Angela Merkel dejará pronto su cargo, pero no lo parecería echando un vistazo a su agenda. A finales de junio, por ejemplo, Merkel recibió al presidente francés, Emmanuel Macron, en la cancillería; hizo lo mismo con el primer ministro italiano, Mario Draghi; pronunció un discurso ante la Federación de la Industria Alemana, seguido de una reunión con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen; presidió la reunión semanal del Consejo de Ministros; se enfrentó al Parlamento en una versión alemana de las “Preguntas al Primer Ministro” británicas; se reunió con el secretario de Estado de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, y luego tomó el avión a Bruselas para asistir a dos días de una bulliciosa cumbre de la Unión Europea, en la que su idea de última hora de tentar al presidente ruso, Vladímir Putin, con un regreso al diálogo de cumbres entre la UE y Rusia fue rechazada.
Mientras otros miembros de su gobierno se toman un respiro –hay una campaña electoral por delante para muchos de ellos, que comenzará en serio a principios de agosto–, Merkel, exponente de la ética del trabajo protestante (si es que hay una), demuestra su habitual sentido del deber. Y aunque a primera vista parezca que la canciller de los últimos 16 años se limita a hacer lo que siempre ha hecho –resolver cualquier problema inmediato de forma pragmática y sensata–, parece apuntar a lo más alto en su salida: nada menos que dejar un Occidente más o menos reorganizado, con una UE que al menos tenga la oportunidad de convertirse en una fuerza más consecuente en los asuntos mundiales.
Ninguneo
Muchos en Berlín y en otros lugares, incluido este columnista, han criticado a Merkel por su tibia bienvenida a la administración de Joe Biden. ¿Cómo es posible que una transatlántica tan comprometida como Merkel no se alegre más y abrace más abiertamente a un EEUU “de vuelta”? Parte de la respuesta parece ser: porque para volver primero tuvieron que irse. Es probable que también influya el hecho de que la administración de Biden no consultara con sus aliados antes de anunciar la retirada de Afganistán, así como su política de vacunas.
Merkel es conocida por leer los cambios un poco tarde en ocasiones. Cuando cayó el muro de Berlín, al principio era una observadora, una física que había elegido la carrera de ciencias porque los dirigentes comunistas podían insistir en su propia realidad socialista de color de rosa en la mayoría de los ámbitos, pero “no podían suspender las leyes de la gravedad”. Llegó al poder en 2005 después de casi perder las elecciones porque su plataforma original estaba llena de pilares neoliberales, como los impuestos fijos o proporcionales, cuando los votantes ya habían pasado página.
Su cambio de rumbo en materia de energía nuclear fue un caso parecido. Intentó evitar el fin de la producción de energía atómica en Alemania que su predecesor, Gerhard Schröder, junto con sus socios de coalición, Los Verdes, había diseñado, pero cuando en 2011 se produjo el desastre nuclear de Fukushima en el lejano Japón, Merkel aprovechó la oportunidad para ponerse de nuevo en sintonía con la sociedad alemana (por desgracia, a expensas de la unidad europea), lanzando la “Energiewende” para orientar Alemania hacia la producción de energía limpia. Diez años después y tras mucha lentitud, la Energiewende necesita otro impulso si se quieren alcanzar los objetivos climáticos.
El giro multipolar
En una línea similar, gran parte de las conversaciones sobre el emergente mundo “multipolar” no impresionaron a Merkel durante mucho tiempo. Mientras Washington seguía siendo el principal proveedor de seguridad de Europa, ella y sus gobiernos se sintieron libres para abrir camino a las relaciones económicas especiales con Rusia –deterioradas después de la anexión de Crimea en 2014, a pesar de lo cual el controvertido y desacertado proyecto del gasoducto Nord Stream 2 se mantuvo– y, en particular, con China, de nuevo a expensas de la unidad europea. Pensar en los polos, en las dinámicas geoestratégicas y geoeconómicas, y en el peligro de crear dependencias peligrosas, se dejó para más adelante.
Sin embargo, tras cuatro años de presidencia de Donald Trump y los acuciantes temores de la élite alemana sobre si EEUU logrará resolver lo que algunos describen como “inmensos problemas” internos, Merkel parece haber tomado finalmente la decisión de que es necesario un cambio. Como mínimo, Europa y Alemania necesitan tener un “plan B” en caso de que los estadounidenses vuelvan a elegir a Trump o a una figura trumpista dentro de tres años, lo que podría acabar definitivamente con siete décadas de política exterior estadounidense. Esto significa un Occidente que en el futuro se basará más en los intereses compartidos, más que en los valores, y una Europa que cooperará estrechamente o incluso se alineará con Washington siempre que tenga sentido hacerlo, al tiempo que amplía el margen de lo que la UE puede hacer por su cuenta si es necesario.
