Para entender la política contemporánea en América Latina es necesario empezar con los problemas de la democracia, aquellos relacionados con la obtención, mantenimiento y profundización de la democracia. Un segundo paso es comprender cómo estos problemas están relacionados con los resultados que proveen las democracias y lo que llamaré problemas para la democracia. En América Latina, estos dos tipos de problemas se refuerzan y sostienen mutuamente, generando un equilibrio subóptimo.
Cómo romper este equilibrio y transitar a democracias de alta calidad es, sin duda, un reto complejo, que depende de muchos factores. Sin embargo, un cambio imprescindible es la construcción de Estados más capaces. Si América Latina no reforma sus Estados, despojándolos de sus rasgos patrimoniales en particular, tendrá a lo sumo democracias de baja calidad.
La democracia es la norma en América Latina por primera vez en la historia de la región. Se celebran elecciones competitivas basadas en el sufragio universal para los principales cargos políticos de manera rutinaria. La alternancia pacífica en el poder entre gobierno y oposición se ha convertido en un rasgo común: desde la ola de democratización en la década de los ochenta y los noventa ha ocurrido, con algunas excepciones, en todos los países de la región. La democracia se ha institucionalizado en América Latina.
Problemas de la democracia
Sin embargo, muchos problemas de la democracia aquejan a la región. Los más graves se relacionan con Cuba, Venezuela y Nicaragua, las tres dictaduras del continente. Los acontecimientos recientes en El Salvador y Guatemala, o en Perú, son motivo de preocupación. El surgimiento de líderes de extrema derecha es una novedad que genera serios riesgos. En algunos países no hay democracia o la democracia está en peligro.
Pero los problemas más usuales, que afectan a aproximadamente el 90% de la población latinoamericana, se relacionan con la baja calidad de las democracias existentes. Aquí hay una lista incompleta de asuntos relevantes. La compra de votos es común. Políticos, especialmente locales, han sido amenazados y asesinados. A algunos líderes de la oposición se les ha impedido postularse para cargos públicos. Algunos políticos a los que la Constitución les prohibía la reelección se han postulado para el cargo. Varios políticos siembran falsas dudas sobre la credibilidad de los procesos electorales, y los perdedores en los comicios a veces no reconocen públicamente a los ganadores. También varios líderes electos han sido desplazados de sus cargos en circunstancias dudosas.
Sumado a estas cuestiones, periodistas y activistas sociales han sido intimidados y asesinados. El dinero proveniente de diversas fuentes, incluso del crimen organizado en algunos casos, desempeña un papel en las elecciones y la formulación de políticas públicas y las decisiones de los gobiernos. Además, existe una sensación de desconexión entre ciudadanos y partidos que alimenta afirmaciones creíbles de una crisis de representación política.
Se ha avanzado en la democratización de la democracia en algunos aspectos. Un área importante es la inclusión política de las mujeres. Varios países han generado espacios nuevos para la participación ciudadana en la toma de decisiones; un ejemplo es la consulta previa en el marco del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Pero los problemas que atañen directamente a la democraticidad del régimen político son graves y, a pesar de algunas mejoras puntuales, han persistido.
Problemas para la democracia
Esta descripción cubre, sin embargo, solo una parte del alcance de la política democrática. La democracia es un tipo de régimen político, es decir, un conjunto de procedimientos que regulan cómo se accede a las instituciones gubernamentales y cómo se toman las decisiones gubernamentales. De hecho, existen muchas propuestas para conceptualizar a la democracia en términos sustantivos y para extender la referencia de la democracia de modo que abarque el Estado o la sociedad. Pero, al contrario, la democracia es simplemente una forma de gobierno. La política no se trata solo de insumos y la cuestión de si los ciudadanos tienen voz o no en el gobierno.
Los ciudadanos también se preocupan por los resultados de la política y evalúan sus democracias en términos de su desempeño en la entrega de ciertos bienes –se consideren o no derechos– como la generación de un crecimiento económico sostenible, la reducción de la desigualdad, el acceso a una educación de calidad y a la atención médica, y de bienes públicos, como la seguridad y un medio ambiente limpio. Y, en este sentido, los resultados son mixtos.
