Después de un largo periodo de más de tres décadas en que los países de América Latina alcanzaron cotas de desarrollo democrático insólitas en su historia –tanto por el número de países afectados como por su duración–, una gran mayoría se deslizó poco a poco hacia un escenario de fatiga. En efecto, a partir de 1978 la denominada por Samuel Huntington tercera ola democratizadora afectó a la región de manera generalizada. Con esquemas y ritmos diferentes, los muy heterogéneos países latinoamericanos configuraron modelos de sistemas políticos bajo la rúbrica del presidencialismo como forma de gobierno, en los que se dio el pluralismo político a través de sistemas de partidos diversos y se aseguró la alternancia gobierno-oposición. En este sentido, llegaron al poder expresiones ideológicas y propuestas políticas muy diferentes. La participación ciudadana en las elecciones se hizo rutina, se llevaron a cabo reformas constitucionales de calado variado y se avanzó en procesos descentralizadores.
Si bien el orden constitucional fue quebrado en algún momento –el hito más serio se produjo en Perú, cuando en 1992 Alberto Fujimori disolvió el Congreso y pasó a controlar al poder judicial–, las denominadas interrupciones presidenciales fueron relativamente pocas y en todas ellas la constitucionalidad fue restablecida con rapidez, aplicándose los mecanismos establecidos para la ocasión. Entre 1978 y 2017 se dio la interrupción presidencial no democrática de Jamil Mahuad en Ecuador (2000) y Mel Zelaya en Honduras (2009); los juicios políticos a Fernando Collor de Melo (1992), Carlos Andrés Pérez (1993), Raúl Cubas (1999), Fernando Lugo (2012) y Dilma Rousseff (2016); renunciaron sin acabar su mandato en el momento señalado Raúl Alfonsín (1989), Jorge Serrano (1993), Fujimori (2000), Hugo Bánzer (2001), Fernando de la Rúa y sus sucesores (2001), Sánchez de Lozada (2003), Carlos Mesa (2005) y Otto Pérez Molina (2015). Renunciaron mediante elecciones anticipadas Siles Suazo (1985), Joaquín Balaguer (1996), Valentín Paniagua (2001), Eduardo Duhalde (2003) y Eduardo Rodríguez (2005). Finalmente, fueron depuestos por incapacidad decretada por el Congreso Abdalá Bucaram (1996) y Lucio Gutiérrez (2005). En suma, un número relativamente pequeño, y más si se tiene en cuenta que en el lapso considerado hubo cerca de 190 presidentes; además, los casos se concentran en menos de la mitad de los países latinoamericanos, sobre todo en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Paraguay y Perú.
En paralelo, América Latina registró una peculiar efervescencia política durante los tres primeros lustros del presente siglo cuando se dio una combinación de ciclo económico expansivo –gracias al incremento del precio de las materias primas y de la demanda externa, sobre todo asiática-China–, liderazgos carismáticos proactivos y la implementación del denominado neoconstitucionalismo y sus secuelas. Si bien hubo cierta división regional, es indudable que la región vivió cambios significativos al albur de antiguas etiquetas, entre las que destacaban la de la integración en pro de la patria grande y la del anti-imperialismo. Se incrementó la tradicional preponderancia presidencialista y las formas de participación popular con un bajo grado de institucionalización. Sin embargo, de manera simultánea y al igual que acaecía en otras regiones del mundo, los cambios que lentamente transformaban la sociedad debido a los procesos de globalización y transformación tecnológica en la información y la comunicación comenzaban a tener un impacto severo en los viejos esquemas de funcionamiento de la democracia basada en la representación.
Los cambios gestados a partir de 2014, consecuencia de los propios ciclos políticos electorales de cada país, del agotamiento del modelo económico y de las transformaciones de la economía internacional, propiciaron una lenta deriva. Como el proyecto Variedades de la Democracia de la Universidad de Goteburgo en Suecia pone de manifiesto, la región en su conjunto, después de haber presenciado una escalada notable entre 1978 y 1998 y mantenido el nivel tres lustros más, a partir de 2013 comenzó un lento declive en los diferentes componentes de la democracia: liberal, electoral, participativo, deliberativo e igualitario. Este escenario permitió referirse a la situación como de democracias fatigadas.
Democracia por cuanto que, de acuerdo con lo dicho, los países –con escasas excepciones: Cuba y paulatinamente Nicaragua y Venezuela– se movían en el ámbito democrático, pero fatigadas porque se percibían con claridad dos fenómenos agudizados a partir de 2017. El primero tenía que ver con el malestar de las sociedades como consecuencia de la quiebra de las expectativas, dando con la gente en las calles y reflejándose en las encuestas de opinión pública, que mostraban el incremento de la desconfianza en la mayor parte de las instituciones y menor valoración de la democracia, propiciando el apoyo a fórmulas de gobierno no democráticas. El segundo se relacionaba con las variaciones en la representación política, evidenciado en dos cuestiones íntimamente ligadas y una tercera que ejercía de telón de fondo. Por una parte, el papel de los partidos políticos sufría una mutación considerable con relación a su pasado: se fragmentaban, la ciudadanía dejaba de confiar en ellos y se identificaba cada vez menos con ellos, y cuando lo hacía costaba que mantuviera cierta estabilidad en dicha identificación. La consecuencia ha sido la volatilidad y la fragmentación. Por otro lado, el fenómeno de la aparición de candidatos sin partido o de candidatos con partido, pero que hacían campaña de una manera en extremo individual, se generalizó. Y el telón de fondo antes mencionado tenía que ver con las sociedades líquidas, en términos de Zygmunt Bauman, que viven en el “enjambre” (en palabras de Byung-Chul Han), sobre las cuales las emociones desempeñan un papel notable y cuya acción política no casa con instituciones basadas en la lógica del liberalismo político y de la democracia pluralista, que aparecen periclitadas.
