En 2011, el índice de aprobación de Dilma Rousseff superaba el 70%: mejor incluso que el de su predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, en el primer año de su mandato. Lula abandonaba el cargo convertido en un ídolo de masas, pero la intransigencia de Dilma frente a la corrupción –dejaba caer a los ministros implicados en escándalos, en vez de protegerlos– le otorgaba una popularidad desligada de la de su predecesor.
Resulta curioso recordar este detalle en 2016, cuando el Partido de los Trabajadores se encuentra enfangado en escándalos de corrupción y el parlamento brasileño intenta destituir a Rousseff. Incluso Lula, tras un intento fallido de blindarse como ministro, se enfrenta a un proceso judicial en el marco de una trama de corrupción gubernamental. En una entrevista reciente con Glenn Greenwald, el ex presidente se muestra elocuente pero incapaz de garantizar la viabilidad de su planeado retorno a la política.
El acorralamiento del PT forma parte de un fenómeno común al conjunto de América Latina. La victoria de Keiko Fujimori en la primera ronda de las elecciones presidenciales de Perú, el retorno de la derecha a Argentina y los pasos en falso de Evo Morales en Bolivia y Nicolás Maduro en Venezuela han robado la iniciativa a la izquierda latinoamericana. La derecha, relegada a un segundo plano durante las últimas dos décadas, está recobrando el protagonismo en la región. ¿Cuál es el balance de lo que en su día llamamos la “nueva izquierda” latinoamericana? Aunque sus representantes se mantengan en el poder de forma cada vez más precaria, los logros de los gobiernos progresistas de la región son considerables.
El más evidente es, sin lugar a dudas, el de la lucha contra la pobreza. Entre 1995 y 2010, el número de personas viviendo en extrema pobreza en América Latina descendió del 26% al 13% de la población. Aunque la región continúa liderando la OCDE en desigualdad económica, países como Brasil se han convertido, por primera vez en su historia, en sociedades de clases medias. El mérito de gobiernos como el del PT ha sido su capacidad para combinar programas ambiciosos de inclusión social, una gestión macroeconómica prudente cuando no ortodoxa y fuertes índices de crecimiento. Entre 1995 y 2015 el PIB latinoamericano creció a una media anual del 3,6%: muy superior al 2,4% de la década anterior, dominada por el Consenso de Washington.
A los logros en la lucha contra la pobreza se unen otras conquistas sociales notables. La pasada década ha presenciado avances sin precedentes para los derechos LGBT y la elección de numerosos jefes de Estado de comunidades históricamente marginadas (mujeres, indígenas y minorías étnicas, si bien Fujimori supone un contrapeso conservador a esta tendencia).
El modelo de crecimiento ha sido, paradójicamente, el Talón de Aquiles de muchos gobiernos izquierdistas. El aumento exponencial de la demanda china garantizó el crecimiento durante la última década, especialmente para exportadores de materias primas. En casos como el de Venezuela, la dependencia excesiva del sector petrolífero generó un modelo de desarrollo extremadamente vulnerable a los ciclos de oferta y demanda. Pero la desaceleración de la demanda china golpea con dureza al conjunto de la región. Es el viejo problema de la dependencia, con Pekín ocupando el lugar que en el pasado ocuparon Washington o Madrid.
En frentes como la gobernabilidad y la transparencia, los logros de la izquierda latinoamericana dejan que desear. El progreso en la violencia relacionada con el narcotráfico es insuficiente. Los intentos de desarrollar alternativas progresistas, con Uruguay a la cabeza, son aún tímidos (si acaso, la apuesta por la legalización gana inercia en Norteamérica en vez de Sudamérica). Lo mismo puede decirse de la corrupción, cuya prevalencia ha erosionado la legitimidad de múltiples gobiernos progresistas. Pero no parece un problema que la derecha latinoamericana esté en condiciones de resolver, a juzgar por los escándalos que lastran a Mauricio Macri en Argentina y a Eduardo Cunha en Brasil.
La relación entre gobiernos izquierdistas y sus oposiciones ha sido, con frecuencia, extremadamente áspera. Aunque en este apartado las diferencias entre distintos países son considerables, cabe destacar que tanto los políticos conservadores como los medios de comunicación que los aúpan han azuzado la crispación con entusiasmo. A medida que los primeros ascienden al poder, les corresponde asumir los logros sus rivales, en vez de permaneces atrincherados en el discurso del “no”.