Las democracias latinoamericanas han logrado algunos avances importantes. Por ejemplo, en lo que respecta a la justicia transicional y la política social, los logros son significativos. Pero no han respondido con fuerza y determinación a otros asuntos, como los altos niveles de desigualdad económica; la prevalencia de la corrupción política, administrativa y judicial; y la falta de seguridad ciudadana. Sobre estas cuestiones, tenemos amplia evidencia tanto de los hechos objetivos como de su importancia en la percepción ciudadana.
Por tanto, además de sus problemas de la democracia, los países latinoamericanos enfrentan lo que podría llamarse problemas para la democracia, que los ciudadanos esperan que sus democracias aborden y que es viable puedan resolver.
Un equilibrio subóptimo
Los diversos problemas de y para la democracia son sustanciales cuando se los considera de forma aislada. El simple hecho de tomar uno de ellos y comenzar a abordarlo –por citar un caso, reducir la desigualdad económica– es una tarea ardua. Sin embargo, el verdadero alcance del desafío de impulsar cambios progresivos solo se capta cuando se comprende que existe una relación causal recíproca entre los problemas de y para la democracia.
Esta conexión causal se puede elaborar de la siguiente manera. Las democracias de baja calidad de la región no crean un incentivo suficientemente fuerte para que los políticos apoyen las políticas públicas y las reformas necesarias para lograr lo que los ciudadanos quieren. A modo de ejemplo, los políticos no son castigados por ignorar y no abordar el problema evidente de la desigualdad económica. Además, rara vez incurren en un coste por no tomar medidas para reformar el Estado a fin de eliminar el favoritismo o la corrupción abierta en la asignación de obras públicas, aunque tales usos de los recursos reducen la provisión de bienes públicos.
A su vez, el pobre desempeño de la democracia tiene consecuencias negativas para la democracia en sí. Siguiendo con el mismo ejemplo, debido a que la desigualdad económica no se reduce, el poder económico concentrado continúa socavando el ideal de igualdad política que es fundamental para la democracia. Asimismo, dado que el Estado no garantiza la seguridad pública, los activistas de la sociedad civil y los políticos son intimidados y asesinados. Y, en términos más generales, el incumplimiento de las promesas de la campaña electoral corroe la credibilidad de los políticos y alimenta una crisis de representación.
Por tanto, las democracias de América Latina están atrapadas y no tienen un camino a seguir fácil y obvio. Los problemas de la democracia impiden la reducción de los problemas para la democracia, y los problemas no resueltos para la democracia bloquean la posibilidad de disminuir los problemas de la democracia. Dicho de otra manera, existe un equilibrio político en América Latina pero es un equilibrio subóptimo.
Un Estado capaz como condición de la democracia
Para romper con este equilibrio subóptimo y fortalecer las democracias de América Latina, una cuestión ineludible es la del Estado, entendido como la administración pública (incluida la administración civil, el sistema de justicia y los servicios de seguridad) que hace que se cumplan las leyes y se ejecuten las decisiones políticas.
El Estado es el nexo entre la política y la sociedad. Un Estado de Derecho, que trata a todos los ciudadanos por igual, y un Estado capaz de ejecutar políticas públicas y servir a los ciudadanos de forma eficaz y eficiente, ayuda a la democracia en dos sentidos. Directamente, ese Estado provee las condiciones para que las reglas de régimen democrático se cumplan. Por ejemplo, aseguraría que los ciudadanos puedan votar sin presiones en todo el territorio del país o que los recursos públicos no puedan ser utilizados en la compra de votos para el partido gobernante.
Indirectamente, ese Estado hace posible que los políticos puedan cumplir sus promesas de campaña, como generar crecimiento económico, reducir la desigualdad económica, incrementar la seguridad ciudadana y, de esta forma, reconectar a la ciudadanía con la política.
