Hacia el final de su memorable discurso de despedida como presidente de los Estados Unidos de América, George Washington aconsejó a sus compatriotas que evitasen implicarse en las “vicisitudes” políticas europeas o en las “combinaciones y colisiones de sus amistades o enemistades”. Por qué, se preguntaba Washington, “enredar nuestra paz y prosperidad en las dificultades de la ambición, la rivalidad, el interés, el humor o el capricho europeos”. Desde hace poco más de un siglo, sin embargo, EEUU no parece haber hecho otra cosa que enredarse, una y otra vez, en las ambiciones y rivalidades europeas. El último ejemplo: la guerra en Ucrania, un asunto eminentemente europeo donde el actor clave –más allá de los propios contendientes– parece ser, de nuevo, la superpotencia americana.
En la Primera Guerra Mundial, bajo la presidencia de Woodrow Wilson, los millones de soldados que EEUU envió al frente occidental en el último año de la contienda acabaron inclinando la balanza a favor de los aliados. En la Segunda, bajo la presidencia de Franklin Roosevelt, EEUU ejerció primero de “gran arsenal de la democracia” a través del programa de Préstamo y Arriendo, para luego volcar todo su poderío humano y material en dos grandes teatros de operaciones separados por más de 10.000 kilómetros. Durante la guerra fría, el paraguas de seguridad que brindó ante la amenaza soviética, mantenido por muy diversas administraciones, permitió a los europeos centrarse en reconstruirse económica y políticamente, disfrutando de décadas inéditas de paz y prosperidad. En la última gran guerra europea del siglo XX, la de Yugoslavia, fueron los estadounidenses quienes auspiciaron en Dayton (Ohio) las conversaciones de paz que propiciaron el final del conflicto.
En la guerra en Ucrania, EEUU vuelve a ser un actor decisivo. Según el Kiel Institute for the World Economy, entre enero y octubre de este año la administración presidida por Joe Biden ha comprometido más de 52.000 millones de euros en ayuda militar, financiera y humanitaria para Ucrania. Entre el armamento made in America destinado a Kiev están los cohetes portátiles antitanque Javelin –que han destruido miles de blindados rusos– o los Himars, un sistema multilanzadera de cohetes de alta precisión que pueden llegar a distancias de 70 kilómetros, fundamentales en el éxito de las últimas ofensivas ucranianas. El último paquete de ayuda, de 400 millones de dólares, incluye desde equipos de protección contra el frío hasta sistemas de defensa aérea y munición, como misiles para los sistemas de defensa aérea Hawk suministrados recientemente por España, que permitirán proteger a las tropas y a las infraestructuras ucranianas de los drones y helicópteros rusos. En definitiva, EEUU no ha dejado de proveer armas y equipamiento indispensables para sostener el heroico esfuerzo ucraniano en las diferentes fases de la guerra.
Así, hoy somos los europeos quienes no podemos evitar enredarnos, aunque sea vicariamente, en la cuitas estadounidenses, siguiendo las vicisitudes políticas americanas con interés genuino e indisimulada preocupación. Nos jugamos mucho en cada elección celebrada al otro lado del Atlántico. En las últimas, las de medio mandato del 8 de noviembre, los europeos comprometidos con la causa ucraniana temíamos que un debilitamiento de los demócratas –podrían haber perdido el control de ambas cámaras del Congreso, la de Representantes y el Senado– afectase al compromiso de EEUU con Ucrania.
No ha sido así. La firmeza del compromiso americano está, por el momento, asegurada. El consenso entre ambos partidos en la cuestión ucraniana es claro, a pesar de ciertas veleidades republicanas, como cuando, durante la campaña, el nuevo speaker de la Cámara de Representantes, el republicano Kevin McCarthy, sugirió que no habría un “cheque en blanco” para Kiev si su partido se imponía en las elecciones. No tardó en ser corregido por el líder republicano del Senado, Mitch McConnell, que afirmó que “el gobierno de Biden y nuestros aliados deben hacer más para suministrar las herramientas que Ucrania necesita para frustrar la agresión rusa”. En Washington, la mayoría de la clase política considera que lo que está en juego es nada menos que el orden mundial levantado tras la Segunda Guerra Mundial y apuntalado con la victoria estadounidense en la guerra fría, así como el estatus de su país como superpotencia hegemónica. Tanto demócratas como republicanos consideran que cualquier traspiés en Ucrania mandaría un mensaje de debilidad ante al revisionismo ruso y, principalmente, frente al expansionismo chino.
