Día a día se confirma que Hillary Clinton ganó el voto electoral el 8 de noviembre. Según el recuento provisional, Clinton ya aventajaría en un millón y medio de votos al candidato del Partido Republicano. Sin embargo, el 20 de enero Donald Trump será el nuevo presidente de Estados Unidos gracias a su considerable mayoría del colegio electoral. Hasta la misma noche de las elecciones confiaban los demócratas en la victoria, aunque fuera por una pequeña minoría, y el mismo Trump no ocultó su sorpresa. Ha sucedido lo impensable. Es la quinta vez en la historia de EEUU que esto sucede: la última fue en 2000, cuando Al Gore superó a George W. Bush en voto popular. Por esta razón el sistema de elección indirecta del presidente, por los 538 miembros del colegio electoral, ha sido muy criticado. Los padres de la Constitución idearon el sistema del colegio electoral para evitar el “tumulto” demagógico, la influencia de intereses extranjeros o locales y el equilibrio entre los estados del norte y del sur. Si la elección directa supone un único marco nacional, el sistema indirecto del colegio electoral tiene la ventaja democrática de llevar la campaña al corazón mismo de los miles de distritos electorales del país.
La extrema polarización de EEUU ha cristalizado en un nuevo modelo. No es solo que el Partido Demócrata haya perdido a la masa de votantes del mundo laboral, ni que la “cesta de deplorables” que ha votado a Trump estuviera compuesta solo por trabajadores blancos, mayores y sin estudios superiores; también votaron a Trump un buen número de blancos con estudios superiores. La enorme mayoría que Clinton supo ganar en las grandes ciudades de los corredores urbanos de las costas este y oeste, los blancos con estudios superiores y las minorías negras, hispanas y asiáticas, se ha visto superada por la inmensa franja de blancos que han votado a Trump, especialmente los mayores de 45 años, del mundo rural y de la multitud de ciudades pequeñas y medianas que cubren todo el Medio Oeste, desde las Rocosas hasta los Apalaches. Hillary no logró despertar el mismo entusiasmo que Barack Obama entre la juventud y, curiosamente, la idea de la primera mujer que alcanzara la presidencia no tuvo mayor efecto.
Si en años anteriores ese Medio Oeste se pronunciaba en favor de los “valores” –aunque fueran en contra de sus intereses económicos– o de las ambiguas metas del “partido del té”, su voto en 2016 ha sido simplemente un grito de rabia por la prolongada crisis laboral y la disminución de los ingresos de las clases medias, así como una furiosa denuncia de la impotencia, e incluso culpabilidad, del establishment político.
Sin comprender cabalmente todo lo que Trump propugna, se han atrevido a condenar en grueso el “idealismo” de los “liberales” y, de manera general, todo el credo demócrata de progresismo social cueste lo que cueste. Lo que quieren es sencillamente que el país vuelva al mundo feliz de los años sesenta, el mundo que conocieron cuando eran niños y jóvenes, y cuando el “sueño americano” parecía estar trocándose en realidad. Han votado a Trump con la esperanza de que este energúmeno sepa dar al traste con todo lo que ha sucedido en estos años de parálisis política y restaure ese sueño tan poco específico.
Ahora la nación espera ansiosa el resultado de la enormidad que supone un presidente que carece de experiencia política de ninguna clase y cuya campaña se caracterizó por una mendacidad sin precedentes, que los medios de comunicación no lograron denunciar, y por unas propuestas xenófobas, nacionalistas, proteccionistas y reaccionarias, en el interior, y abiertamente contrarias a todo lo que en el orden exterior ha logrado EEUU desde la posguerra: las alianzas políticas y militares en el mundo entero, controlar el peligro nuclear, la liberalización comercial, la protección del medio ambiente, los derechos humanos y, en general, el respeto y fortalecimiento del Derecho Internacional.
La victoria de Trump, hay que reconocerlo, es una victoria de la democracia. El pueblo ha sabido elegir a quien más representaba sus pasiones, aunque haya sido una elección irracional y aunque el país esté horriblemente dividido en dos mitades iguales y heterogéneas. Ahora veremos si el sistema democrático podrá filtrar esas pasiones y recomponer la realidad. Solo instituciones fuertes podrán lograrlo. En efecto, si el nuevo presidente tendrá en sus manos un enorme poder para llevar a cabo sus demenciales propósitos, especialmente en lo que concierne a las órdenes ejecutivas de su predecesor, necesitará el concurso del Congreso respecto a la legislación y la confirmación de sus nombramientos. El Partido Republicano ha ganado la mayoría en ambas cámaras, pero no está tan internamente unido como para seguir en todo la pauta de un presidente que alardea de su independencia, y la minoría demócrata tendrá aún una considerable influencia. Y, por último, Trump se topará con la judicatura, a donde irá a parar gran parte de lo que se propone.
Y, ¿quién sabe? La presidencia de Clinton habría sido una repetición del obstruccionismo republicano sufrido por la administración de Obama. La presidencia de Trump puede acabar en un verdadero desastre que devuelva cordura a la nación, pero a lo mejor un presidente republicano puede meter en cintura a sus recalcitrantes seguidores, igual que solo un presidente republicano, Richard Nixon, pudo normalizar las relaciones con la China comunista.