«Las democracias de baja calidad de la región no crean un incentivo suficientemente fuerte para que los políticos apoyen las políticas públicas y las reformas necesarias para lograr lo que los ciudadanos quieren»
Pero los Estados latinoamericanos cumplen esas funciones solo en parte. Y una razón fundamental por la cual los Estados latinoamericanos no contribuyen a resolver los problemas de y para la democracia es que no tienen las características de lo que Max Weber llamó un “Estado racional-legal” y, en su lugar, ostentan atributos patrimoniales.
En Estados con rasgos patrimoniales son comunes ciertas acciones que van más allá del control político de la administración, consistente con la democracia y con importantes consecuencias. Cuando el acceso a cargos en el sector público se debe a conexiones políticas y familiares, y no a concursos abiertos donde prima el criterio del mérito, los agentes del Estado generalmente carecen de la preparación para ejercer sus funciones. Cuando los servidores públicos son presionados o incluso amenazados por los políticos para que tomen cierta decisión, el principio de la legalidad en el accionar del Estado se ve coartado.
Cuando la contratación de una obra pública se dirige a un empresario amigo y/o se decide a cambio de una coima, se reduce la oferta de bienes públicos. Cuando la provisión de servicios públicos se concede a los ciudadanos como un favor o a cambio de apoyo político, se desconoce el principio de la universalidad de los derechos ciudadanos. En resumen, Estados con las características que se suelen encontrar en América Latina son un factor que explica por qué es difícil escapar de la trampa.
«La clave es la naturaleza del Estado; esto es, si es capaz de ejecutar políticas públicas y servir a los ciudadanos de forma eficaz, eficiente y equitativa»
Es importante aclarar que el problema con los Estados en América Latina es solo en parte una cuestión de tamaño, de los recursos que maneja y de la cantidad de empleados que tiene. Es cierto que un Estado pequeño, como Guatemala, no tiene la posibilidad de resolver problemas sociales porque no cuenta con suficientes recursos. Pero la historia de la región muestra que Estados con muchos recursos a menudo se desperdician oportunidades para reducir los problemas sociales. Por tanto, lo que es clave es la naturaleza del Estado; esto es, si es capaz de ejecutar políticas públicas y servir a los ciudadanos de forma eficaz, eficiente y equitativa.
Fracaso en erradicar el patrimonialismo y sus costes
Debido al impacto del Estado sobre la democracia –es difícil imaginar cómo se va a mejorar la calidad en América Latina sin un Estado más capaz– podría esperarse que los políticos con vocación democrática apostaran por la reforma del Estado, en el sentido de reducir el patrimonialismo, como una prioridad política. En varios países, se han propuesto y lanzado reformas desde la política que han apuntado a corregir algunos de los problemas asociados. Sin embargo, una evaluación de los cambios logrados muestra la dificultad de hacer reformas significativas y duraderas, y los costes de la inacción.
Después de las transiciones a la democracia en los años ochenta y noventa, muchos países latinoamericanos reformaron sus Estados con el objetivo de hacerlos más capaces. Sin embargo, estas reformas no han tenido un impacto sustancial duradero. En su diseño han sido parciales, involucrando cambios en algunas partes del Estado o hasta en algunos ministerios. Esto no es necesariamente un problema. Es posible que una reforma empiece con pasos pequeños y con el tiempo se aborden metas más ambiciosas. Pero este camino es viable solo si el proceso de reformas es sostenido en el tiempo. Y esto no ha pasado en América Latina.
Una reforma del Estado requiere una inversión considerable de capital político y los beneficios de cualquier reforma aparecen generalmente en el mediano plazo. En tanto, los políticos operan con un horizonte electoral corto. Les resulta más fácil y conveniente apostar por cambios acotados y no dar continuidad a proyectos de reforma. En efecto, un rasgo común es que al producirse una alternancia en el poder, una característica de la democracia, los nuevos gobernantes se han distanciado de las reformas iniciadas por sus antecesores. A veces se ha desvirtuado la intención de la reforma, otras no se han asignado los fondos necesarios para darle vida a algún organismo. Y en otros casos, simplemente no se ha dado la atención y el apoyo político necesario para que los cambios se institucionalicen.
