En junio de 2017, mientras gran parte de la atención estaba centrada en la incertidumbre que generaban las primeras decisiones del nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tuvo lugar una discusión más discreta sobre la vida de Barack Obama. El País publicó un artículo titulado “Un expresidente (no) tan excepcional”, donde se reprochaba al expresidente dos cuestiones: haber aceptado pasar sus vacaciones en islas privadas con multimillonarios como Richard Branson, así como impartir una conferencia sobre sanidad, pagada por fondos de inversión. Algunos analistas respaldaban las acciones de Obama, argumentando que, como un ciudadano más, era libre de actuar como quisiera. Otros, por el contrario, ponían el énfasis en que, dado el prestigio y la responsabilidad que implica el haber ocupado el cargo de jefe de Estado, tiene que considerar las consecuencias que pueden derivar sus actos. Estos reclamos cobran sentido en un contexto en el que el mensaje dirigido al Partido Demócrata era claro: la imagen del partido estaba desprestigiada y el rechazo hacia Hillary Clinton se alimentaba, en gran medida, por su cercanía con Wall Street, así como por sus aparentes vínculos con grupos de interés que involucran a políticos, empresarios y banqueros, con los cuales Obama parecía relacionarse de manera tan natural en su pospresidencia.
La discusión dejó en evidencia la ausencia de debate público acerca de las trayectorias de los expresidentes. Asimismo, fue un reflejo de la poca claridad respecto de cuál debe de ser el papel de un individuo que ocupó el cargo de jefe de Estado en un sistema político democrático, así como de los límites entre lo público y lo privado. ¿Hasta qué punto alguien que ha ocupado el cargo de jefe de Estado puede actuar sin ningún tipo de rendición de cuentas político y social? ¿En qué medida la trayectoria de un expresidente forma parte y puede ser producto de su trayectoria previa?
No se trata de una cuestión exclusiva del caso estadounidense. Cada vez hay más jefes de Estado que se enfrentan, como señala Lisa Anderson, a la cuestión de abandonar el cargo y decidir en qué van a ocuparse a partir de ese momento. Según una base de datos elaborada por el académico norteamericano Guy Grossman, excluidos los jefes de Estado que no han sido electos, quienes han sido depuestos por acciones militares o aquellos que han fallecido en funciones, a nivel mundial, desde las transiciones a la democracia a finales de los años setenta, aproximadamente 700 individuos se han enfrentado en la cúspide de su carrera política a esta decisión. Se trata de una cuestión que cobrará mayor relevancia tanto por la creciente cantidad de países que llevan a cabo procesos electorales, como por el aumento de la esperanza de vida. Dicho de otro modo, al igual que Obama, cada vez más líderes estarán obligados a iniciar su vida pospresidencial con un largo camino por delante.
Esta cuestión se da también en países con sistemas políticos parlamentarios. En España, Felipe González popularizó la frase acuñada por Iñaki Anasagasti, relativa a que los expresidentes españoles son como “jarrones chinos”; un objeto aparentemente valioso, que nadie sabe dónde colocar. En Polonia, la sombra del ex primer ministro Jarosław Kaczynski ha estado presente desde que dejó el cargo en 2008, dado el control de facto que ejerce sobre los primeros ministros que le sucedieron. En Alemania, la visita del primer ministro húngaro, Víktor Orbán, al excanciller Helmut Kohl, mandó un mensaje a la actual canciller Angela Merkel, debido a la profunda polarización que vive el país respecto a la cuestión migratoria. En Reino Unido, Tony Blair sigue teniendo presencia en la vida pública y generando polémica, desde la cuestionada invasión a Irak, hasta su papel en el Brexit o en los consejos de administración de grandes empresas.