Merkel parece apuntar ahora con firmeza a la creación de la autonomía estratégica europea: otra victoria silenciosa para Macron, quien, al final del largo mandato de la canciller, puede sentirse satisfecho de que la gran estadista de Europa, después de bloquearle durante años, se mueva ahora con firmeza en su dirección, y a toda velocidad.
No hay victorias rápidas
Debido a la irritabilidad de la China de Xi Jinping y confiando simplemente en su capacidad de persuasión con Rusia, Merkel ha fracasado hasta ahora. El Acuerdo Integral de Inversión (CAI, por sus siglas en inglés) entre la UE y China, que la canciller alemana impulsó a finales del año pasado en contra de los deseos de la administración entrante de Biden, está congelado después de que Pekín sancionara a los miembros del Parlamento Europeo, el mismo órgano necesario para ratificar el acuerdo. Y su movimiento de última hora sobre Rusia fue bloqueado por bálticos y holandeses en particular, que no solo se sintieron pasados por alto (y con mucha razón), sino que también vieron la oferta de conversaciones al más alto nivel como una recompensa a Putin por su reciente mal comportamiento, insistiendo en acordar solo una lista reforzada de contramedidas que la UE tomará contra Rusia.
Sin embargo, Merkel no se arrepiente. La cumbre de la UE supuso “un primer paso importante”, insistió el 28 de junio, ya que Bruselas estudiará ahora posibles formatos para un diálogo UE-Rusia. “No serán conversaciones de amistad: no son una señal de que nuestra relación sea buena”. Más bien, insinuó la canciller, se trata de preparar a la UE para discutir, y posiblemente dar forma, a las relaciones con los otros “polos” de los asuntos mundiales, incluida Rusia.
A mediados de julio, Merkel tiene previsto colocar otra de las piezas del rompecabezas de un Occidente reajustado. Con su visita a Biden en la Casa Blanca, la canciller tratará de resolver el Nord Stream 2, probablemente aceptando alguna forma de automatismo para dar marcha atrás, vinculando el funcionamiento del gasoducto con el buen comportamiento ruso. (Las dudas sobre la viabilidad técnica persisten.) Hasta ahora, Merkel ha mostrado una notable intransigencia en este asunto, rechazando la amenaza de sanciones estadounidenses como una violación inaceptable de la soberanía de Alemania para fijar su propia política energética.
De cumbre a cumbre
Si se elimina esa molestia, la canciller podrá explorar con Biden cuáles de las numerosas iniciativas transatlánticas establecidas en la reciente cumbre entre la UE y EEUU son las más prometedoras para desarrollarlas con rapidez y fijarlas antes de las próximas elecciones presidenciales en EEUU. Después de eso, Merkel y Macron podrían ir a Pekín (sería la decimotercera visita de la canciller alemana) para reunirse con Xi antes de que Biden, que primero dudó pero que ahora, al parecer, busca una reunión de alto nivel con su homólogo chino, tenga su primera cumbre entre EEUU y China.
Es una tarea difícil, y sin duda implica cierta arrogancia. Pero sería propio de Merkel dejar los pasos más ambiciosos para el final. “El momento en el que uno sale a campo abierto es también un momento de riesgo”, dijo a la promoción de Harvard de 2019, con un toque de sabiduría de galleta de la fortuna, en su discurso de graduación de hace dos años. “Dejar ir lo viejo es parte de un nuevo comienzo”.
Para Merkel, está empezando nada menos que un nuevo orden mundial, y quiere que la UE le dé forma. En lugar de evitar vincular a su sucesor, como algunos han especulado en relación con su tibia respuesta transatlántica, el objetivo de Merkel en sus últimas semanas parece ser casi el contrario: crear la plantilla para un Occidente futuro y para una política exterior europea que resista incluso cambios de gran alcance, especialmente en EEUU.
Versión en inglés en la web del Internationale Politk Quarterly (IPQ).
El artículo está sesgado contra Merkel y escrito con una suficiencia rayana en la pedantería. El legado de Merkel es rico y vigoroso. Con su parsimonia en la toma de decisiones (que el articulista confunde, en mi opinión, con tardanza en advertir cambios de circunstancias o tendencias), termina una y otra vez por encontrar la alternativa estabilizadora y fecunda. Como por ejemplo en su tratamiento de la oleada de refugiados y migrantes que conmovió a Alemania pocos años atrás. El gobierno de Merkel la gestionó con más ética y eficacia que cualquier otro de los europeos y que el estadounidense.
Angela Merckel Gran Mujer Justa y Seria