Pocos días después del cierre de la Cumbre Humanitaria Mundial, celebrada en Estambul el 23-24 de mayo, aún es difícil valorar el alcance de la misma. ¿Cómo medir el éxito de este encuentro tras más de tres años de preparación? ¿Qué resultados tangibles nos deja?
Uno de sus primeros logros es el mero hecho de que se haya celebrado por primera vez, ya que la acción humanitaria no ha contado hasta ahora con la atención de otros grandes retos globales, como el desarrollo o el clima, los cuales han logrado movilizar, con más o menos éxito, a los líderes mundiales en cumbres sucesivas.
El panorama global viene mostrando, sin embargo, la necesidad de alcanzar un consenso internacional para mejorar la ayuda a las víctimas de conflictos armados y desastres naturales. Con cuatro conflictos de máximo alcance (Siria, Irak, Yemen y Sudán del Sur), una cifra récord de personas desplazadas desde la Segunda Guerra mundial y 125 millones de personas viviendo directamente en una situación de crisis, el “sistema” de la ayuda parece desbordado. Hasta tal punto que, en una década, los llamamientos de Naciones Unidas para financiar la ayuda han crecido exponencialmente, mientras los recursos movilizados en el ámbito internacional tienden a estancarse: a día de hoy, solo se logra financiar la mitad de esos llamamientos.
En este contexto, un indicador para valorar el éxito de la reunión es precisamente comprobar en qué medida cumple con la apelación de “cumbre” y cuántos dirigentes de máximo nivel acudieron finalmente a la cita. Este primer dato evidencia, sin duda, una de las principales decepciones, especialmente en lo referido al compromiso de las grandes potencias. Asimismo, si bien 172 países participaron, solo lo hicieron 55 jefes de Estado o de gobierno (frente a los 150 en la COP21 en París). De estos, solo una, Angela Merkel, representaba a una de las grandes potencias. Ni Barack Obama, ni David Cameron, ni François Hollande viajaron a Estambul y, en el caso de Vladimir Putin, su ausencia vino acompañada de duras críticas sobre una cumbre que, según él, “ha ignorado el punto de vista de los Estados”.
En el extremo opuesto se encuentra la posición de Médicos Sin Fronteras (MSF), una de las principales organizaciones humanitarias, que decidió no acudir argumentando que “se niega a reforzar las obligaciones de los Estados”, especialmente de cara al Derecho Internacional Humanitario y al derecho de los refugiados. Los recientes ataques que sufrieron hospitales de esa ONG en Kunduz (Afganistán) y en Alepo (Siria) –por parte de Estados Unidos y fuerzas respaldadas por Rusia, respectivamente– no fueron ajenos a esta decisión, ya que, junto con el reciente acuerdo entre la Unión Europea y Turquía, ilustraron el creciente desprecio a las normas básicas de la guerra y del refugio.
Más allá de las dudas y críticas que acompañaron su preparación, el secretario general la ONU, Ban Ki-moon, logró canalizar las propuestas recogidas en el proceso de consultas regionales y plantear, en febrero de 2016, una “Agenda para la Humanidad” para guiar los debates durante el evento. El documento de síntesis final se articula pues en torno a estas prioridades y aúna declaraciones de compromisos e iniciativas más concretas.
Los dos primeros pilares de la agenda trataban de la prevención y finalización de los conflictos armados, por una parte, y del respeto de las normas del Derecho en estos contextos, por otra. Sin sorpresa, estos apartados generaron resultados limitados, al ser cuestiones eminentemente sensibles en el terreno político.
El tercer pilar, centrado en “no dejar a nadie atrás”, permitió reafirmar la necesaria atención por igual de hombres, mujeres, niños, niñas y personas desplazadas dentro o fuera de su país. Las declaraciones incluyen, en este apartado, pasos inicialmente significativos, como la creación de un fondo específico para la educación en las emergencias.
El cuarto pilar aglutinó varias iniciativas para “trabajar de forma diferente” y logró impulsar redes para potenciar a las organizaciones regionales o la colaboración del sector privado. También es destacable la alusión a nuevos estándares de referencia para la calidad de la ayuda, como la Norma Humanitaria Esencial.
El último pilar permitió concretar las mejores vías para “invertir en humanidad” y diversificar la financiación. En este capítulo, destaca el “gran pacto” (Grand Bargain) impulsado por los principales donantes, en el cual se recogen medidas para garantizar más eficiencia. En este se plantea, por ejemplo, dar un mayor protagonismo a las organizaciones locales a las cuales se destinaría, sin intermediarios, un 25% de los presupuestos movilizados en 2020.
A modo de conclusión, cabe señalar que la cumbre representa de manera inequívoca un hito en el proceso de consolidación y mejora de la acción humanitaria. Conviene, sin embargo, matizar cualquier exceso de optimismo. Lo conseguido y concretado, finalmente, resulta muy limitado, frente a las necesidades y amenazas que caracterizan los contextos de crisis alrededor del mundo. Su verdadero éxito, si finalmente se produce, se encuentra en la consolidación de la agenda establecida en Estambul y en una mayor involucración de los actores internacionales en el proceso. ¿Hasta la siguiente cumbre?