En su reunión de primavera, el Comité Financiero y Monetario Internacional del Fondo Monetario Internacional y el Comité para el Desarrollo del Banco Mundial se reúnen para discutir y coordinar su trabajo durante el resto del año. La cita, que tendrá lugar entre el 17 y el 19 de abril en Washington, se presenta un tanto delicada. Ambas instituciones llegan a la reunión con perspectivas diferentes, pero con la necesidad de justificar sus funciones más que nunca.
Durante los últimos meses, el FMI ha consolidado la imagen de un 2015 que no depara demasiadas alegrías. En una entrevista con El País, Christine Lagarde, la flamante directora del Fondo, asegura que es hora de adaptarse a la “nueva mediocridad” en términos de crecimiento económico. Atrás quedan las cifras de crecimiento de la segunda mitad del siglo XX, espectaculares tanto en muchos países emergentes como en lo que entonces se llamaba el Primer Mundo. Incluso en los países que experimentan crecimiento no se están “creando los puestos de trabajo necesarios,” sostiene Lagarde.
Indudablemente el panorama internacional no es el mismo que hace diez años; ni incluso el de 2008, cuando Occidente estaba fuera de juego por los efectos de la crisis pero los BRICS generaban crecimiento y demanda global. Las proyecciones de crecimiento en América Latina son tan anémicas como en Europa, en gran parte como resultado del pinchazo de Brasil y la recesión en Venezuela. La economía rusa, por su parte, ha entrado en crisis tras un 2014 convulso.
La posición del BM es más optimista que la del FMI. El 7 de abril, su presidente, Jim Yong Kim, anunció un ambicioso plan para eliminar la pobreza de aquí a 2030. Kim señala que la pobreza se ha reducido drásticamente en las últimas décadas. Lo que no queda claro es si alcanzar su objetivo en 2030, mediante el desarrollo de sus tres pilares básicos –crecimiento económico, inversiones en capital humano y creación de sistemas de protección social a nivel global– será posible en el contexto de crecimiento mediocre que vaticina el FMI.
No es la primera vez que estas dos instituciones, creadas en Bretton Woods, están en desacuerdo sobre si el vaso está medio vacío o medio lleno. Durante la crisis asiática de 1997, el BM, de la mano de Joseph Stiglitz, se mostró abiertamente crítico con las políticas de austeridad que estaba aplicando el FMI en la región. En este caso las diferencias no parecen insalvables. Además, ambas instituciones se ven en la necesidad de subrayar su importancia frente a la creación de instituciones multilaterales que podrían sobrepasarlas en el medio plazo, como el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura (AIIB).
La creación del AIIB pone de manifiesto dos realidades incómodas para el BM y el FMI. La primera es que China ha adquirido en las últimas décadas un inmenso peso económico. La reducción global de pobreza a la que se refiere Kim es en gran medida un resultado de los inmensos avances de Pekín, cuyo despegue económico ha levantado a cientos de millones de chinos de la pobreza. La cuestión es que China ha cosechado estos logros ignorando las prescripciones de ambas instituciones.
En segundo lugar, la creación del AIIB pone de manifiesto la necesidad de reformar las instituciones de gobernanza económica mundial en general, y el FMI y el BM en particular. En ambas instituciones, los países desarrollados continúan ejerciendo una influencia que no está justificada por su peso económico y demográfico.
No parece que el crecimiento económico de China sea flor de un día (o, en este caso, de tres décadas). Un reciente informe publicado por Josiah Tsui y Kevin Rudd, ex primer ministro australiano, calcula que durante la siguiente década el país mantendrá una tasa de crecimiento anual del 6%: lejos de los dobles dígitos, pero suficiente como para continuar siendo un importante motor de crecimiento. En el mejor de los casos, esta dinámica servirá como aliciente para reformar el BM y el FMI.