La pandemia, a partir de marzo de 2020, agudizó este escenario. El Covid-19 tuvo un impacto cuádruple: el poder se concentró más en las presidencias; el Estado volvió a adquirir un papel que había casi perdido; la gente vivió en la incertidumbre y agudizó su desconfianza ante el poder, y el imperio de la virtualidad desvirtuó las viejas prácticas de acción colectiva, sustituyéndolas por otras novedosas en torno a las redes sociales, que monopolizaron la información y la capacidad de gestar relatos sobre el acontecer, así como el nuevo cariz que tuvo la gestión de los metadatos como impulsores tanto de propuestas políticas concretas como de la interpretación de la realidad. Aunque estos fenómenos requieren de más tiempo para un análisis cabal de su impacto en el variopinto escenario político, hacen crónica la fatiga hasta llevarla al borde del agotamiento cuando el sistema se ve desbordado; en el límite, podrían llevar a la muerte al paciente.
Carrusel electoral
Un repaso a lo acontecido en la política en América Latina en 2021 pone de relieve buena parte de los asuntos antes considerados, partiendo del sedimento que dejaron las tres décadas anteriores. En términos cualitativos, por su impacto simbólico que excede del propio marco nacional, el proceso constituyente chileno da pie para interpretarlo como la respuesta desde la clase política a las todavía no suficientemente explicadas movilizaciones populares de 2019. Articulado sobre un modelo de una convención paralela al normal funcionamiento institucional y que ha terminado complicando mucho el calendario político del país, supone un momento fundacional similar en algunos extremos al de Colombia hace 30 años. De entre los distintos aspectos que se pueden destacar, hay dos muy significativos: primero, la enorme atomización en la composición de un foro que se ha inclinado en contra de los partidos tradicionales, sobre los que se ha articulado la política en el país desde 1990 y cuyo sesgo en el eje izquierda-derecha se escora hacia la izquierda, y segundo, la explosión de la denominada política de la identidad, que refleja uno de los factores generales aludidos más arriba.
Un segundo grupo de acontecimientos derivan de las convocatorias electorales habidas y de las dinámicas políticas gestadas. A lo largo de 2021, dos países han elegido a sus presidentes (Ecuador y Perú) y dos están en proceso de elección (Chile y Honduras). El caso de Nicaragua queda fuera de este análisis por ser sus comicios una farsa electoral. Además, tres países han tenido elecciones legislativas no concurrentes con las presidenciales (El Salvador, México y Argentina). El número, por consiguiente, se acerca a la mitad de los países que habitualmente se incluyen en el elenco latinoamericano, por lo que las implicaciones de lo acaecido pueden tener una dimensión regional.
«El proceso constituyente chileno supone un momento fundacional similar en algunos extremos al acontecido en Colombia hace 30 años»
Por último, hay cinco consideraciones relevantes que impactan en el patrón de democracias fatigadas. En primer lugar, se consolida la tendencia hacia un alto número de candidatos presidenciales, que en promedio supera la decena –en el caso de Chile, por ejemplo, solo fueron siete–; además, los dos más votados en la primera vuelta superaron escasamente la mitad de los votos en Chile (53%), quedando en lejos en Ecuador (42%) y Perú (32%). En los tres casos, el mecanismo de elección con mayoría a doble vuelta introduce un incentivo para, habida cuenta de la disolución de las ofertas partidistas, “pescar en río revuelto” por parte de las candidaturas.
En segundo lugar, tras los procesos electorales concurrentes, ningún presidente cuenta con mayoría legislativa y en las tres elecciones legislativas realizadas, solo el presidente argentino, Alberto Fernández, disminuirá su fortaleza en el Congreso (notablemente en el Senado); además, los congresos incrementan el número de sus bloques parlamentarios. En los casos restantes, Nayib Bukele y Andrés Manuel López Obrador consolidaron el control del legislativo en El Salvador y México, respectivamente.
En tercer lugar, se amplían las dinámicas polarizadoras, no sobre el viejo eje izquierda-derecha, sino más bien sobre otro de carácter individual donde la figura presidencial y sus antagonistas configuran los polos. En cuarto, la participación electoral se mantiene en el nivel de los comicios precedentes.
Por último, y de forma más especulativa ante los comicios del 28 de noviembre, Honduras –con un sistema electoral presidencial de mayoría simple y con 12 candidaturas presidenciales– encara el proceso más difícil por tres razones. Primero, por el arrastre del pasado inmediato, con el golpe contra Zelaya y las anomalías de las elecciones de 2017, cuya ejecutoria no fue validada por los observadores internacionales y en las que el candidato perdedor no reconoció la victoria de Juan Orlando Hernández. Segundo, por la violencia desatada en el país, que contabiliza al menos 31 homicidios de carácter político en lo que va de año, frente a los 12 que hubo en las elecciones precedentes. Y tercero, por la penetración del narcotráfico, que llega hasta el palacio presidencial, en una sociedad cada vez más desvertebrada. El país, considerado ya como un Estado fallido, es el peor de los ejemplos en que pudiera concluir una democracia agotada.