El papel de los expresidentes encierra una tensión señalada por la literatura sobre ambición en la carrera política, que pone de relieve la importancia de estudiar la carrera pospresidencial. La necesidad de una sucesión libre de personalismos en un régimen democrático, en un entorno en el cual políticos profesionales, en palabras de Barbara Geddes, buscan siempre ‘‘continuar en política’’, sugiere algunas contradicciones. A ello se suma la legítima sospecha de que los límites entre lo público y lo privado son cada vez más difusos, así como la frágil institucionalización de democracias como las latinoamericanas, en las que históricamente el presidente ha ocupado un papel clave.
Presidencialismo latinoamericano
En este sentido, en América Latina figuras como la de los expresidentes mexicanos Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón han revivido la necesidad de discutir su papel una vez fuera del cargo tanto en términos de la necesidad de establecer límites a la rentabilización del capital político y blindar las “puertas giratorias”, como respecto de las condiciones institucionales y financieras que les corresponden por ley. A unos meses de las elecciones presidenciales en México, el candidato opositor y favorito en las encuestas, Andrés Manuel López Obrador, ha dicho en múltiples ocasiones que de llegar a la presidencia quitaría las pensiones para expresidentes. Como respuesta, Fox, quien dirigió la primera alternancia en el ejecutivo a nivel federal y sacó de Los Pinos al Partido Revolucionario Institucional (PRI), ha manifestado públicamente su rechazo, llegando a decir que utilizará todas sus “mañas” para que López Obrador no llegue a la presidencia.
Fox realizó dichas declaraciones acompañado por otros expresidentes latinoamericanos, como Jorge Quiroga, Andrés Pastrana, Miguel Ángel Rodríguez y Laura Chinchilla, en una reunión convocada en representación de la Iniciativa Democrática de España y las Américas –un organismo internacional no gubernamental integrado por 35 exjefes de Estado y de gobierno– con el objetivo de discutir posibles soluciones a la crisis venezolana. Posteriormente, los expresidentes acudieron como observadores al plebiscito convocado por la oposición venezolana e, individualmente, Rodríguez envió una carta al entonces presidente de Costa Rica, Luis Guillermo Solís, como medida de presión; Pastrana se encontró con el líder opositor, Leopoldo López; Quiroga dijo que Venezuela “podría ser la próxima Corea del Norte si el mundo no actúa”, y Chinchilla calificó las elecciones venezolanas como “fraude”, señalando que la Organización de Telecomunicaciones de Iberoamérica (OTI) denunciaría los atropellos contra la libertad de expresión en Venezuela.
Asimismo, históricamente se puede constatar que los expresidentes latinoamericanos han tenido una presencia relevante en la esfera pública, desde Raúl Alfonsín a Carlos Menem, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina; Carlos Mesa y Jorge Quiroga en Bolivia; Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Sila y Dilma Rousseff en Brasil; Ricardo Lagos, Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera en Chile; Oscar Arias, Miguel Ángel Rodríguez y Laura Chinchilla en Costa Rica; Daniel Ortega, Violeta Barrios de Chamorro y Arnoldo Alemán en Nicaragua; Óscar Berger y Álvaro Arzú en Guatemala; Carlos Flores Facussé en Honduras; Rodrigo Borja y Rafael Correa en Ecuador; Salinas, Zedillo, Fox y Calderón en México; Leonel Fernández en República Dominicana; Pastrana y Álvaro Uribe en Colombia o Julio María Sanguinetti, José Mujica y Tabaré Vázquez en Uruguay.
Muchos de ellos han tratado, con o sin éxito, de utilizar la actividad profesional en la cual se desempeñaban como etapa transitoria para regresar a la presidencia. Otros lo han hecho para seguir teniendo influencia en la vida pública desde dentro o fuera de las instituciones. Finalmente, en sentido contrario al que señala la literatura sobre ambición, hay quienes se han alejado de la esfera pública, dedicándose mayoritariamente a actividades privadas. En cualquier caso, la trayectoria de los jefes de Estado una vez que dejan el cargo, siguiendo al latinoamericanista Manuel Alcántara, representa una continuación de su trayectoria previa y, por tanto, un elemento fundamental en términos de transparencia y rendición de cuentas exigible a cualquier sistema político democrático.
