La llegada de Donald Trump con sus tentaciones megalómanas, su antipolítica y su nacionalismo puede ser el principio del fin de lo tantas veces anunciado: la era estadounidense está llegando a su fin. Los tópicos que seguían comulgando con la idea de los padres fundadores sobre que los Estados Unidos era la democracia más acabada y el sistema económico más justo se encuentran en entredicho tras las elecciones de 2016, las extravagancias históricas en el reparto de votos, las injerencias electorales y, sobre todo, la victoria final de Trump. Todos estos procesos demuestran hasta qué punto este “modélico” sistema político, económico y social, fruto de la ética protestante y del espíritu del capitalismo –Max Weber dixit–, requieren una profunda modernización.
El nuevo presidente y su peculiar equipo, con esa visión local y doméstica, deberán atender desde el primer día una exigente agenda mundial que espera respuesta a un gran interrogante: ¿podrá seguir EEUU bajo Trump desempeñando el papel regulador que necesita el actual desorden global?
La preocupación por la llegada de Trump entra de lleno en el asunto central del debate mundial sobre el fin del orden internacional tal como lo conocemos y su capacidad histórica de adaptación. El politólogo estadounidense Joseph Nye se pregunta en el último número de Foreign Affairs si el orden liberal sobrevivirá en medio de la tendencia actual irremisible al caos, donde EEUU no puede, pero tampoco quiere, ni ambiciona poner orden. Esta tarea es especialmente costosa para el país, como ha dejado claro Trump antes, durante y después de la campaña.
Sin embargo, caer en tentaciones aislacionistas o de exagerado repliegue, como parece desea la nueva administración, en una era de obligada interdependencia global es condenarse a la irrelevancia y a la decadencia. Y, como consecuencia, perder el liderazgo modélico que EEUU quiso siempre reflejar al mundo, tanto en su versión de “faro” idealista que ilumina al resto de la humanidad, como en su realista y aguerrida versión de “cruzado” en distintos momentos históricos para ejercer de justiciero universal.
Parece ya distante la alocución de Navidad de Barack Obama hace tan solo dos años, cuando hablaba de su particular “I have a Dream”, y anunciaba que el “resurgimiento del liderazgo de EEUU era real”. Para demostrarlo, lanzaba esos 10 mandamientos que suponía el ave fénix de la Idea Americana, a saber: un modelo propio exitoso público-privado para salir de la crisis; un casi pleno empleo; una asistencia sanitaria para todos los ciudadanos; autoabastecimiento y reforma energética limpia y sostenible; lucha contra las pandemias y el hambre en el mundo; normalización de relaciones con Cuba; acuerdo con Irán ; encabezar la lucha contra el cambio climático; sacar las tropas de Afganistán e Irak pero, a la vez, siendo líderes en distintos escenarios frente al Estado Islámico (EI). Aún con todo, la herencia corre el riesgo de ser liquidada y todos estos “mandamientos” se los llevó por delante Trump el 8 de noviembre de 2016, cuando quedaron reducidos a uno: Make America Great Again, su lema de campaña. Para Trump solo hay un camino: “América para y por los americanos”. Probablemente podemos asistir al origen de nuevo show reality liberal order que tanto gusta a las televisiones del imperio trumpista.
Trump y los nuevos equilibrios
Es muy factible que el declive estadounidense se vea agravado con la llegada de Trump y, por ello, existe una gran preocupación para encontrar un nuevo equilibrio internacional capaz de introducir un cierto orden en los distintos escenarios; dando por hecho que ya no se podrá hablar de un equilibrio de poder en singular y será necesario llegar a distintos acuerdos dependiendo de la zona o región. Ante este retraimiento, presencia intermitente o ausencia buscada del amigo estadounidense, inexistencia de equilibrios estabilizadores, como ya se ha demostrado en escenarios como Irak, Afganistán o Siria –por no hablar de las primaveras árabes que se han tornado en fríos inviernos– los vacíos de poder regionales son ocupados por actores y dinámicas desestabilizadoras violentas que proclaman para sí realidades políticas nuevas, incluso estatales, como es el caso del EI; o ponen aún más distancia en la solución de conflictos históricos como el de Oriente Próximo.
Es cierto que la gran paradoja del poder mundial reinante es que no hay ningún actor que pueda estar en todo y controlarlo todo. Sin embargo, EEUU puede seguir siendo por sus nuevos equilibrios, el guardián entre el centeno en el presente desorden global. No el único, pero si el más importante. No es necesario buscar la inspiración en una nueva Conferencia de Viena como la de 1815, como señalan algunas posiciones (Dominique Moïsi), para asegurar la necesidad de nuevos equilibrios por la vía de acuerdos concretos entre distintos interlocutores. Puede ser con China, como señala Henry Kissinger en World Order; podría ser en triangulación con China e India, como señalan otros planteamientos; incluso con Rusia, en escenarios donde las negociaciones ya se han producido y son inevitables, como en Siria.
