Durante el verano de 2014 en el Congreso de Estados Unidos se escucharon con frecuencia nombres exóticos de militares, líderes democráticos, hombres de negocios de dudosa reputación y monjes vinculados a conflictos étnicos y religiosos. Estaban discutiendo sobre Myanmar, la antigua Birmania, el país con el índice de pobreza más alto del sureste asiático, pero que Barack Obama ha usado como un ejemplo del éxito de su política exterior. Estrategia gracias a la cual, decía el presidente, “habremos ganado un nuevo aliado sin haber disparado un solo tiro”. La mayoría de los republicanos y algunos demócratas mostraban su rechazo: la transición se ha estacando. Incluso algunos políticos y medios de comunicación, como el New York Times, llegaron a recomendar una reimposición de las sanciones que habían asolado al país, deshaciendo el camino avanzado durante los últimos años.
La apertura de Myanmar, después de décadas de aislamiento, está transformando por completo el país. El gobierno reformista trata de integrarse en la economía mundial, lo que ha despertado el interés en esta tierra que crece rápidamente. Sin embargo, la transición democrática no va tan rápido como a los líderes e inversores occidentales les gustaría. Durante este último año, Myanmar no ha acometido las reformas constitucionales que se necesitan para que el país se convierta en una verdadera democracia. Y si bien la exigencia era enorme, para muchos Myanmar no ha cumplido con su parte del trato y, por tanto, la condicionalidad debe actuar de forma inflexible.
Desde las primeras muestras de reforma llevadas a cabo por el gobierno del presidente Thein Sein, la administración Obama no dudó en apoyar el proceso de incipiente transición, sin saber muy bien cómo y cuándo acabaría. Los republicanos han culpado a Obama por ello, afirmando que apoyaron la transición demasiado pronto, y que la situación está llegando demasiado lejos. Obama también fue el primer presidente estadounidense en visitar el país. Un gesto que se repitió en noviembre pasado, para mostrar su apoyo pero también para dar un toque de atención a las autoridades birmanas. En especial en el denigrable trato que reciben los musulmanes Rohingya, hasta ahora el principal foco de crítica por parte de republicanos y de asociaciones proderechos humanos.
Ciertamente, el gobierno birmano ha dejado aparcadas las reformas constitucionales (asunto que será clave en 2015) y se ha preocupado más por acometer medidas para liberalizar la economía y firmar un acuerdo de paz conjunto con todas las milicias del país, a cambio de desarrollar un posible Estado federal (otra de las cuestiones fundamentales para este año). Se ha puesto en marcha una nueva legislación para permitir la libertad de expresión, sin embargo el mal funcionamiento de sus instituciones hace que se sigan aplicando leyes antiguas con demasiada frecuencia. Pero no hay que perder de vista las tendencias. En su último informe, Freedom House señaló que en Myanmar ya hay más libertad de expresión en la red que en algunos países vecinos, como Vietnam o Tailandia. En el aspecto regional, Myanmar también ha logrado reconocimiento internacional por la gestión de su primera presidencia rotatoria del Asean (Asociación de Naciones del Sureste Asiático).
La “Tierra Dorada” tiene por delante un largo camino lleno de dificultades. Especialmente en la creciente islamofobia de la mayoría budista, que ha causado más de 200 muertos y miles de desplazados, y la rampante corrupción que sacude el Estado. Myanmar aún cuenta con una pequeña pero influyente élite extractiva que lleva afincada en las instituciones durante décadas. Por ejemplo, muchos de los actuales ministros, como el de Finanzas, el de Exteriores, o el de Energía, son hijos de antiguos generales durante la época de la dictadura comunista del general Ne Win. Y aunque el presidente Thein Sein se ha esforzado por rodearse de los más moderados y apartar al sector duro de los militares, sus redes siguen teniendo mucha influencia en la economía y la política del país. Un amplio sector de los militares se muestra reacio a perder su posición privilegiada. El reciente golpe de Estado militar en Tailandia y la permisividad de los países occidentales solo ha conseguido fortalecer al sector duro de los militares birmanos. Lo último que los moderados necesitan, es que ahora EE UU les diera la espalda.
Viendo la naturaleza del debate sobre Myanmar en EE UU es inevitable pensar que, en realidad, el conflicto entre la administración Obama y el Congreso esté más influido por intereses electorales que por el bien del país asiático. Myanmar está aún lejos de ser un Estado igualitario con una democracia perfecta, pero desechar el proceso en su conjunto como plantean algunas voces saldría demasiado caro. Sin embargo, son EE UU y la Unión Europea –especialmente sus exigencias democráticas acompañadas por inversiones responsables– el factor clave para crear los incentivos necesarios para que la élite militar ceda gradualmente el poder. Es un proceso lleno de contradicciones, confusión, lentitud y torpezas, algunas de ellas intencionadas. Pero no deberíamos esperar de otros países escenarios idílicos que ni siquiera nosotros fuimos capaces de ofrecer en situaciones similares. Myanmar sigue siendo el único país que ha comenzado una transición democrática en el siglo XXI sin recurrir a la violencia y el desgobierno generalizado.
Por Hugo Cuello, licenciado en Ciencias Políticas, ha trabajado como consultor de riesgos políticos en Myanmar.