En el verano de 1914, y a medida que el ejército alemán arrollaba Bélgica camino de Francia, los generales galos se preguntaban si Gran Bretaña intervendría o se limitaría a contemplar la Primera Guerra Mundial desde el otro lado del Canal de la Mancha. Cien años después, la percepción de Reino Unido como una entidad ajena al resto de Europa persiste. En una reunión de los jefes de gobierno europeos, celebrada el 27 de junio (24 horas después de una cena en Ypres que conmemoraba el estallido de la Gran Guerra), David Cameron se plantó frente a sus socios. El objeto de la disputa era su oposición al nombramiento de Jean-Claude Juncker como Presidente de la Comisión Europea. El resultado, un Reino Unido en minoría absoluta (sólo Viktor Orbán, el autoritario presidente de Hungría, suscribió la posición británica) y un primer ministro que vuelve a Londres irritando tanto a eurófilos como euroescépticos.
Cameron no apoyaba el modo en que se seleccionó al candidato. Juncker, antiguo primer ministro de Luxemburgo, lideraba la candidatura del Partido Popular Europeo, victorioso en las elecciones del 25 de mayo. (Los conservadores británicos pertenecían a esta facción hasta que Cameron los movió a un nuevo grupo anti-federalista.) El primer ministro británico reclamaba un proceso de elección que involucrase directamente a los Estados miembros, y presentó a Juncker como un eurócrata volcado en la creación de una Europa federal.
En realidad, las inquietudes de Cameron son domésticas. Con su intento de torpedear el proceso, pretende congraciarse con un electorado cada vez más euroescéptico. Las elecciones legislativas tendrán lugar en mayo de 2015, y los conservadores han perdido fuelle ante el United Kingdom Independence Party (UKIP) del euroescéptico Nigel Farage. Tampoco la banca británica quiere una mayor integración en Europa, como quedó demostrado durante las negociaciones del pacto fiscal en diciembre de 2011. En esta ocasión, Cameron lanzó –y perdió– un órdago similar al de la semana pasada.
Londres ha dado un nuevo patinazo. Así lo consideran dirigentes cercanos a los conservadores británicos, como Radek Sikorski. En una conversación filtrada, el ministro de Exteriores polaco, admirador declarado de Margaret Thatcher, critica al gobierno británico con crudeza. En vez de plantar cara a los euroescépticos, Cameron ha cedido el campo y se ha creído su propia “propaganda estúpida.” “No lo pilla”, concluye Sikorski en relación al primer ministro y la integración europea. El gran ganador de esta dinámica es UKIP. En su reivindicación de la patria chica, el primer ministro, versión británica de Artur Mas, se ha subido a un tigre que no es capaz de embridar. Cría euroescépticos y te sacarán los ojos.
Las opciones son limitadas. Como señalan Martin Wolf en el Financial Times y un estudio del Centre for European Reform, no existe una opción de salida ideal. La UE es el principal mercado de las exportaciones británicas, y Londres su núcleo financiero. Cameron parece querer abandonar la unión y permanecer en el mercado común. De lograrlo, su país seguiría obligado a acatar la regulación de Bruselas, pero perdería la capacidad de influenciar el proceso de regulación desde dentro. Una victoria pírrica allí donde las haya.
La posición británica, no obstante, ha generado alarma en el continente. Líderes europeos como Angela Merkel, el ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble, el primer ministro sueco Fredrik Reinfeldt, y el propio Juncker han tratado de calmar las inquietudes de Cameron. Lo cierto es que Reino Unido, con su tradicional liberalismo y su actual apoyo a las políticas de austeridad, constituye un socio importante para Alemania y los países nórdicos, recelosos de una unión monetaria compartida con los países mediterráneos. Pero nada de esto mejora la imagen que ha dado el primer ministro, niño consentido al que los adultos consuelan para evitar futuras pataletas.
La época en que el Imperio británico gobernaba el mundo terminó hace un siglo. El Reino Unido actual, como las demás viejas glorias europeas, no es un peso pesado en la arena internacional. Lo mejor que puede hacer es multiplicar sus fuerzas dentro de la UE. De quedar aislado, el león británico descubrirá que su rugido se asemeja al chillido de un ratón.