“América ha vivido grandes cambios en el pasado –guerras y depresiones, la llegada de inmigrantes, trabajadores luchando por un trato más justo, movimientos luchando para expandir los derechos civiles–. Siempre ha habido quienes nos dijeron que temiésemos el futuro, que podíamos pisar el freno al cambio y restaurar la gloria del pasado controlando a algún grupo o idea que amenazaba a América. Y todas esas veces, fuimos capaces de superar esos miedos”. Esta imagen de cambio y optimismo, hilo conductor del último discurso del Estado de la Unión de Barack Obama (pronunciado la noche del 12 de enero), contrasta con el catastrofismo reaccionario que ha caracterizado a su oposición desde el momento en que entró en la Casa Blanca, aquel enero de 2009 en el que su cabeza aún no estaba llena de canas.
La apuesta por el optimismo no era una decisión obvia. Aunque Obama llegó al poder aupado en una ola de esperanza, su presidencia no tardó en estrellarse contra una muralla de crispación y hostilidad, empujada fundamentalmente por el Tea Party. El año pasado se vio ensombrecido por episodios recurrentes de brutalidad policial en comunidades negras y un incesante goteo, convertido ya en hemorragia, de muertes por armas de fuego. A la gravedad de ambos problemas se ha sumado la impotencia que supone el contemplarlos, desde la Casa Blanca, con un margen de maniobra limitado. El 5 de enero, Obama no pudo contener las lágrimas mientras anunciaba una batería de decretos presidenciales para limitar la venta de armas.
En su discurso ante el Congreso y el Senado, el presidente también mencionó brevemente una serie de iniciativas que se han quedado en el tintero, en parte debido a la oposición incondicional de los republicanos que controlan ambas cámaras. Se trata de la reforma del sistema penal y la inmigración, la creación de un sistema público de guarderías, el aumento del sueldo mínimo y el cierre de Guantánamo, promesa frustrada de su presidencia.
A pesar de todo, Obama puede presumir de un historial de logros considerable, en el que destacan su reforma sanitaria, la legalización del matrimonio gay y la recuperación económica tras la crisis de 2008 (a día de hoy, el paro en Estados Unidos ronda el 5% de la población activa). Incluso durante los últimos dos años, lastrado por un Congreso inmovilista, Obama se ha apuntado éxitos internacionales de calado, como las aperturas diplomáticas hacia Irán y Cuba. Aunque oficialmente sea un pato cojo, dispone de margen de maniobra para pulir su legado en los doce meses que le quedan como inquilino de la Casa Blanca.
En cierto sentido, Obama no deja de ser un presidente hipocrático. Sus grandes logros son negativos, determinados por el daño evitado antes que por el bien obtenido. EE UU no se ha sumido en una doble depresión, como ha hecho Europa en su abrazo de las políticas de austeridad. A pesar del fiasco de la intervención militar en Libia, Obama ha evitado debacles comparables a la invasión de Irak. Aunque el balance le engrandece en comparación con sus predecesores inmediatos, resulta menos impresionante puesto en perspectiva histórica. Comparado con un Franklin Delano Roosevelt que se valdría de la crisis de 1929 para lanzar el New Deal y convertirse en el presidente más influyente del siglo XX, los logros de Obama tras la crisis de 2008 son modestos en el mejor de los casos.
De cara a las presidenciales de noviembre, la apropiación simbólica de un futuro esperanzador generará réditos para los demócratas. Con un potente alegato contra la crispación política, la islamofobia y la intolerancia –en clara alusión a Donald Trump– el discurso de Obama contribuyó a reforzar la lealtad hacia el Partido Demócrata de cualquier americano fuera de las bases –blancas, rurales, ancianas y menguantes– del Partido Republicano. En la medida en que la demografía es el destino, Obama ha realizado una apuesta inteligente para seducir a unas generaciones futuras más diversas y más tolerantes: en definitiva, más progresistas.