“Países en desarrollo –escribió Eduardo Galeano– es como los expertos se refieren a los países arrollados por el desarrollo ajeno”. Quienes pretendan entender América Latina harán bien en leer a Galeano, pero no estaría de más desempolvar la teoría de la Dependencia, esa antigualla marxista que hoy casi nadie se toma en serio y que dividía la economía mundial en un centro y una periferia, unidos por una relación abusiva, beneficiosa para el primero en tanto que perjudicial para la segunda.
¿Demasiado conspiracionista? Basta con repasar la historia de la región, perennemente dominada por la potencia extranjera de turno: primero España, después –durante el breve interludio entre la independencia de las colonias y la entrada en vigor de la doctrina Monroe– Reino Unido y, finalmente, Estados Unidos. Hoy Washington pierde influencia en la región, pero las venas de América Latina continúan abiertas. La diferencia es que fluyen hacia el este.
El nuevo centro es China. Pekín se hace sentir mediante su inmensa demanda de recursos naturales. Petróleo venezolano, cobre de Perú, soja argentina… el comercio entre China y América Latina se ha multiplicado por diez en una década, alcanzando los 225.000 millones de euros. La inversión china crece exponencialmente: de 5.000 millones de euros entre 1990 y 2009, a una media de 8.000 al año desde 2010. En 2014 China prestó 22.000 millones de dólares a la región: más que el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo juntos.
La inversión ha venido acompañada de un perfil político discreto. Y en los países donde la influencia de China es más acusada, como Venezuela y Ecuador, también lo ha sido la necesidad de resistir la presión de EE UU. El resultado es que la conquista china ha sido tan silenciosa como imparable.
Aún es pronto para recriminar a Pekín su presencia en el continente. Gracias en parte a la inversión china, el PIB latinoamericano creció a una media anual del 3,6% durante la última década. Es una cifra que contrasta con el 2,4% de la década anterior, lastrada por el Consenso de Washington. La izquierda latinoamericana ha podido desarrollar un sinfín de programas sociales al calor de la demanda china. Pero este tirón también ancla a la región como proveedora de recursos naturales.
Los efectos de la nueva dependencia ya se hacen sentir con fuerza. El frenazo de la economía china ha rebajado las perspectivas de crecimiento en América Latina. Empieza a esbozarse un intento de contenter la influencia de Pekín, aunque aún es tímido. Argentina, Uruguay y Brasil han impuesto límites al porcentaje de tierra disponible para extranjeros (es decir: para cultivos de soja chinos). Pero para varias economías latinoamericanas, el margen de negociación es cada vez menor.
Venezuela es el caso más destacado. El 20 de abril, Nicolás Maduro esquivó una bancarrota gracias a un crédito chino de 5.000 millones de dólares. El presidente venezolano aseguró que los fondos se dedicarán al “desarrollo”, pero las condiciones del préstamo son opacas. Con el país al borde de la bancarrota, la línea de crédito se ha convertido en un salvavidas. La cuestión es qué hará Pekín si el salvavidas pincha y el conjunto de la economía venezolana se hunde.
Ecuador se encuentra en una situación igual de precaria, o más. Tras la suspensión de pagos de 2008, Rafael Correa encontró una fuente de financiación que parecía perfecta: préstamos chinos a cambio de petróleo. Siete años después, la dependencia del país es inquietante. Pekín cubrió el 61% de la financiación del gobierno ecuatoriano en 2013, y puede reclamar hasta el 90% de las exportaciones petrolíferas del país. Las petroleras chinas no emplean el crudo para consumo doméstico: lo venden a precio de mercado y obtienen un margen considerable.
China se ha convertido en un motor de crecimiento indispensable en América Latina, y una baza frente a EE UU, ese vecino tan aficionado a los golpes de Estado. Pekín desplaza a Washington aplicando los principios de Sun Tzu: el arte de la guerra radica en someter al enemigo sin luchar. Pero China no deja de ser el bueno por conocer, y su victoria tiene un regusto agridulce en la región. José Mujica, que no es precisamente un reaccionario, lo dejó claro en 2010: “En 15 años estaremos extrañando a los gringos”.