Los debates presidenciales no suelen ser determinantes. A menos que un candidato cometa errores garrafales o que seduzca a un gran número de indecisos, es el posdebate y la cobertura mediática lo que dan importancia a estos eventos durante cualquier campaña electoral. Pero el primer enfrentamiento entre Donald Trump y Hillary Clinton, celebrado la noche del 26 de septiembre en la Universidad de Hofstra (Nueva York), amenazaba con ser diferente.
La explicación hay que buscarla en la dinámica de estas elecciones presidenciales. Tras un verano nefasto, el candidato republicano acudió a la cita recuperado, alcanzando a Clinton en las encuestas o incluso adelantándola. ¿Una presidencia Trump? La clave está en ese 18% del electorado que permanece indeciso. Un número elevado para estas fechas, consecuencia de la baja valoración pública de ambos candidatos, la peor en décadas. Ayer, Trump y Clinton tuvieron su primera gran oportunidad de conectar con el codiciado 18%.
NBC News y el moderador Lester Holt presentaron, ante una audiencia récord de más de 100 millones de estadounidenses, el debate del siglo. Un duelo épico que trascendería la dicotomía demócrata-republicano. Establishment e insurgencia, experiencia frente a ocurrencias, semanas de preparación contra segundos de improvisación, cerebro versus vísceras, Clinton o el caos, etcétera.
Esa, al menos, era la premisa. A lo que en realidad nos asomamos los espectadores fue a un debate insulso. Aunque Clinton y Trump se enzarzaron en una variedad de temas –terrorismo, políticas económicas, racismo y abusos policiales–, las principales puyas las reservaron para sus trayectorias personales. Trump presentó a su rival como una criatura del establishment, responsable de décadas de políticas económicas fallidas e intervenciones militares desastrosas. Clinton acusó al multimillonario de ser un impresentable sin escrúpulos, un niño de papá sin talento para los negocios y un oportunista que carece del temperamento necesario para ser presidente. Los dos tienen razón. Cuesta no apiadarse de su país, “tan lejos de Dios y tan cerca de EEUU”.
En circunstancias normales, Clinton tendría que haber ganado. Aunque la nominada demócrata es frecuentemente criticada por su torpeza en campaña, suele mostrarse rápida y articulada en los debates. El de ayer no fue distinto: sin arrollar a Trump ni expresar nada especialmente interesante, Clinton consiguió proyectar una imagen de solvencia frente al amasijo de exabruptos, diatribas, non sequiturs y excursiones por los cerros de Úbeda que era su rival. “¡Se le llama hacer negocios!”, gritó Trump, a modo de defensa cuando Clinton le afeó que se alegrase del desplome financiero en 2008. Igual de memorable fue la justificación de su tendencia a evadir impuestos: “Eso es ser listo”.
Trump se enfrenta, además, a un problema de estilo. El que empleó en las primarias republicanas, intimidando y humillando a sus rivales, tiene poco recorrido contra una mujer experimentada. Clinton jugó esta carta con cierta habilidad, llamando al multimillonario por su nombre de pila para hacerle perder los estribos. Es difícil imaginar que los gritos e interrupciones constantes de Trump le sirvieran anoche para ampliar su base electoral, imprescindible para su campaña llegados a este punto.
Difícil, pero no imposible. Porque Trump hizo sangre en varias ocasiones –el historial de Clinton ofrece un sinfín de puntos débiles–, y tal vez basten dos o tres golpes de efecto para que una parte del electorado estadounidense le dé por vencedor. Que perdiese el resto del debate da igual, porque el nominado republicano habita un mundo ajeno a los datos. No es que los retuerza y manipule sin complejos, como hacen tantos políticos, sino que le son absolutamente indiferentes.
Las mentiras que Trump emite a diario, tabuladas fielmente por el periodista Daniel Dale, son legión. También lo son sus declaraciones más extremistas, que a fuerza de repetirse han dejado de sorprender. Todo esto plantea un problema serio, incluso existencial, para los medios de comunicación estadounidenses. La tendencia reflexiva de muchos periodistas es adoptar una posición equidistante ante los dos nominados, lo que en la práctica juega en ventaja de Trump. La cobardía de demasiados moderadores a la hora de enfrentarse al candidato republicano con datos le permite mentir con impunidad. ¿Qué sentido tiene debatir ciñéndose a los hechos –o, llegados al caso, sin ceñirse a los hechos–, cuando el adversario discurre por una realidad paralela?
En la era post-datos, los medios de comunicación son plastilina en manos de demagogos como Trump. Para las elecciones presidenciales quedan 41 días y dos debates.