Estados Unidos se enfrenta a una epidemia de consumo de estupefacientes alarmante. Si en 2015 fallecieron 52.000 estadounidenses por sobredosis, en 2016 la cifra supera los 60.000: más que por accidentes de tráfico o relacionados con armas de fuego. La mayor parte de las muertes, así como la actual tendencia en alza, viene impulsada por el consumo de opiáceos: pastillas, heroína y sustitutos aún más dañinos.
La crisis es tan aguda que Donald Trump intervino el 26 de octubre. Tras un discurso de su esposa Melania Trump sobre la situación, el presidente habló y presentó el problema como una emergencia de salud pública.
Los efectos letales del consumo de opiáceos saltaron a la fama a finales de 2015, cuando un estudio publicado por Anne Case y el premio Nobel de Economía Angus Deaton señalaba un aumento notable en los índices de mortalidad de americanos blancos de edad media y nivel educativo medio-bajo. Este fenómeno contradecía la tendencia entre minorías étnicas, cuya mortalidad lleva años en descenso, pero también el de otros ciudadanos blancos en países de la OCDE. Los economistas atribuían el ascenso, entre otras cosas, al creciente abuso de opiáceos entre este grupo demográfico. Los autores comparaban el impacto de esta catástrofe con la que en su día tuvo el sida, responsable de 650.000 muertes entre 1981 y 2015.
En realidad, el problema llevaba décadas gestándose. En la década de los noventa aumentó exponencialmente la prescripción de opiáceos para estadounidenses afectados por dolores crónicos, que podrían llegar a representar casi un tercio de la población. Pero estos medicamentos generan adicción, y su uso continuo tolerancia. La sobremedicación, que puede causar trastornos respiratorios, es peligrosa.
Ante esta dinámica, el gobierno comenzó a regular el consumo de opiáceos. Pero esta medida coincidió con un cambio drástico en los precios de la heroína, que entre 1987 y 2007 ha experimentado un desplome del 90% (motivado, entre otras cosas, por la intervención de EEUU en Afganistán). La heroína se convirtió así en un sustituto para drogodependientes sin acceso a pastillas. Recientemente, esta droga ha empezado a mezclarse con fentanilo, cincuenta veces más potente que la morfina y enormemente perjudicial (en las 24 mayores ciudades del país, las muertes por sobredosis de fentanilo se han disparado un 600% entre 2014 y 2016).
No es la primera vez que una epidemia de abuso de drogas amenaza a EEUU. En los años sesenta y setenta la heroína causó estragos en el país, al igual que el crack en la década de los ochenta. Pero los afectados en ambos casos eran afroamericanos pobres, en núcleos urbanos deprimidos. La epidemia actual afecta a americanos blancos, a menudo de clase media, en áreas predominantemente rurales. Estados aparentemente prósperos como New Hampshire y Maine están sufriendo sus estragos.
La epidemia tiene un componente racial pero también racista. Como señala Germán López en Vox, los estadounidenses blancos tienen más posibilidades de volverse adictos a los opiáceos porque los médicos son más proclives a recetárselos a ellos que a pacientes negros o hispanos (operando bajo el prejuicio de que los dos últimos grupos son más proclives a abusar de ellos o a venderlos ilegalmente).
La reacción ante la situación también muestra un sesgo racista. Durante los sesenta, setenta y ochenta, cuando los principales afectados eran afroamericanos, la respuesta de las autoridades estadounidenses pasó por criminalizar el problema, declarando guerras contra las drogas y aplicando políticas de mano dura que han llevado a la comunidad negra a sufrir índices de encarcelación desproporcionados. El temor a hombres negros bajo el efecto de drogas es un espantajo recurrente en el inconsciente colectivo de la América blanca: en 1914, por ejemplo, la causa de pánico era la supuesta aparición, en el sur del país, de consumidores de cocaína enloquecidos por sus efectos.
Este enfoque racista ha terminado por pasar factura al conjunto de la población. En la actualidad son los afectados por la crisis de los opiáceos quienes se encuentran con un país en el que la infraestructura médica para atenderles es profundamente deficitaria.
En vez de tratarse como un crimen o una patología, la epidemia actual se aborda desde un enfoque más humano. Según la empresa demoscópica Pew Research, un 67% del país opina que la respuesta pasa por proporcionar mayor asistencia médica, frente a un 26% que defiende la encarcelación. Un número creciente de estados está descriminalizando la tenencia de naxolona, una droga que sirve para revertir los efectos de sobredosis de heroína. La actual epidemia también ha coincidido con una tendencia nacional hacia la legalización de la marihuana, que se puede usar con fines médicos como sustituto de opiáceos.
Han sido los gobiernos locales quienes han liderado este tipo de iniciativas. El federal, por lo general, ha actuado con retraso. La declaración de Trump ni siquiera satisfizo a una parte considerable de su público, que esperaba que mantuviese su promesa de decretar una emergencia nacional, ampliando los recursos del gobierno para atajar la crisis. Uno de los gestos del presidente, consistente en incluir clínicas de salud mental bajo el mandato de Medicaid (cobertura sanitaria pública para estadounidenses empobrecidos), coincide con las exigencias de muchos especialistas en salud pública. Pero Trump no ha pedido al Congreso un aumento en la financiación del gobierno federal para paliar la crisis, que podría costar miles de millones de dólares.
El enfoque personal del presidente tampoco parece ser especialmente útil. Trump con frecuencia recurre al ejemplo de su difunto hermano Fred Trump, cuya lucha contra el alcoholismo le inspiró para practicar un abstencionismo férreo. Pero el “di no a las drogas” puede quedarse corto para atajar una crisis como la actual. Trump sin embargo ha anunciado que su administración prepara anuncios antidrogas “realmente duros, realmente grandes, realmente buenos”. En otras ocasiones también ha enlazado la epidemia de opiáceos con sus políticas de mano dura contra México (el muro como supuesta panacea a la entrada de drogas en EEUU) y China (de donde proviene gran parte del fentanilo que se consume en el país).
Como señala el Harvard Business Review, no se trata de un caso sin precedentes. En la Unión Soviética, un grupo demográfico similar (rusos de edad media y bajo nivel educativo) experimentó, a partir de los años sesenta, mayores índices de mortalidad. La causa en este caso era el incremento del alcoholismo. Las campañas contra el consumo de alcohol en los ochenta mejoraron la situación, pero la caída de la URSS generó una crisis humanitaria sin precedentes. El alcoholismo se disparó y, con él, los índices de mortalidad.
En el caso ruso intervino, como documentan David Stuckler y Sanjay Basu, la aplicación de duras políticas de austeridad, que agravaron la situación exponencialmente. El vínculo entre economía y abuso de drogas en EEUU no parece tan nítido, pero posiblemente exista, con la erosión de la clase media y la caída de expectativas poniendo a cada vez más estadounidenses en una posición de vulnerabilidad. “Aunque la epidemia de dolor, suicidio y abuso de drogas precedió a la crisis financiera, los vínculos con la inseguridad económica son posibles”, advertía en 2015 el estudio de Case y Deaton.