En su reciente discurso sobre el estado de la economía británica, George Osborne, ministro de Hacienda de Reino Unido, ha anunciado un impuesto del 25% para multinacionales que trasladen sus beneficios a paraísos fiscales. Más que el mensaje, lo que sorprende es el mensajero: el gobierno de David Cameron se cuenta entre los mayores partidarios de la austeridad en la zona euro, y Londres se ha convertido en una máquina de blanqueo de dinero para oligarcas rusos. Pero Osborne no está solo en su conversión a lo que antes era una herejía. En octubre, Irlanda abandonó el Double Irish, una técnica de evasión fiscal gracias a la cual compañías como Google tributaban un 2,4% de sus beneficios. Francia lleva años intentando que Amazon pague más impuestos. También España se ha unido a la cruzada por regular el comportamiento de las multinacionales, proponiendo medidas como el “impuesto Google”.
Los gestos señalan que el paradigma respecto a la evasión fiscal en Europa está cambiando, aunque lentamente. Durante las últimas dos décadas, la tónica general fue precisamente la contraria: interferir lo mínimo con prácticas de este tipo, e ignorar o incluso incentivar la evasión fiscal. Por eso el abandono de esta política muestra la magnitud del problema antes que el compromiso de los gobiernos en cuestión. En España, las siete mayores empresas estadounidenses de tecnología pagaron sólo 1.251.608 euros en impuestos en 2012. En Estados Unidos, donde dos billones de dólares de ingresos corporativos se encuentran en paraísos fiscales, siete multinacionales pagan más a sus presidentes que al fisco. Si Google pagase el 35% al que le obliga el impuesto de sociedades americano, perdería el 25% de sus ingresos.
Las corporaciones multinacionales se deben a sus accionistas. Y en la mayoría de los casos, esos accionistas buscan exclusivamente un beneficio económico. En ese sentido, nadie debiera sorprenderse porque las multinacionales adopten medidas que no sean éticas pero sí legales. La cuestión es por qué se toleró esta dinámica en primer lugar. En este ámbito, el balance de los últimos veinte años es poco favorecedor para Europa. El caso de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, financiada con dinero público, es ilustrativo. Hasta el año pasado, la OCDE proponía medidas con las que compañías multinacionales han evadido más de 100.000 millones de dólares. Sus tres principales expertos en fiscalidad abandonaron la organización en 2011 y 2013, fichando por compañías con sedes en las Bermudas y Mauricio.
Los casos particulares en los Estados europeos también muestran que las recientes iniciativas en el terreno de la fiscalidad, a pesar de ser positivas, tienen un claro aspecto cosmético. Irlanda ha abolido el Double Irish como concesión para mantener un impuesto de sociedades sorprendentemente bajo (12,5%), que ha convertido a la isla en sede de multinacionales como Apple y Oracle. En España, la última década ha presenciado una erosión constante de la capacidad recaudatoria del Estado, promovida antes que combatida por las autoridades públicas.
El caso más paradójico no deja de ser el de la Comisión Europea, que con la llegada de Jean-Claude Juncker al poder ha prometido adoptar una agenda dura con el fraude fiscal. El número dos de Juncker, Frans Timmermans, era ministro de Exteriores cuando Holanda negoció un acuerdo con Starbucks que permitió a la compañía evadir impuestos. Pero es el propio Juncker quien continua en el punto de mira, tras revelarse que, durante sus veinte años al frente de Luxemburgo, convirtió al país en un paraíso fiscal, en el que multinacionales que operaban en Europa declaraban sus beneficios y los tributaban a menos de un 1%.
Juncker promete ahora ser especialmente duro con la evasión fiscal. “Esto no son solo palabras. Esto es una intención clara”, declaraba el 12 de noviembre. Preguntado por cómo una persona que promueve el fraude fiscal puede, acto seguido, combatirlo vehementemente, Juncker respondió: “Porque es lo que he dicho”. De momento, solo palabras.