«¿Tiene sentido asumir el coste de la guerra en Ucrania, con todo lo que hay en juego, sin aumentar la ayuda donde realmente es decisiva: sobre el terreno?»
Los europeos también ayudamos al esfuerzo de guerra ucraniano y, sobre todo, infligimos daños irreparables a la maquinaria de guerra rusa (al tiempo que soportamos un coste económico ingente por ello). Los sucesivos paquetes de sanciones y la acelerada desconexión energética han minado la economía y la capacidad de combate de las fuerzas armadas rusas, sin duda. Pero en el ámbito militar, el volumen europeo está hoy lejos del estadounidense. Según el Kiel Institute, los compromisos de los países e instituciones de la Unión Europea suman 29.000 millones de euros, de los que 2.500 millones corresponden a ayuda militar (en comparación con los 27.600 millones de EEUU). Algunos casos, como el alemán, sorprenden –o no tanto– si tenemos en cuenta que el gigante económico europeo es, hoy día, un enano militar (algo que intentan corregir con su anunciado Zeitenwende, cuyo desarrollo, sin embargo, tardará en hacerse visible).
Ante este panorama, cabe preguntarse: ¿tiene sentido asumir el coste de la guerra en Ucrania, con todo lo que hay en juego, sin aumentar la ayuda donde realmente es decisiva: sobre el terreno? ¿Debemos dejar en manos estadounidenses (y, en menor medida, británicas) el curso de la guerra?
La gravedad del reto obliga a los europeos a plantearnos preguntas incómodas. Una de las principales se la hizo el alto representante, Josep Borrell, en las páginas de Política Exterior: “¿Habríamos sido capaces de hacerlo solos?”. Si los europeos no hubiésemos contado, al otro lado del Atlántico, con la firme voluntad y los ingentes recursos del amigo americano, ¿qué habríamos hecho? ¿Cuál habría sido nuestra actitud en un escenario diferente de la política americana, con otra administración menos inclinada a actuar? Mejor no pensarlo. Pero hay que pensarlo.
En Europa, la por ahora malograda invasión rusa provoca alivio y alarma casi a partes iguales. Alivio porque la UE, en particular, y Occidente, en general, están fuertes y están unidos; porque EEUU ha “vuelto”, como prometió Biden, después de los años oscuros de Donald Trump; porque el oso ruso tiene más de cartón piedra de lo que pensábamos, y su desdén por el Derecho Internacional y los derechos humanos, la inviolabilidad de las fronteras o el respeto a la integridad territorial de los Estados le está saliendo muy caro, por no decir impagable. Pero la invasión también alarma: porque detrás del cartón piedra ruso está el mayor arsenal nuclear del mundo; porque el estado de la defensa europea es, siendo generosos, aún embrionario; porque los fantasmas trumpianos siguen ahí, y, casi más importante, porque EEUU no va a dejar de mirar al Indo-Pacífico, por muy pendiente que hoy siga de las cuitas europeas. La siguiente guerra se librará allí.
El primer presidente de EEUU no era aislacionista, ni negaba la necesidad de alianzas estratégicas en periodos extraordinarios (como el de ahora). Pero sí tenía claro que Europa tenía sus intereses y América los suyos. Y que lo primero era la defensa del interés nacional de EEUU. Las preguntas que se hacía Washington nos sirven hoy muy bien a los europeos: ¿por qué hacer depender nuestra paz y prosperidad de la ambición, la rivalidad, el interés, el humor o el capricho estadounidenses?