“Los nadies: los hijos de nadie.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Los nadies (…) que cuestan menos que la bala que los mata”.
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos (1989)
El 28 de junio de 2021, un sicario del narcotráfico mató en su casa a Mario López Huanca, líder de 34 años de la comunidad asháninka del Alto Shirarine, guardiana de la reserva comunal El Sira, en la zona centro-oriental de Perú, en cuyo entorno viven 69 comunidades amazónicas: shipibo-konibos, yaneshas y kukama kukamiria entre ellas. Sus hermanas encontraron a López Huanca agonizando con un tiro en la cabeza. Obstaculizaba el negocio de los narcos, por eso lo querían muerto. A veces la peor desgracia para las comunidades indígenas es tener petróleo, minerales o tierras fértiles. Desde que comenzó la pandemia, las mafias del narcotráfico y la tala ilegal han acelerado la invasión de sus territorios, donde queman los bosques para construir pistas de aterrizaje, plantar arbustos de coca y montar pozas de maceración de pasta básica de cocaína, cuyos precursores químicos –keroseno, acetona…– terminan contaminando ríos, lagos y arroyos.
Según Naciones Unidas, en el país andino los cultivos ilegales de coca pasaron de 72.000 a 88.000 hectáreas entre 2019 y 2020, en parte porque la pandemia paralizó las operaciones policiales de erradicación. En 2020, la relación entre la cantidad del alcaloide que se puede extraer de una hectárea de coca llegó a su punto histórico más alto. En las regiones amazónicas peruanas, que cubren un área similar a la de la península Ibérica, unos 20 clanes controlan el negocio de la droga y la tala ilegal.
Cuando llegan los madereros, los animales huyen por el rugido de las motosierras, dejando a las tribus sin nada que cazar en el monte. Según la Defensoría del Pueblo de Perú, desde abril de 2020 han sido asesinados 10 líderes indígenas por narcos y taladores, unos crímenes que casi siempre quedan impunes. Los troncos arrastrados por el suelo vuelven la tierra inservible para sembrar.
Más de 600 comunidades indígenas, la mitad de las que existen, no tienen títulos legales de sus tierras porque el proceso suele ser complejo, caro y lento. Ante los peligros, muchas familias optan por abandonar sus poblados y caseríos. En Lima, tan lejos de la selva, a nadie parece importarle nada todo ello, al menos hasta ahora. Un árbol selvático grande produce unos tres metros cúbicos de madera de calidad exportable. En un aserradero peruano se paga 1.700 dólares por un metro cúbico de caoba. En Estados Unidos, tres veces más.
«Más de 600 comunidades indígenas, la mitad de las que existen, no tienen títulos legales de sus tierras porque el proceso suele ser complejo, caro y lento»
En Brasil, datos oficiales preliminares estiman que en el primer semestre del año, la deforestación aumentó un 17%. Según un reciente estudio de científicos británicos y brasileños, la sequía que provocó el fenómeno de El Niño en 2015-16 hizo desaparecer 2.500 millones de árboles del bioma amazónico, liberando a la atmósfera 500 millones de toneladas de gases de carbono. En comparación, el US Forest Service calcula que desde 2010 se han perdido en California unos 129 millones de árboles por los incendios forestales.
Partes de la Amazonía ya están emitiendo más carbono del que extraen de la atmósfera. Sus bosques tienen un papel clave en los ciclos pluviales hemisféricos. La humedad que desprenden son responsables de hasta el 35% de las lluvias. Erika Berenger, investigadora brasileña de las universidades de Oxford y Lancaster, advierte de que sequías más frecuentes e intensas generarán un círculo vicioso de pérdidas de flora y fauna que acelerarán la sabanización de la Amazonía.
Oportunidades peruanas
En su toma de posesión, el presidente peruano, Pedro Castillo, reivindicó a los pueblos originarios y recordó que en la Amazonía muchos de ellos prefieren aislarse antes que sufrir regímenes de servidumbre y violencia. Anteriores gobiernos sostenían que en la zona no existían siquiera comunidades indígenas, sino solo grupos de población de baja densidad demográfica.
Perú alberga 87 de los 104 microclimas existentes, lo que explica su excepcional biodiversidad. Después de Brasil, Perú tiene la mayor área boscosa de la región. Pero los antecedentes no son alentadores. Ocho millones de hectáreas han sido concesionadas para diversas industrias extractivas.
