Ni Europa se construyó de golpe -del carbón y el acero al euro pasaron unas cuantas décadas– ni la progresiva politización de la antes técnica y a veces anodina Unión Europea electrificaría al continente como un rayo. Con todo, las elecciones europeas esta vez sí han sido diferentes a sus convocatorias anteriores. Europa resiste con fuerza tras sus peores crisis y sitúa el centro de gravedad político hacia una plural coalición progresista que deberá hacer valer su influencia, primero en la elección de los nuevos líderes y después en un programa de reformas que aporte resultados concretos a los ciudadanos durante los próximos cinco años.
Quizás el dato más importante haya sido la participación. Desde 1979 una cruel paradoja golpeaba al Europarlamento una y otra vez en cada una de sus convocatorias electorales: el número de electores que ejercían su derecho fue cayendo desde un 62% hasta un 42% en 2014. Curiosamente, el poder de la Eurocámara no dejó de crecer durante estos años. A los ciudadanos parecía importarles poco. El final ahora de esa tendencia negativa, con el 50,97% de esta convocatoria, la mayor cifra en 20 años, es de enorme relevancia. Como única institución de elección directa, la Eurocámara aporta un elemento legitimador clave para una UE, que ejerce su poder cada vez de una manera más evidente para la ciudadanía.
Había dos elementos descontados antes de la convocatoria: que la socialdemocracia y el centroderecha perderían representación y que los partidos ultras subirían. Es la tendencia que hemos observado en las sucesivas elecciones nacionales en los últimos cinco años. Pero ni los primeros han bajado tanto, ni los segundos han arrasado.
La bajada de la socialdemocracia (que ha pasado de 184 a 153 escaños) se compensa para esta familia política con el papel central que puede jugar en la configuración de una amplia coalición progresista. El avance de los liberales (tercera fuerza, 105 escaños, 36 más) y los Verdes (69 escaños, 17 más, tercera fuerza en Francia y segunda en Alemania) vira el centro de gravedad de la UE hacia el centroizquierda.
El Partido Popular Europeo (PPE) se ha quedado fuera de juego en la resaca electoral. A las puertas de los días de votación, la coalición de su joven promesa, el ahora excanciller austriaco Sebastian Kurz, saltó por los aires por un escándalo de corrupción del partido ultra con el que gobernaba. El candidato oficial del PPE para presidir la Comisión Europea, Manfred Weber, protegió durante años en su grupo a Viktor Orbán, quizás el político más autoritario y también más popular de toda la UE (su partido, Fidesz, ha alcanzado el imponente 52,3% de los votos en las europeas en Hungría).
El coqueteo con los ultras que el PPE ha practicado durante los últimos cinco años casa mal con el nuevo tiempo que han marcado las elecciones europeas. El PPE tiene mucho que perder, sobre todo porque hasta ahora lo tenía todo: las presidencias de la Comisión, Consejo y Parlamento Europeo. La coalición socialdemócrata, liberal y verde que se hace paso no podrá ignorar al centroderecha, clave para los grandes acuerdos, pero sí debería tener capacidad para definir un nuevo tiempo (la primera señal llegada de la cumbre del lunes apunta en ese sentido: debería haber paridad en los grandes nombramientos).
El test ultra llegará pronto cuando estos partidos se tengan que poner de acuerdo para formar un solo grupo en el Parlamento Europeo. Hasta ahora no lo han conseguido. Si los 54 eurodiputados liderados por el británico Farage (Europa de la Libertad y de la Democracia Directa) y los 58 apadrinados por el tándem Salvini – Le Pen (Europa de las Naciones y de las Libertades) sumasen podrían hacer daño, pero no lo conseguirán. ¿Acaso Cinco Estrellas querría formar grupo con su rival Salvini, por mucho que gobiernen en coalición? Si Farage quiere un Brexit duro, querrán lo mismo Salvini y Le Pen aunque se perjudiquen los intereses de los ciudadanos franceses e italianos?
¿Y la izquierda radical? Desaparecida, desorientada, irrelevante en el nuevo mapa de poder. Han pasado de 52 a 38 escaños, incapaces de capitalizar el descontento social ante una crisis que no ha sido precisamente amable en Europa. El anti-europeísmo late con fuerza entre muchos de estos partidos. Es difícil distinguir en ocasiones las palabras del francés Melenchon de las de Le Pen. No saben qué Unión Europea quieren ni parecen capaces de probar que merezca la pena conservarla.