Pocos días antes de asistir a una manifestación contra el gobierno de Vladimir Putin, Boris Nemtsov muere asesinado a tiros. La escena del crimen: el puente Bolshoi Moskvoretski, en las inmediaciones del Kremlin, vigilado por patrullas del Servicio de Protección Federal, una agencia de seguridad bajo control directo de Putin. La fecha es más sugerente si cabe: el 27 de febrero, 82 aniversario del incendio del Reichstag, primer aniversario de la anexión de Crimea y, a propósito de la misma, la primera ocasión en que Rusia celebra su Día de las Fuerzas de Operaciones Especiales.
Demasiadas coincidencias, demasiada verosimilitud. La verdad requiere un mínimo de incoherencia.
Se sucede una semana de silencio oficial. El 7 de marzo, cuerpos especiales arrestan a cinco sospechosos chechenos. Los exhiben entre rejas a la prensa. Dos de ellos, Zaúr Dadáev y Anzor Gúbashev, son acusados oficialmente del asesinato. Dadáev se declara culpable. El 8 de marzo, Ramzán Kadírov, líder rebelde convertido en presidente de Chechenia tras su reconciliación con Putin, confirma desde Instagram esta versión. Dadáev era un “devoto creyente” musulmán, ofendido por las publicaciones satíricas de Charlie Hebdo y decidido a vengarse de Nemtsov por defenderlas.
Algo no cuadra. El “devoto creyente” es un oficial condecorado del batallón Sever, cuya misión es combatir a islamistas en Chechenia. El 9 de marzo, Kadírov recibe la Orden de Honor con motivo de sus “logros profesionales, actividades públicas y múltiples años de servicio”. Su principal actividad pública en Chechenia consiste en acumular violaciones de derechos humanos.
En ocasiones la realidad supera a cualquier ficción. En este caso, sin embargo, la realidad está fuera de nuestro alcance. Para Occidente Putin es el responsable. Se trata de un axioma y no una hipótesis: tras año y medio de desconfianza creciente frente a Moscú, el acto reflejo consiste en asumir lo peor. Y tras año y medio de guerra propagandística, el acto reflejo de Rusia consiste en especular con teorías conspiratorias. Tras la muerte de Nemtsov está la CIA, volcada en desprestigiar al gobierno ruso. O Mijáil Jodorkovski y el resto de la oposición. O Dmitro Yarosh y la extrema derecha ucraniana. O ultranacionalistas rusos fuera de control. O la opción por la que el Kremlin finalmente se ha decantado: extremistas islámicos.
Nunca sabremos quién es responsable del asesinato. Sí sabemos lo siguiente: que Nemtsov, joven promesa política en los años noventa, estaba profundamente asociado con las privatizaciones fallidas que destruyeron la economía rusa a finales de la década; que esta gestión desastrosa, unida a su rechazo de una intervención rusa en Ucrania que la mayoría del país apoya, le convirtió en una figura odiada por sectores ultranacionalistas de su propio país; que con el actual clima de agitación anti-occidental, este rechazo podría haber suscitado lo peor de los extremistas, independientemente de los deseos del Kremlin.
Al mismo tiempo, sabemos cuáles son los precedentes en la Rusia de Putin: 23 periodistas asesinados, la mayoría de ellos, como Anna Politkóvskaya, investigando escándalos de corrupción o crimen organizado; opositores y activistas de derechos humanos que desaparecen en circunstancias similares; Alexandr Litvinenko, exagente del Servicio Federal de Seguridad, envenenado en Londres (el “rastro de polonio”, según la investigación en curso, “lleva directamente hasta Vladimir Putin”). Cada vez que un periodista o activista opositor muere asesinado, la justicia rusa detiene a los culpables pero no da con ningún cerebro detrás de la operación. Los activistas cercanos a Nemtsov consideran muy poco plausible la conexión chechena.
Nada encaja en el asesinato de Boris Nemtsov, o tal vez todo encaja demasiado.
Por Jorge Tamames, analista internacional.