Durante la fiebre del caucho (1872-1912), Roger Casement, cónsul general británico, calculó que unos 30.000 indígenas murieron a manos de los caucheros. Cuando el caucho se acabó, siguió la madera. Los materiales a depredar cambian, el sistema permanece. Castillo ha prometido nuevas reglas para los proyectos extractivos, con mayor participación de las comunidades nativas y medidas contra el cambio climático y la contaminación, a la que están muy expuestas las comunidades amazónicas.
«Castillo ha prometido nuevas reglas para los proyectos extractivos, con mayor participación de las comunidades nativas y medidas contra el cambio climático y la contaminación»
El ministerio peruano de Energía y Minas estima que el país tiene 3.231 pasivos ambientales generados por los hidrocarburos. De ellos, 152 son de alto riesgo, casi todos en regiones amazónicas como las cuencas del Pastaza y el Marañón. Entre 2012 y 2018, 61 derrames de petróleo vertieron al menos cuatro millones de litros de crudo. Pero algo se está avanzando.
El pasado 22 de julio, el gobierno de Lima creó la reserva indígena Kakataibo Norte y Sur con una superficie de 148.996 hectáreas, que tendrá un sistema de vigilancia con patrullajes fluviales, terrestres y aéreos. La reserva se sumará a otras seis en las regiones de Madre de Dios, Cusco, Huánuco, Loreto y Ucayali, que en su conjunto cubren 3.967.341 hectáreas de la Amazonía peruana.
Maestros de la supervivencia
Durante la guerra interna (1980-2001), Sendero Luminoso levantó campamentos de trabajo forzoso donde tuvo cautivos a cientos de asháninkas. Más de 30 comunidades desaparecieron, unos 10.000 indígenas fueron desplazados, 5.000 secuestrados y 6.000 asesinados, cerca del 10% del total de muertes registradas en el conflicto, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Cuando son atacados, los asháninkas tienen la reputación de ser los guerreros más fieros de los pueblos amazónicos. En sus comunidades, ni la tierra ni los sitios de caza o pesca tienen dueño. Ayumpari es el término con el que designan una relación de intercambio de dones y objetos, una reciprocidad que hace posible la cohesión social y cultural de miles de familias esparcidas en un territorio inmenso y separadas por días de caminatas o navegación. En la mitología asháninka, kamári es la esencia del mal y los traficantes de cocaína y madera, como los senderistas antes que ellos, son su encarnación más reciente.
En Tree of Rivers (2010), John Hemming recuerda que la expedición de Francisco de Orellana que descubrió el Amazonas en 1541 terminó en desastre porque los conquistadores, invencibles en el Caribe y los Andes, sucumbieron en las selvas amazónicas. Aunque estuvieron viajando a través de los ecosistemas más biodiversos y ricos en alimentos, siete de sus hombres murieron de hambre. Los nativos que les rodeaban, en cambio, se movían ágiles y sanos a través de la espesura circundante. Su supervivencia depende hoy más de su capacidad para evitar al hombre blanco –apach muun en asháninka– y sus enfermedades, motosierras y máquinas perforadoras, que a serpientes y pirañas.
«Entre 2010 y 2019, la década más calurosa desde que se llevan registros, los desastres naturales causaron pérdidas por valor de 2,9 billones de dólares a escala global»
Hemming describe al Amazonas como un gigantesco árbol de ríos en el que “los pequeños tallos se unen a las ramas, sus tributarios, que se ensanchan a medida que descienden hacia el tronco central”, una especie de sistema sanguíneo que irriga los mayores pulmones de la Tierra.
Como en muchos otros campos, la previsión –y la prevención– son esenciales. Entre 2010 y 2019, la década más calurosa desde que se llevan registros, los desastres naturales causaron pérdidas por valor de 2,9 billones de dólares a escala global, lo que explica que el Acuerdo de París propusiera transferencias anuales de 100.000 millones de dólares a los países en desarrollo para luchar contra el calentamiento atmosférico. Las inversiones de globales en sostenibilidad alcanzaron los 178.000 millones de dólares en el primer trimestre de 2020, frente a los 38.000 millones del mismo periodo de 2019. El 90% de esa suma provino de Estados Unidos y la Unión Europea, según Morningstar.
Lisa Viscidi, directora de energía y cambio climático de The Inter-American Dialogue, aconseja a los gobiernos latinoamericanos crear marcos legales y regulatorios atractivos para aprovechar las crecientes inversiones climáticas. En 2019, por ejemplo, la California Air Resources Board creó el Tropical Forest Standard, un mecanismo para que compañías del sector energético del Estado compensen sus emisiones pagando a gobiernos de zonas tropicales para que reforesten sus países.