El encuentro entre Donald Trump y Vladímir Putin, realizado el 16 de julio en Helsinki, ha generando sentimientos encontrados. De una parte, existía la esperanza de que sirviese para reconducir las relaciones entre Washington y Moscú, más tensas hoy que en ningún otro momento del pasado reciente. Al mismo tiempo, ha aumentado el recelo de los socios europeos de Estados Unidos –exacerbado por una cumbre de la OTAN desastrosa y la reciente definición de la Unión Europea como “un enemigo” por parte de Trump–, alarmados ante la posibilidad de que los dos mandatarios se alineen en su perjuicio. En EEUU, la comparecencia de los dos presidentes se ha interpretado como vergonzosamente deferente a los postulados de Putin, especialmente en lo que concierne a la supuesta injerencia rusa en las elecciones de 2016.
Al margen del resultado, el encuentro se inscribe en una tradición de cumbres que arrancó durante la Segunda Guerra Mundial y ha servido para modular la relación entre ambas potencias. En los peores casos, encuentros tensos sentaron las bases para un periodo de conflicto entre Rusia y EEUU. En los mejores, la sintonía entre los mandatarios de cada país se vio templada por los límites de sus respectivos mandatos. Aunque la historia de estas cumbres ofrece algún resquicio para ser optimista, por lo general aconseja el escepticismo.
De Berlín a Berlín
Durante las tres conferencias más celebres de la Segunda Guerra Mundial, celebradas en Teherán (1943), Yalta y Potsdam (las dos en 1945), Rusia, Reino Unido y Estados Unidos se reunieron en calidad de aliados. A las dos primeras asistieron Stalin, Roosevelt y Churchill con el fin de establecer el desarrollo de la guerra y las condiciones de paz tras la derrota del nazismo. Una de las interpretaciones más comunes sobre el origen de la Guerra Fría enfatiza la buena relación entre el presidente estadounidense y el dictador soviético, que se quebraría tras el fallecimiento de Roosevelt en abril de 1945 (dos meses después de Yalta). A Potsdam, en las afueras de un Berlín recién liberado por el Ejército Rojo, acudiría Harry Truman por parte de EEUU y el laborista Clement Attlee, que sustituiría a Churchill como primer ministro británico. Con la ocupación soviética del este de Europa y el desarrollo de la bomba atómica (Hiroshima era bombardeada cuatro días después del encuentro), comenzaban a trazarse las trincheras que enfrentarían a EEUU y la URSS durante las siguientes cuatro décadas.
Las cumbres entre Nikita Kruschev y sus homólogos estadounidenses se inscriben en el periodo más tenso de la Guerra Fría. Aunque un primer encuentro con Dwight Eisenhower (Camp David, 1959) esbozó la posibilidad de reducir hostilidades, el derribo de un avión de reconocimiento estadounidense en territorio soviético hizo descarrilar la cumbre celebrada en París en 1960, a la que también asistían Charles de Gaulle y el británico Harold MacMillan. Un año después, Kruschev se reunía en Viena con John F. Kennedy, en uno de los encuentros bilaterales más famosos de la historia. Más joven y menos experimentado que su contraparte, el presidente estadounidense terminó sintiéndose vapuleado tras el encuentro. Kruschev, por su parte, llegó a la conclusión de que al estadounidense le faltaba cuajo. Una impresión que condicionaría el desarrollo de la crisis de los misiles, donde el Kremlin esperaba una respuesta más pasiva que la que terminó por encontrarse.
Durante el periodo de la Détente, los encuentros bilaterales produjeron resultados más constructivos. En 1972, Richard Nixon se convertía en el primer presidente estadounidense en visitar Moscú, aprovechando la crisis sino-soviética para rebajar tensiones con Leónid Brézhnev y firmar un tratado para la limitación de armamento nuclear estratégico (SALT). Una senda en la que ahondaría Gerald Ford durante la Conferencia de Helsinki, que entre 1973 y 1975 estableció las bases para una suerte de convivencia pacífica entre las superpotencias en Europa, culminando con la creación de la OSCE. En 1979, Jimmy Carter y Brézhnev se reunían en Viena para firmar una segunda versión del SALT, que sin embargo se vería anulada tras la revolución iraní y la invasión soviética de Afganistán.
