Brasil atraviesa por una grave crisis institucional, en un escenario de agravamiento de las crisis económica, de polarización social y política. En este sentido es posible observar un conjunto de múltiples factores, agrupados en tres dimensiones, que llevaron al proceso de impeachment de la presidenta, Dilma Rousseff.
La primera dimensión es la crisis económica, resultado del debilitamiento del modelo de exportación de materias primas, vinculado a la reducción del crecimiento de China, el principal importador de productos brasileños, y la disminución de su valor en el mercado internacional. Asimismo, las desgravaciones fiscales promovidas por el gobierno de Rousseff en su primer mandato provocaron un grave problema en las cuentas del Estado, que no podría sostener esta política a largo plazo: entre 2010 y 2014, la renuncia fiscal aumentó 42,7% a precios corrientes. Esta práctica se tornó insostenible, pero los empresarios entendieron la suspensión de las subvenciones como una traición del gobierno, que según su punto de vista dejaba de apoyar a la industria nacional. El gobierno también subvencionaba las tarifas de energía eléctrica, pero debido a la sequía de 2015, las centrales hidroeléctricas no pudieron mantener su producción y la factura aumentó de manera exorbitada, lo que generó un gran descontento social. Además, los errores de estrategia fiscal se agravaron sobre todo por hecho de que la presidenta no hizo el ajuste necesario antes de las elecciones de 2014, ocultando durante la campaña los problemas a los que se enfrentaba el país.
En cuanto a la dimensión social, la aprobación del gobierno cae desde las manifestaciones de junio de 2013. Según datos de Datafolha, en marzo de 2012 la desaprobación era del 7%, porcentaje que se mantuvo en marzo de 2013; después de las manifestaciones subió al 25%, osciló entre 20 y 26% hasta inicios del 2015, cuando empezó a subir otra vez, alcanzando 69% en marzo de 2016 y llegando a 63% en abril de este año. Las causas del descontento con la presidenta derivan de la creciente insatisfacción con los servicios públicos y empeoran con la adopción del ajuste fiscal después de las elecciones. Junto con estos factores, el sentimiento de desafección político ha venido creciendo, como es posible observar en los índices de confianza en las instituciones. De acuerdo con datos del Latinobarómetro, la desconfianza (poca o ninguna confianza) en relación a los partidos políticos en Brasil oscila entre el 80 y el 86%, entre 1995 y 2015. En el mismo sentido la desconfianza en el gobierno y en el Congreso ha alcanzado los niveles más elevados de la serie histórica en el 2015 (80% y 77%, respectivamente). Lo que se observa es que la percepción de desconfianza generalizada en las instituciones políticas parece agravada al ser instrumentalizada por el discurso anti-corrupción, capitaneado por grupos de derechas, en un intento de despolitizar el debate y enfocar la rabia y decepción de los electores contra el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT). Este moralismo surgiría como una cortina de humo para conquistar partes significativas del electorado descontentas con las instituciones políticas, con el PT y con el gobierno, y por detrás de todo ello estarían los intereses de los grupos políticos, económicos y mediáticos más importantes del país. Estos grupos, que nunca han aceptado la ascensión del PT y toleraban su proyecto mientras se beneficiaban de la coyuntura económica favorable, revelaron su verdadera cara cuando las condiciones empeoraron a través de una agresiva campaña mediática.
En cuanto a la crisis política, se dan una serie de factores relacionados. Por un lado tenemos la mayor fragmentación partidista en la historia del Congreso Nacional: el número efectivo de partidos en la cámara llegó a 13 y existen 28 partidos con representantes. Por otro, la oposición jamás aceptó el resultado electoral y desde octubre de 2014 intenta deslegitimar o destituir al gobierno democráticamente electo, comportándose como un actor de veto e imposibilitando el avance de la agenda gubernamental. A ello hay que añadir un gobierno sin capacidad para asegurar la fidelidad de su base de apoyo: la coalición de diputados que debería apoyar al Ejecutivo demostró su fragilidad numerosas veces hasta que se fracturó. La falta de habilidad del gobierno, aliada a los intereses contrarios del actual presidente de la cámara y de la oposición, han creado el escenario propicio para el impeachment, cuya legitimidad es cuestionable, una vez que constitucionalmente es un procedimiento que castiga con la destitución solo a aquel mandatario que practique un crimen de responsabilidad, que no es el caso de Rousseff.
A diferencia del impeachment de Fernando Collor de Mello, Rousseff tiene el apoyo de parte de los partidos de izquierda, de los movimientos sociales y parte significativa de la ciudadanía, y no hay ninguna acusación consistente en su contra. Lo único que ha sido posible imputarle son acusaciones de las llamadas pedaladas fiscales (retraso en el ingreso de dinero por parte del Tesoro Nacional a los bancos públicos). Sin embargo, esta maniobra ha sido realizada sin castigo por todos los presidentes de Brasil desde la redemocratización y solamente el año de 2015, de los 27 estados del país, 16 gobernadores utilizaron esta práctica. Es importante además puntualizar que el presidencialismo no contempla ningún mecanismo para destituir a un presidente que no cuenta con apoyo parlamentario o popular.
Lo que se observa en el escenario brasileño actual es la ausencia de un proyecto de país que atraviese todo el espectro político. Brasil se encuentra sumido en una situación donde oposición y gobierno están más preocupados de acusarse mutuamente que de encontrar una salida para los problemas del país. El escenario futuro es incierto, cubierto por una espesa neblina donde más allá del clamor por el fin de la corrupción esgrimido por grandes sectores de clase media, no existe ninguna pauta propositiva concreta. Por otro lado, parte significativa de los diputados que votaron en favor del proseguir con el proceso de impeachment son acusados de corrupción, el mal que sostienen querer erradicar.
De hecho, con independencia del desenlace del proceso, cualquier gobierno tendrá en los próximos años serios problemas para garantizar una mínima gobernabilidad. En el improbable caso de que el proceso sea rechazado o por el Senado o por el Tribunal Supremo y Rousseff permanezca, tendrá que reconstruir su base de apoyo con más de dos tercios del Parlamento en contra. Tampoco el escenario más plausible parece presentar mejores condiciones de gobernabilidad, ya que consumándose el impeachment, el vicepresidente, Michel Temer, tendría que construir una coalición de gobierno consistente, con la dificultad añadida de que los grandes partidos ya tienen la mira puesta en las elecciones presidenciales de 2018.