En septiembre de 2016, por primera vez, se han celebrado dos encuentros al más alto nivel mundial para hablar de la situación de refugiados y migrantes. El primero, el 19 de septiembre en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Y el segundo, al día siguiente, auspiciado por los gobiernos de Canadá, Etiopía, Alemania, Jordania, México, Suecia y Estados Unidos. Este último era una conferencia de donantes a la que acudieron 32 Estados con el objetivo de lograr compromisos mínimos en clave humanitaria para aliviar la situación concreta de los refugiados.
En la escena internacional donde los gestos lo son todo, estas reuniones han significado la incorporación de la movilidad humana a la agenda de prioridades globales. El foco en el reparto de la responsabilidad entre Estados para la protección de los refugiados, al menos, ha servido para poner en perspectiva que el volumen de llegadas masivas a Europa, hito desencadenante de la crisis sistémica, es solo una pequeña parte de los 20 millones de refugiados que hay en el mundo.
Hasta aquí, el balance positivo.
Por lo demás, no cabe sino hablar de fracaso en dos sentidos. El primero, respecto a los resultados. La conclusión de lo sucedido en Nueva York celebra la vaguedad de unos compromisos que, al no haberse podido concretar, se emplazan a 2018. En este periodo se deben definir los mimbres de un sistema de gobernanza de la movilidad a nivel global. Para hacerlo se plantea abordar de forma diferenciada la situación de los solicitantes de asilo de la de los migrantes no forzosos. Como resultado, mientras las propuestas respecto a los refugiados se erigen prioritarias, la gestión de la movilidad no forzosa ha quedado desdibujada.
Con estas conclusiones, difícilmente podrá lograrse una reforma que responda a los desafíos del mundo actual. Es más, este fracaso estaba escrito antes del comienzo de la cumbre. La negociación previa entre Estados y agencias de la organización ha consistido básicamente en una revisión a la baja de la propuesta del secretario general de la ONU.
Basta comparar el informe In safe and dignity: addressing large movements of refugees and migrants del mes de abril y el texto finalmente aprobado de la Declaración de Nueva York para comprender que el compromiso que se requería a los Estados ha sido sustituido por intereses políticos dirigidos por las audiencias domésticas. El auge del populismo excluyente y el discurso de la seguridad frente a la amenaza del terrorismo están contaminando un debate en el que la protección de las fronteras acaba por ser incompatible con la protección de las personas.
Este decepcionante desenlace no solo se basa en lo que se ha dicho sino también en lo que se ha eludido. Y aquí está el segundo fracaso. Ambas reuniones y sus respectivas declaraciones finales insisten en la vigencia de un marco de normas internacionales de protección de refugiados y migrantes, un recordatorio de la existencia de unas obligaciones que deben cumplirse. Sin embargo, no hay ninguna mención a las numerosas prácticas que incumplen y cuestionan las leyes. Gracias a este silencio, los representantes de los Estados cuyas políticas ponen en peligro las vidas de las personas en movimiento han podido tomar la palabra sin sonrojo.
Además, la acción de algunos de los países más desarrollados del mundo está cuestionando el alcance de la protección que debe ofrecerse a los refugiados. Como analiza un reciente informe del Overseas Development Institute, Australia y la Unión Europea, con sus políticas de asilo regresivas basadas en cálculos electorales, se están erigiendo en cuestionables modelos a imitar para países de acogida como Indonesia, Jordania o Kenia.
El caso de la UE ilustra perfectamente las consecuencias del conflicto de intereses que permea todo el debate migratorio. El sistema común de asilo no es más que un marco de mínimos que se ha desbordado cuando los refugiados han empezado a ser visibles en la frontera de la fortaleza Europa.
En el momento en el que Europa se encuentra más debilitada políticamente debe responder a los desafíos que plantean algunos de los Estados miembros en materia de migración, asilo y protección de fronteras. El ejemplo más claro es el referéndum convocado por Hungría para el 2 de octubre, que pretende cuestionar la validez del acuerdo europeo de cuotas para la reubicación y reasentamiento de refugiados. Este órdago lanzado en nombre de la soberanía nacional ha salido victorioso, a tenor de las palabras del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, en el discurso sobre el estado de la Unión el 14 de septiembre: “La solidaridad debe ser voluntaria, debe provenir del corazón, no puede ser forzada”. La UE demuestra su debilidad política al no ser capaz de exigir a uno de sus miembros el cumplimiento de sus obligaciones, así como tampoco el inmediato cese de las violaciones de los derechos de los solicitantes de asilo en su territorio.
Ninguna de las preocupaciones expresadas por los líderes mundiales respecto de la situación de migrantes y refugiados va a suponer un cambio en las vidas de estas personas. Ningún fracaso político resulta más desalentador que este fracaso humano.