Por esta razón, que podría denominarse estructural, los intentos de reforma han producido pocos resultados profundos y duraderos. Puesto en otros términos, podemos argumentar que la reducción de prácticas patrimoniales en el Estado es buena para el Estado y la democracia. Pero lo racional para los políticos ha sido usar y aprovecharse de los Estados que tienen. A la vez, ninguna estructura es inmutable. Todos los cambios en política requieren voluntad política, algo que se construye, que no es dado. Los cambios dependen de lo que los actores políticos y sociales piensan de la opción de reproducir estructuras o cambiarlas. Y, por ello, es preciso hacer énfasis en los costes de aceptar las cosas como son.
Un peligro es la insatisfacción generalizada con la democracia, que se manifiesta en protestas que irrumpen de vez en cuando en algunos países de la región. Pero la historia reciente de América Latina también nos muestra que la inacción frente al patrimonialismo genera problemas aún más graves. Esta situación abre la puerta a los outsiders y populistas, líderes como Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Jair Bolsonaro o Nayib Bukele que prometen soluciones que el viejo establishment no provee. Algunos de ellos acumulan tal poder que colonizan el Estado. Al convertirlo en una estructura plenamente patrimonial al servicio personal de los políticos y usarlo como herramienta política, barren el establishment político y ponen en riesgo la democracia.
En conclusión, no es exagerado decir que, por más difícil que resulte una reforma profunda del Estado, ignorar la necesidad es una opción y esta elección pone en riesgo a la institucionalidad democrática. No es desmedido afirmar que el descontento y las crisis, en parte resultado de la falta de Estados capaces de responder a las necesidades de los ciudadanos, han sido aprovechados por líderes con ambiciones autoritarias que, en algunos casos, han causado graves daños a la democracia.
El periodo político pospandemia
América Latina está saliendo de la pandemia del Covid-19 y está estableciendo los patrones para su próximo periodo político. Los ataques a la democracia en los últimos años han generado una discusión importante y una gran concienciación sobre su naturaleza y valor. Es reconocida la centralidad de elecciones libres y justas para la democracia, y el peligro que conllevan presidentes electos dispuestos a romper las reglas de convivencia democrática. También lo es la idea de que hay que defenderla todo el tiempo y que las amenazas a la democracia pueden cambiar de forma; como es sabido, estas amenazas ya no vienen generalmente en forma de golpes militares.
También es parte de la discusión el hecho de que, para fortalecerse y gozar de mayor legitimidad, la democracia debe producir resultados. Implícitamente, los debates públicos han incorporado la idea de que los problemas de y para la democracia están ligados. Por ejemplo, en discusiones relacionadas con asuntos socioeconómicos, es bastante común el argumento de que, sin partidos más representativos, las democracias latinoamericanas no van a generar políticas públicas que respondan a los intereses de la ciudadanía y que, en consecuencia, aumenten la confianza de los ciudadanos en los partidos.
Al mismo tiempo, la trayectoria de la democracia en América Latina en este nuevo periodo, si se fortalece o debilita, va a estar determinada en gran parte por lo que se haga o no para construir un Estado que sirva a los ciudadanos de forma eficaz, eficiente y equitativa. Con respecto a esta cuestión, existe una situación asimétrica. Los peligros de la complacencia están a la vista. En particular, es obvio que la politización del Estado puede ser un paso en el camino hacia el quiebre de la democracia. Pero la centralidad del Estado para la democracia hoy no está plenamente reconocida. Hay poca discusión sobre qué reformas son necesarias y cómo se podrían llevar a cabo. Pero no queda claro qué actores o coalición de actores podrían impulsar una reforma profunda y duradera. Por ello es difícil vislumbrar la posibilidad de un cambio positivo.
Este artículo forma parte del especial ‘Una agenda común de futuro‘.