para la economía brasileña.
La adopción de nuevas políticas económicas también está ligada a la malversación de fondos en Petrobras, la petrolera estatal y mayor empresa del país (86.000 empleados). Hasta 170 diputados y senadores podrían verse involucrados en las investigaciones de la Operación Lava Jato, iniciada por la justicia brasileña en marzo, que ya acumula docenas de órdenes de detención para ejecutivos pertenecientes a Petrobras y las principales empresas contratistas del país. Petrobras ha contratado auditoras externas y anunciado medidas para mejorar su gestión, pero al mismo tiempo ha retrasado la publicación de resultados trimestrales hasta el 12 de diciembre.
Este escándalo perjudica al ejecutivo. Como ministra de Minas y Energía (2003-2005), fue Rousseff quien aprobó la subcontratación de Petrobras a las empresas actualmente investigadas. También golpea al gobernante PT, que recibió más del 60% de los 78 millones donados por Petrobras a diferentes partidos políticos. Paulo Roberto Acosta, exdirectivo de Petrobras que ahora colabora con la policía, asegura que el PT se embolsó entre un 1% y un 3% de los contratos ejecutados entre 2004 y 2012. Y a pesar de ser un escándalo político, el caso pone en entredicho la gestión económica del PT, basada en una combinación de políticas ortodoxas (baja inflación, estabilidad macroeconómica) y heterodoxas (pleno empleo y una política industrial en la que el Estado impulsa a “campeones nacionales”). El historial hasta la fecha era excelente. En 2010, la economía brasileña crecía un 7,5% y Petrobras, impulsada por el descubrimiento de nuevos yacimientos y el encarecimiento de los precios del crudo, aumentaba su valor en bolsa a los 260.000 millones de dólares. Pero hoy Brasil permanece en recesión técnica y el valor de Petrobras se ha desplomado a los 65.000 millones. “Campeones nacionales” como OGX, Vale y las contratistas afectadas por el escándalo se encuentran en una posición precaria. Incluso el BNDES, el prestigioso banco público de desarrollo, ha sido criticado por ampliar excesivamente su cartera de créditos.
El caso de Petrobras es especialmente grave por su simbolismo. “Petrobras es Brasil y Brasil es Petrobras”, dijo Lula en su día. Si hace cuatro años la empresa pública era sinónimo del éxito arrollador del país, hoy lo es de la corrupción que lo lastra, generando indignación y protestas.