¿Qué hacer? Con Crimea bajo control ruso y Vladimir Putin amenazando el este de Ucrania, muchos líderes europeos están rumiando la pregunta de Lenin. La insensatez de una intervención militar es evidente. La negociación entre el secretario de Estado americano John Kerry y su homólogo ruso, Serguei Lavrov, no progresa. Descartadas la guerra y la diplomacia tradicional, las sanciones parecen la única opción.
Laurent Fabius, ministro de Exteriores francés, ha anunciado el 11 de marzo que la primera ronda de sanciones económicas entrará en vigor “esta misma semana” si no se da una “respuesta positiva” por parte de Rusia. Pero aún no está claro en qué consistirán esas sanciones. El repertorio de castigos, en orden ascendente de dureza, incluye: suspender los ejercicios militares con Rusia, denegar el tránsito a oficiales rusos implicados en la crisis de Ucrania, congelar los activos de multimillonarios rusos en el extranjero, no asistir a la reunión del G-8 en Sochi, expulsar a Moscú de este organismo y boicotear las exportaciones de gas ruso.
Los gobiernos occidentales se muestran cada vez más proclives a emplear sanciones. Esta decisión plantea dos cuestiones fundamentales. La primera es si las sanciones son viables; la segunda, si lograrán su propósito en caso de ser aplicadas. En ambos casos, la realidad se muestra poco prometedora.
Sumar voluntades para aplicar sanciones no será fácil. La interdependencia entre las economías europeas y la rusa convierte esta medida punitiva en un arma de doble filo. Un embargo de gas dejaría Alemania sin calefacción. John Boehner ha propuesto suplir la demanda europea con gas natural americano, pero la iniciativa no es realista. Francia pone en riesgo los 1.200 millones de euros de su contrato con la armada rusa. Reino Unido, en su calidad de paraíso fiscal para oligarcas rusos, difícilmente puede permitirse un gesto hostil. Incluso España se vería perjudicada por las sanciones: un millón y medio de turistas rusos acuden cada año al país. La iniciativa viene mal, en palabras del ministro de Exteriores español, José Manuel García-Margallo.
Sin una Europa convencida ni el respaldo de China, Estados Unidos será incapaz de infligir mucho daño económico a Rusia. Y aunque pudiera, la utilidad de las sanciones continúa estando en entredicho. Su supuesto éxito en Irán es, más que una constatación de su eficacia, la excepción que confirma la regla en un largo historial de fracasos. Según Adam Roberts, experto en sanciones económicas, medidas de este tipo generan resultados ambiguos en el mejor de los casos.
Los ejemplos abundan. En Rodesia desempeñaron un papel importante, pero no más que la lucha armada contra el dominio blanco. Las sanciones y el boicot comercial dieron el golpe de gracia al régimen del apartheid en Suráfrica, pero el mérito principal le corresponde a Nelson Mandela y su Congreso Nacional Africano. Que el boicot es un arma peligrosa también lo sabe el gobierno de Israel, cada vez más inquieto ante esta amenaza. Pero el propio bloqueo israelí en Gaza, al igual que el embargo de EE UU a Cuba, ha logrado fortalecer la resistencia de la población. Es lo que Roberts denomina el “efecto Batalla de Inglaterra”, en referencia a los bombardeos de la Luftwaffe que apuntalaron el espíritu de resistencia británico durante la Segunda Guerra mundial.
El de Cuba no es el único fracaso americano en guerras comerciales. Las sanciones no han impedido al régimen norcoreano desarrollar capacidad nuclear. En su estudio de Irak entre 1990 y 2003, Joy Gordon llega a conclusiones escalofriantes. Más de medio millón de niños murieron por la miseria que introdujeron las sanciones. ¿Qué se obtuvo con una política tan atroz? Nada: el régimen de Sadam Hussein permaneció intacto.
En vista de los precedentes, sería ingenuo esperar que las sanciones obren milagros. Muchos rusos son ajedrecistas consumados, y su presidente no mueve trebejos sin anticipar las jugadas del adversario. Si Rusia pudiese ser doblegada mediante sanciones, Putin no hubiese invadido Crimea en primer lugar.