El 24 de marzo, 528 egipcios fueron condenados a pena de muerte. Entre los 1.200 acusados, solo 147 de los condenados estaban presentes: el resto fue juzgado in absentia. El crimen que cometieron, además de pertenecer a los Hermanos Musulmanes, fue alentar sentadas en El Cairo en contra del golpe de Estado que depuso a Mohammed Morsi el 3 de julio. En esa ocasión, el ejército masacró a más de 800 civiles para poner fin a las protestas. La primavera egipcia se está ahogando en sangre; y no precisamente la del antiguo régimen.
La cifra de ejecuciones es escalofriante. Durante el juicio de Julián Grimau, Europa clamó en contra del franquismo. Cuando Irán condena a sus ciudadanos con la pena de muerte, Occidente se rasga las vestiduras con una teocracia despiadada e irracional. Ahora que Egipto ha desplazado a Irán como el principal verdugo en la región, Estados Unidos se ha limitado a criticar la decisión y amenazar con reducir la gigantesca ayuda militar que proporciona al régimen egipcio.
La tibieza no sorprende. Egipto es un socio regional de Estados Unidos. Poco importa que desde 1953 el país esté gobernado con mano de hierro por militares, encargados de gestionar un imperio económico que abarca desde empresas de defensa, construcción y minería a la gestión de ganaderías y guarderías. Cuando la primavera árabe irrumpió hace más de tres años, el impulso inicial de Washington fue apoyar a Hosni Mubarak. Cuando el fin del dictador parecía inminente, EE UU le retiró la confianza.
Pero la elección de los Hermanos Musulmanes, vinculados a Hamás, fue un sapo difícil de engullir para la política exterior americana. De ahí que EE UU aceptara tácitamente el golpe de Estado del general –hoy mariscal– Abdel Fatá al Sisi en julio de 2013. “Los Hermanos Musulmanes no son demócratas, no hace falta que nos expliquen más”, observó Isaac Rosa. “Llamándose musulmanes está todo dicho, encaja en nuestros prejuicios”. No le faltaba razón. El gobierno de Morsi acumulaba inconsistencias, pero había sido elegido por las urnas.
Los Hermanos Musulmanes han sufrido una caza de brujas tras el golpe. Como observa en este artículo para #Afkar41 Hisham A. Hellyer, “su dirigentes políticos de primer, segundo y tercer nivel, están en la cárcel o exiliados”. Se vuelve ahora innegable lo que en su momento ya era evidente. Que al ejército, principal baluarte del autoritarismo en Egipto durante el último medio siglo, jamás se le podría encargar la ejecución de un “golpe de timón” limpio para rectificar la gestión desastrosa de Morsi. Es difícil no ver en los políticos bienpensantes que apoyaron el golpe, como Mohammed Elbaradei, un reflejo de la conducta de las élites españolas en los meses previos al golpe de Estado de 1981. Una negligencia que roza en lo criminal.
El problema es que el control del ejército es muy difícil de rectificar. La oposición de islamistas moderados y liberales desencantados como Elbaradei carece de peso, y el movimiento anti-Morsi Tamarrud (Rebelión), de Mahmud Badr, mantiene su lealtad hacia las fuerzas armadas. Tras una reforma constitucional aprobada a la búlgara, las elecciones presidenciales del 26 y 27 de mayo amenazan con ser otra pantomima. Al-Sisi ha dimitido como ministro de Defensa para convertirse en el candidato del ejército. En vista de su popularidad entre los egipcios que rechazan a los Hermanos Musulmanes y del control que mantiene el ejército sobre el proceso político, su victoria es predecible. Igual de predecible es que un país con una polarización tan brutal no puede poner en marcha los mecanismos de reconciliación necesarios para construir una democracia tolerante.
Con sus 87 millones de habitantes y un PIB de 400.000 millones de euros, Egipto es una potencia regional tanto en Oriente Próximo como en África. Es por eso que siempre ha ocupado un puesto clave a la cabeza del mundo árabe. Pero un país tan desgarrado por tensiones internas no puede aspirar a impulsar, o siquiera mantener, semejante liderazgo. Si los planes del ejército siguen adelante, Egipto permanecerá estancado.