Pasados 23 días de las elecciones generales en Bolivia, el recuento de los daños asciende a cinco muertos, múltiples heridos, tres semanas de paro nacional y destrozos en todo el país. El detonante del conflicto: un proceso electoral sobre el que revolotea el fantasma de un fraude monumental.
El gran apoyo popular ha sido la principal característica del Movimiento al Socialismo (MAS) encabezado por Evo Morales. El MAS había roto todos los récords electorales convirtiéndose en una máquina de ganar elecciones. No obstante, en las elecciones sub-nacionales de 2015 el partido elevó la apuesta al incluir candidatos ajenos a su estructura, en un intento de ampliar una base electoral que había llegado ya al tope. Con esta mala jugada perdieron ejecutivos estratégicos, dejando en evidencia que, a pesar de ser el único partido con presencia nacional, el MAS se debía a sus candidatos propios. En ese momento nace el temor a perder elecciones sin Morales como candidato.
No cabe duda del inmenso poder acumulado por la administración de Morales. Acaparando dos tercios del poder legislativo, Morales no ha dudado en hacer uso de su “aplanadora política” para asegurar su permanencia en el poder. Después de perder el referendo del 21 de febrero de 2016 y ver cerrada la posibilidad de modificar la norma constitucional que limitaba el número de mandatos, el Congreso remitió una consulta sobre la constitucionalidad de dicha limitación. La institución la consideraba contraria a los criterios que, con carácter exclusivo y cerrado, se establecieron en la Convención Americana sobre los Derechos Humanos para la reglamentación del ejercicio de los derechos políticos. El Tribunal Constitucional confirmó la hipótesis del legislativo y abundó con jurisprudencia y doctrina esta interpretación, que dejó inaplicable el artículo constitucional cuestionado y abrió la vía a la reelección indefinida.
Hay que señalar que fueron esos dos tercios del Congreso en manos de Morales quienes seleccionaron la tanda de candidatos al Tribunal Constitucional que debían ser sometidos a elección popular. No es una casualidad que el Tribunal Constitucional no haya siquiera considerado solicitar una opinión consultiva a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que brinde las pautas interpretativas de su propio texto fundacional. Se inició así una campaña política desigual, con el MAS utilizando su superestructura de comunicación política y los recursos públicos sin límite alguno.
El poder de una persona, un voto
El 20 de octubre la población boliviana salió a votar masivamente, entendiendo a la perfección el poder de una persona, un voto. Desde 2002, la participación supera el 80% y, pese a que hay que tener en cuenta que el voto es obligatorio, las consecuencias de la no votación están pensadas en función del área urbana de clase media, siendo irrelevantes no solo para indígenas y campesinos, sino también para quienes se encuentran en la franja de pobreza. Después de casi 14 años, por primera vez todas las encuestas se inclinaban por el balotaje. El tranquilo ambiente poselectoral se vio abruptamente roto en el mismo momento en que lo hizo el sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP) al 83%, alrededor de las 19:40 horas del día de la votación. Si bien el TREP debía detenerse para la rueda de prensa pasado el 80% del escrutinio, no volvió a actualizarse sino hasta 22 horas después. El 21 de octubre el TREP se actualizó, pasando del balotaje a la victoria de Morales en primera vuelta.
El TREP es un instrumento de cómputo informal, destinado a dar transparencia a los resultados electorales a través de una continua y rápida actualización de resultados. No podía llegar al 100% del cómputo debido a las deficiencias propias del sistema, pero llegó sin problemas a más del 98%. El cambio de tendencia hizo saltar todas las alarmas de fraude en la Organización de Estados Americanos (OEA) y entre los opositores, instaurándose el 22 de octubre un paro indefinido. El caos estalló a partir de declaraciones del oficialismo declarándose ganador y la oposición denunciando un “fraude monumental”. Ante la evidente pérdida de legitimidad del proceso electoral, la OEA recomendó atinadamente un balotaje, que de haber sido aceptado por Morales le habría asegurado la mayoría absoluta en el Congreso y muy probablemente habría pacificado el país.
Aunque el gobierno de Morales aceptó la auditoría del proceso electoral por parte de la OEA, ya habían emergido liderazgos cívicos, encabezados por el ultracatólico Fernando Camacho, que no aceptarían otra cosa más que la renuncia de Morales. La intransigencia se había instaurado y ya no quedaba espacio posible para el debate. En la madrugada del 10 de noviembre, la OEA emitió un informe preliminar de la auditoría indicando múltiples irregularidades que, a juicio de la institución, hacen imposible validar los resultados electorales. Por ello, recomendaba nuevos comicios ante la “posibilidad” de que Morales hubiese ganado, pero siendo “improbable estadísticamente” su triunfo en primera vuelta.
México, Rusia, Paraguay, Uruguay, Nicaragua, Antigua y Barbuda, el expresidente brasileño Lula Da Silva, la excanciller argentina Susana Malcorra, entre otros, manifiestan que sí hubo un golpe de Estado, por haberse interrumpido el mandato presidencial a través de un procedimiento inconstitucional y ser el ejército quien propició el final
Morales respetó los resultados de la auditoría e inmediatamente después del informe de la OEA convocó nuevas elecciones y llamó al debate a los opositores. Sin embargo, nadie aceptó dicha llamada y el único pedido colectivo opositor fue su renuncia. Ante la escalada de violencia opositora, el motín policial generalizado y las llamativas “sugerencias” públicas de que Morales renunciase, hechas por los comandantes generales de la policía y el ejército, a aquel no le quedó más salida que renunciar para pacificar el país. México, Rusia, Paraguay, Uruguay, Nicaragua, Antigua y Barbuda, el expresidente Lula Da Silva, la excanciller argentina Susana Malcorra, entre otros, manifiestan que sí hubo un golpe de Estado –con un estilo más descafeinado, propio del siglo XXI–, por haberse interrumpido el mandato presidencial a través de un procedimiento inconstitucional y ser el ejército quien propició el final de la tragedia –la “catástrofe” si de teatro griego se tratase–. No es poca cosa cumplir con todos los requisitos de manual para catalogar un golpe de Estado, aún considerando los matices que deja el contexto boliviano y su lucha popular. Luis Almagro, como Secretario General de la OEA, radicalizó su postura al indicar que se trataría más bien de un “autogolpe” cometido el 20 de octubre a través de unas elecciones fraudulentas, postura apoyada por Estados Unidos y, en menor medida, por el silencio del resto de los miembros de la OEA, que no han terminado de definir su postura. La ira de los votantes indígenas y campesinos responde a las circunstancias que obligaron a la renuncia de Morales, a la quema de los símbolos indígenas por parte de la policía y a Camacho afirmando que “nunca más volverá la Pachamama al Palacio de Gobierno”.
La Senadora Jeanine Áñez ha asumido, Biblia en mano, la presidencia de Bolivia, en su calidad de segunda vicepresidenta de la Cámara de Senadores y luego de una escalada de vértigo en el camino de la sucesión presidencial, al límite de la legalidad. No obstante, los dos tercios del MAS en el Congreso hacen difícil la gobernabilidad del país. Y si bien han renunciado los legisladores más polémicos, sus suplentes pertenecen al mismo partido. Las normas referentes a la convocatoria de un nuevo proceso electoral y la configuración de un nuevo órgano electoral también están en manos del MAS y sus dos tercios, lo cual acrecienta el conflicto y la incertidumbre. El país se encuentra dividido en contra y a favor de Morales, sin institucionalidad alguna. Ante este hecho, el oficialismo y la oposición se han mostrado incapaces de pactar y conciliar a favor de la paz.
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