“La guerra no es la continuación de la política por otros medios –escribía John Keegan en su Historia de la guerra– sino, entre otras cosas, la perpetuación de la cultura por sus propios medios”. De ser cierto, la democracia estadounidense se encontraría en estado crítico. Las intervenciones de Estados Unidos en Afganistán, Siria e Irak, Yemen y Somalia ya son, en gran medida, fracasos militares. El secretismo con que Washington libra sus nuevas guerras es, además, incompatible con una sociedad democrática sana, en la que el público permanece informado y los militares supervisados por autoridades civiles.
Las últimas revelaciones de The Intercept muestran una deriva preocupante en la ejecución de las intervenciones militares de EE UU. Entre la montaña de datos sobre el programa de drones que la publicación de Glenn Greenwald ha obtenido, destaca un artículo de Ryan Devereaux sobre la Operación Haymarket, realizada entre 2011 y 2013 en las montañas del noreste del Afganistán. El objetivo de Haymarket era asesinar a líderes talibanes y miembros de Al Qaeda empleando principalmente aviones no tripulados y redadas de cuerpos de élite, apoyados por una densa red de informantes afganos y sistemas de geolocalización.
Más bisturí, menos martillazos
En papel, la operación parece la campaña arquetípica de Barack Obama: discreta y eficaz, recurriendo a operaciones especiales en vez de invasiones desastrosas. También muestra la metamorfosis de la guerra en Afganistán tras el aumento de tropas de 2009. Hoy el despliegue americano se ha reducido a menos de 10.000 soldados, pero las operaciones especiales aumentan. “La guerra oficial para los americanos ha terminado. Solo continúa la guerra secreta. Pero está siendo muy dura”. Son declaraciones de un oficial de seguridad afgano al que los informes de la ONU dan la razón: para la población civil, 2015 va camino de superar a 2014 como el año más sangriento desde el inicio de la guerra.
Afganistán no es un caso aislado. El tándem drones-operaciones especiales se ha convertido en la herramienta principal de EE UU en Siria, Irak, Yemen y Somalia. En Irak y Siria, Washington ha recurrido en secreto a esta combinación para complementar sus ataques aéreos. Las intervenciones de Yemen y Somalia, también discretas, dependen de un entramado de bases militares en África, actualmente en proceso de expansión.
Como ocurrió con las “bombas inteligentes” en Irak, la tecnología no sirve para evitar guerras sucias. Solo una de cada diez muertes en Haymarket correspondía a los objetivos de las misiones. Las otras nueve eran descartadas rutinariamente como “enemigos muertos en combate”, aunque rara vez existan pruebas de que lo fueran. Un informe de 2013, publicado por una fundación vinculada al Pentágono, revela que los drones matan diez veces más civiles que los ataques aéreos convencionales.
Un segundo problema lo presenta la ausencia de información fiable. Los operadores de drones describen su visión a través de las cámaras como “ver gaseosa a través de una pajita”. En Somalia y Yemen, la distancia entre las bases de drones y las áreas en las que operan Al-Shabab y Al Qaeda en la Península Arábica impide realizar un seguimiento continuo de sus militantes. La inteligencia de señales americana continúa siendo errática en el mejor de los casos. Tampoco las fuentes de información tradicionales son siempre fiables: en Afganistán y Yemen, las fuerzas de EE UU se han visto manipuladas para satisfacer agendas locales en más de una ocasión. El problema se retroalimenta: las operaciones generalmente buscan matar a líderes enemigos, por lo que rara vez los capturan para interrogarlos y obtener información.
Doble derrota
Los logros de este nuevo modelo de intervención brillan por su ausencia. Los efectos de Haymarket fueron, según sus propios analistas, “marginales”. La presencia de Al Qaeda en el noreste de Afganistán es, a día de hoy, la más pronunciada desde 2002. La reciente caída de Kunduz muestra la debilidad perenne del gobierno afgano. Rompiendo su promesa de poner fin a la guerra, Obama anunció el 15 de octubre que 5.500 soldados americanos permanecerán en Afganistán hasta 2017.
Los demás frentes tampoco son alentadores. Yemen, ensalzado como un “éxito” en septiembre de 2014, permanece sumido en una guerra civil entre los chiíes huzíes, que controlan la capital, y los antiguos socios de EE UU. Irak continúa siendo un agujero negro en la política exterior estadounidense, mientras que en Siria Rusia se ha hecho con la iniciativa.
Igual de preocupante, o más, es la factura que estas nuevas guerras pasan a la democracia estadounidense. A la larga, la opacidad que requiere este modelo de intervención es incompatible con una sociedad abierta y democrática. Las unidades de élite operan con un grado de secretismo alarmante, y la mayoría de legisladores americanos ignoran por completo sus actividades. Además de sabotear la responsabilidad del Congreso a la hora de autorizar guerras, la opacidad impide evaluar objetivamente los resultados de las intervenciones. Y mientras controle flotas de drones, la CIA continuará siendo una organización paramilitar en vez de la agencia de inteligencia que debiera ser.
The New York Times acaba de resucitar las dudas en torno a la versión oficial del asesinato de Osama bin Laden. Incluso el acto de más relevante de la política exterior de Obama permanece escondido bajo un manto de secretismo. Volviendo a Keegan: si la guerra es la perpetuación de una cultura por sus propios medios, la forma en que EE UU protege su “estilo de vida” muestra una democracia en dejación de funciones.