En este nuevo tiempo, parece ineludible que el aliado en una región pueda ser el enemigo o el actor a contener en otra. De tal forma que China y Rusia pueden ser aliados y enemigos a la vez. Esta nueva arquitectura internacional requerirá mucha cintura y un buen dribling político y diplomático que no resiste simplismos ni lugares comunes, y para el que no sabemos si Trump, su secretario de Estado, Rex Tillerson y su grupo de generales reciclados están preparados.
Trump y el ‘caos creador’
Siguiendo otra línea de pensamiento referida a la aplicación de los modelos matemáticos a las relaciones internacionales tan en boga, algunos enfoques interpretan la llega de Trump como otro elemento caótico del sistema. Llegados al punto de aplicar la teoría del “caos creador” de la física cuántica al actual desorden del sistema internacional, según la cual un “atractor” como conjunto en el que todas las trayectorias cercanas convergen (llámese EEUU) puede hacer que las dinámicas imprevisibles tiendan hacia el orden, incluso si son ligeramente perturbadas; en estas situaciones, la única posibilidad creadora capaz de superar la inestabilidad, viene del caos y de ese “atractor” internacional que pudiera ser EEUU y sus equilibrios específicos.
Será necesario saber si una colaboración entre las dos potencias globales, EEUU y China, u otro tipos de alianzas propuestas, con los BRICS, individualmente considerados o en conjunto, con o sin Rusia, incluso también coaliciones específicas –como ocurre ahora en Afganistán, Irak y Siria-; todas ellas o solo algunas, podrían jugar el papel de “atractor” para el sistema caótico internacional. Para ello, será preciso que la nueva administración de EEUU fuera capaz de discriminar sus amistades y dosificar sus esfuerzos en un ejercicio de ingeniería diplomática y militar que no admite lecturas simplificadas.
Sería imprescindible, como ya lo fue en la guerra fría, dividir el mundo en zonas de influencia y buscar alianzas en aquellas regiones desestabilizadas con un compromiso de contención militar, política y estratégica, según exija cada caso. En conclusión, un juego de geometría variable en donde el acuerdo global chino-estadounidense –más que poco probable– debería ser compatible con una multitud de subacuerdos en donde el aliado en una región podría ser el enemigo a contener y combatir en otra (véase el papel de Rusia como superpotencia global y su posición interesada en conflictos como el de Ucrania o Siria).
En conclusión, se subraya la idea de complejidad del momento y la imposibilidad de los juegos de “suma cero”, así como la visiones simples y simplificadoras de la relación “amigo” “enemigo”, tan utilizadas en algunos de los primeros razonamientos de Trump.
Una visión ‘trumpista’ del sistema internacional
Un camino que puede ser peligroso tanto para EEUU como para el resto del mundo, siguiendo los pasos de China y Rusia, sería enarbolar un nacionalismo de nueva hechura, pero de sabor rancio. Aprovechar la turbulencia global para remodelar las relaciones internacionales y acomodarlas a esta “nueva” América Trumpista. En conclusión, cambiar esta fase de la globalización integradora, con muchos costes para EEUU por una definición nueva de las relaciones políticas, comerciales y estratégicas con los aliados americanos, europeos y asiáticos. El nacimiento de una nueva y regresiva doctrina para EEUU y para el mundo.
Un enfoque así podría tener un efecto demoledor: por ejemplo, en los acuerdos de EEUU con México, pero también con Canadá; por no hablar de las relaciones con los socios europeos transatlánticos, dando el TTIP por perdido y con el nuevo Concepto Estratégico de la Alianza, en serio riesgo después de lo manifestado sobre los refugiados y la política de Angela Merkel. El efecto negativo de un planteamiento de este tipo en la Asociación Transpacífica (TPP) es indudable, por no hablar de los encontronazos de mucho voltaje con China, que haría las delicias de los halcones republicanos, dentro y fuera del Pentágono.
Sin embargo, el mayor riesgo es que el propio EEUU puede alentar un resurgimiento del nacionalismo y del populismo en el mundo. Y en parte es lógico que sea así, porque el éxito de Trump viene justamente de ahí.
Teniendo en cuenta este principio de incertidumbre, la hegemonía multipolar del sistema actual, el proceso de interdependencia creciente, la dudosa voluntad del gigante chino, los límites reales de la UE y su acción exterior para condicionar la gobernanza global y, sobre todo, el poder limitado de EEUU, agravado por previsibles cambios sustanciales en su política, cualquier proceso ordenador sobre cierta base de seguridad, permanencia y durabilidad, pasa por la opción de incrementar los marcos multilaterales estables de cooperación. Solo así podrá garantizarse una institucionalización de las intervenciones y el mantenimiento de un mínimo statu quo global.