Analizar la vida pospresidencial implica establecer diferencias entre los nichos en los cuales se ubican los expresidentes para, posteriormente, buscar variables que ayuden a explicar dicho comportamiento, desde aquellos casos que dejan el cargo y continúan desempeñándose en el sector público; quienes compatibilizan algún cargo con vinculación política nacional, con instituciones supranacionales (desde el Banco Interamericano de Desarrollo y Naciones Unidas, hasta el Club de Madrid y el Círculo de Montevideo); aquellos que abandonan la vida pública y, finalmente, quienes salen de la política para desempeñarse en actividades privadas.
En Latinoamérica, desde las transiciones a la democracia hasta el presente, de los cerca de 120 individuos que han ocupado el cargo de jefe de Estado, aproximadamente el 52% se ha desempeñado en el sector público, 21% en el sector privado y el 26% ha abandonado la vida pública durante su trayectoria pospresidencial. El primer grupo incluye a individuos que han ocupado cargos de elección y/o designación, así como cargos con cierta vinculación política a nivel nacional y supranacional; el segundo, quienes se desempeñan mayoritariamente en empresas, fundaciones y consejos de administración; y el último, exmandatarios que se jubilan y se retiran de la vida pública, por un lado, así como aquellos que lo hacen tras ser inhabilitados, enjuiciados o exiliarse.
De este modo, hay países cuyos exmandatarios se inclinan mayoritariamente hacia el sector privado –México, Chile, Uruguay–, hacia el sector público –Argentina, Guatemala, Brasil, Colombia, Nicaragua–, quienes no se decantan por ningún ámbito específico –República Dominicana, Perú, Bolivia– y, finalmente, quienes tienden al abandono –Venezuela–. Al buscar variables de diversa índole que distingan a los exmandatarios a lo largo de cada dimensión, solo el 16% de quienes llegaron a la presidencia durante el periodo considerado contaban con estudios preuniversitarios (el 48% tenían estudios universitarios y el 36% un nivel superior al universitario). No obstante, al dejar el cargo, el 65% de los que tenían un nivel de estudios superior al universitario se ubicaron en la esfera privada. Por otro lado, si el porcentaje de mujeres que llega a la presidencia es mínimo (el 94% son hombres), de siete que lo han hecho, solo dos se han dedicado al sector privado durante su trayectoria pospresidencial. Asimismo, de un total de 12 expresidentes inhabilitados, solo uno se ha desempeñado en el sector privado. Lo mismo sucede con quienes contaban con más de 70 años al dejar el cargo.
Considerando variables relacionadas como el patrimonio original, el 64% de los expresidentes que contaban con un capital político se desempeñaron en el sector público, a diferencia de quienes contaban con un capital familiar, que lo hicieron mayoritariamente en el privado. En esta misma dirección, de aquellos que llegaron a la presidencia con la profesión de político, ninguno se ubicó en el sector privado durante su trayectoria pospresidencial. En suma, si es posible encontrar determinados rasgos que facilitan el acceso de determinados individuos a la élite política, sucede algo similar con aquellos expresidentes que, tras dejar sus cargos, transitan de la esfera pública a la privada.
Por último, de 77 individuos que contaban con la posibilidad de reelegirse al dejar la presidencia, el 63% se han desempeñado en el sector público al terminar su mandato. Esto parece apuntar a que el sector público ofrece mayores posibilidades para regresar a la presidencia. No obstante, respecto del grupo minoritario de expresidentes que se marcharon al sector privado, el 65% continuó teniendo presencia política sin cargo. En otras palabras, cuando menos en el caso de los expresidentes, salir de la política no es un impedimento para seguir teniendo visibilidad en la esfera pública a través de otros medios.