Mijáil Gorbachov, que llegaba al poder en 1985 con el mandato de reformar la URSS, desarrolló una relación sorprendentemente positiva con Ronald Reagan. Aunque el político republicano realizó una campaña presidencial histriónica, en la que denunciaba constantemente a la URSS, en Reikiavik (1987) conectó con el dirigente soviético a través de su mutuo interés por la desnuclearización. En un giro inesperado, los mandatarios concluyeron que era necesario abolir sus arsenales nucleares antes de 2000, una iniciativa que se vio frustrada por la decisión estadounidense de continuar con su programa de militarización espacial. Igual o más simbólicos fueron los repetidos encuentros entre Gorbachov, George W. Bush y sus respectivos ministros de Exteriores –Eduard Shevardnadze y James Baker–, en los que la URSS aceptó la reunificación de Alemania tras la caída del muro de Berlín. Como demuestra la historiadora Mary Elise Sarotte en su excelente libro 1989, gran parte de los choques actuales entre Washington y Moscú tienen como origen el incumplimiento de una serie de promesas que los diplomáticos estadounidenses ofrecieron a los soviéticos a cambio de que aceptasen la reunificación alemana.
Guerra fría, posguerra caliente
En su estudio de las relaciones entre Rusia y EE UU tras la caída de la URSS, la diplomática estadounidense Angela Stent señala que la relación bilateral se ha caracterizado por vaivenes constantes entre cooperación y conflicto, así como una fe desproporcionada en la “química” entre dirigentes como principal aglutinador de las relaciones. En un principio, por ejemplo, el trato personal entre Bill Clinton y Boris Yeltsin –que en su memorable visita a Washington, en 1995, se agarró varias cogorzas históricas– eran excelentes. Pero las dinámicas estructurales de la relación –y, en concreto, la decisión de expandir la OTAN al este de Europa así como el bombardeo de la OTAN de Belgrado– pusieron un fin abrupto a este deshielo inicial.
Aunque sorprenda en retrospectiva, Bush jr. y Putin también empezaron su relación amistosamente, con el primero alegando haber “vislumbrado el alma” de su interlocutor tras un encuentro en Liubliana (2001) y el segundo apoyando a EE UU en las fases iniciales de la llamada guerra contra el terrorismo. Pero este entendimiento se arruinó tras la invasión estadounidense de Irak (2003) y la intervención rusa en Georgia (2008). Aunque Barack Obama se propuso reencauzar las relaciones con Moscú, sus encuentros personales con Putin depararon, principalmente, un sinfín de imágenes en las que el presidente estadounidense aparecía visiblemente incómodo o irritado. El encuentro más célebre de este periodo se realizó entre Hillary Clinton y el ministro de Exteriores Serguéi Lavrov, cuando sostuvieron el famoso botón del “Reset”. El traductor se equivocó y escribió “sobrecarga” en vez de «reinicio», quién sabe si en un momento de clarividencia ante las crisis que se avecinaban en Ucrania, Siria y el este de Europa.
La actual cumbre también se ha celebrado en un clima de pretendida complicidad entre Trump y Putin, que escandaliza a gran parte de la opinión pública estadounidense, así como a los servicios de seguridad del país –el 13 de julio, el fiscal Robert Mueller imputó a 12 espías rusos por su presunta participación en una trama de manipulación electoral– y a miembros del Partido Republicano. Bajo la bonhomía latían, como de costumbre, conflictos considerables que continúan enquistados. El estatus de Crimea, el rearme de la OTAN en Europa del Este, el futuro de Siria y una incipiente carrera nuclear se cuentan entre los problemas más espinosos de la relación.
Trump difícilmente iba a zanjar estas cuestiones durante una charla personal con Putin, como la que ya tuvo lugar durante la cumbre del G-20 en Hamburgo. Es el mandatario ruso quien parece posicionado para sacar réditos del encuentro, aprovechando la credulidad e ignorancia de su homólogo.
Cuando se detecta flaqueza, indecisión, falta de unión o posibilidad cierta de chantaje, la otra parte suele actuar de forma resuelta y sin miedo a las contramedidas.
El presidente Vladímir Putin sabe que ni EE.UU. ni la Unión Europea están en condiciones de hacer valer su ‘autoritas’, así se anexionó Crimea, presentado como un éxito de V. Putin. El presidente Poroshenco de Ucrania sabe que está sólo frente a la escisión de Lugansk y Donesk, dónde él ejército ruso con o sin uniforme, entra cuando lo precisa.
Y, actualmente y dada la situación geopolítica, realmente V. Putin hace lo que considera necesario.