Por Hervé Kempf.
En las últimas décadas, la crisis ecológica ha adquirido tal envergadura que sus consecuencias empiezan a ser claramente visibles y la comunidad científica describe, cada vez con más precisión, los efectos que ésta podría generar en el futuro de nuestras sociedades. Relegada hasta hace poco a la categoría de preocupación secundaria, e incluso folclórica, desde hace unos años se considera un factor geopolítico importante.
En 2007, el Center for Naval Analysis, grupo asesor constituido por oficiales estadounidenses retirados, publicaba un informe en el que se vinculaba seguridad nacional y cambio climático. A principios de 2008, Javier Solana, entonces alto representante para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, presentaba al Consejo Europeo un documento sobre el mismo asunto. A finales de 2008, el informe que cada cinco años publica el National Intelligence Council de Estados Unidos, organismo que sintetiza los análisis geopolíticos de los servicios de información estadounidenses, incluía el “pico del petróleo” (momento a partir del cual la producción mundial de petróleo entra en un progresivo descenso terminal), la escasez de agua y el cambio climático entre los principales problemas que deben definir la posición estratégica de Washington. En septiembre de 2009, la CIA inauguraba su centro sobre cambio climático y seguridad nacional, precisando que emprendería la labor de estudiar “el impacto en la seguridad nacional de fenómenos como la desertificación, el ascenso del nivel del mar, los flujos de población y la competencia creciente por los recursos naturales”.
Y, por si alguien aún alberga dudas acerca de la interacción entre crisis ecológica y política internacional, que compare la repercusión de la Cumbre de Copenhague sobre el clima en diciembre de 2009, en la que se dieron cita 120 jefes de Estado, con el modesto eco que cosechó la conferencia de la Organización Mundial del Comercio (OMC), organizada ese mismo mes.
Una crisis ecológica de dimensiones históricas
Antes de analizar con más detalle los impactos de la crisis medioambiental en las relaciones internacionales, vale la pena recordar el abecé del cambio climático.
El cambio climático se debe al incremento del efecto invernadero: hay determinados gases, como el dióxido de carbono o el metano, que tienen la propiedad de atrapar cerca de la superficie del planeta parte de la radiación que la Tierra refleja hacia el espacio. A causa de la reciente acumulación de dichos gases en la atmósfera, la temperatura media de ésta aumenta.
El aumento de la temperatura media a finales del siglo XXI debería situarse entre 1,4 y 5,8°C. Así lo ha calculado el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), que reúne a la comunidad de científicos especialistas en el cambio climático. Sin embargo, este nivel anunciado no es un máximo. Si nada cambia de aquí a fin de siglo, la temperatura seguirá aumentando. Estas cifras son sólo modestas en apariencia, ya que la temperatura media del globo es de 15°C. Bastan unos grados para que se produzca un cambio radical del régimen climático. Por ejemplo, menos de 3°C nos separan del holoceno, de entre hace 6.000 y 8.000 años, un período muy distinto del presente; asimismo, durante la era glacial de hace 20.000 años, la temperatura sólo era 5°C inferior a la actual.
Además, el cambio climático, en vez de producirse gradualmente, podría llegar de repente, impidiendo una adaptación progresiva de la sociedad: más allá de un determinado umbral (que los climatólogos acostumbran a situar en torno a los 2°C de calentamiento), el sistema climático podría desbocarse irreversiblemente.
Esta eventualidad se ha descrito en un informe encargado por el Pentágono en 2003: fue redactado por un gabinete californiano (Global Business Network) a petición de un influyente estratega del Pentágono, Andrew Marshall. El estudio se basaba en una hipótesis lanzada por los científicos, según la cual el cambio climático podría perturbar la circulación de la gran corriente oceánica que da la vuelta al planeta. El texto predecía que la temperatura caería en Asia, América del Norte y Europa, pero aumentaría considerablemente en el hemisferio Sur. La sequía se instalaría en diversas y grandes regiones agrícolas y los tornados se multiplicarían. Las consecuencias geopolíticas serían enormes, lo que explica el encargo del Pentágono.
Inmersa en un clima siberiano, Europa se precipitaría hacia la crisis. Estados Unidos se replegaría sobre sí mismo, incapaz de generar excedente agrícola. China volvería a conocer las hambrunas y el caos y miraría con avidez hacia Rusia. Las guerras se multiplicarían con el fin de conquistar los recursos, que entonces resultarían vitales.
La crisis de la biodiversidad mundial, aunque mucho menos conocida que el cambio climático, no es por ello menos inquietante. Su indicador más notable es la desaparición de especies. Los expertos calculan que el índice actual de extinción de especies alcanza entre 100 y 1.000 veces el índice natural registrado por la historia geológica, es decir, por el estudio de los fósiles.
La causa principal de la desaparición de variedades de seres vivos es la degradación o destrucción de sus hábitat; destrucción que, desde hace 50 años, avanza a un ritmo frenético. Según la “Evaluación de los Ecosistemas del Milenio”, informe elaborado por más de 1.300 científicos de todo el mundo: a partir de 1950 se han destinado a la agricultura más tierras que en los siglos XVIII y XIX juntos; desde 1980, se ha perdido el 35 por cien de los manglares (bosques húmedos de los litorales tropicales), así como el 20 por cien de los arrecifes de coral; la producción de nitrógeno por la humanidad supera la de todos los procesos naturales; mientras que la cantidad de agua retenida en los grandes embalses es entre tres y seis veces mayor que la contenida en los ríos.
De hecho, los autores del citado informe advierten de que “la actividad humana ejerce tal presión en las funciones naturales del planeta, que ya no se puede dar por hecho que los ecosistemas vayan a tener la capacidad de responder a las demandas de las generaciones futuras”.
A la transformación de los hábitat, por artificio o destrucción, viene a sumarse una contaminación general cuyos indicadores revelan que va en aumento. El mayor ecosistema del mundo, el conjunto de los océanos, se degrada hoy considerablemente. Las cuotas pesqueras, debidas a la reducción de los bancos de pesca, son el síntoma más visible del empobrecimiento de los océanos: respecto a las reservas de pesca, se ha pasado de un porcentaje de sobreexplotación del 10 por cien en los años setenta al 24 por cien en 2002, mientras que un 52 por cien se encuentra en el límite máximo de explotación.
Y la situación empeora
Un factor agravante de la crisis ecológica planetaria es la expansión espectacular de China, cuyo PIB lleva dos décadas creciendo a un ritmo cercano al 10 por cien anual, y de India, que no le va muy a la zaga. Es un crecimiento comparable al de Japón en la década de los sesenta, por el que el país del sol naciente se convirtió en la segunda economía del mundo. Pero China cuenta con una población 10 veces mayor que la de Japón inmersa en una enormen espiral de crecimiento económico; pesa mucho más en los ecosistemas mundiales, sobre todo debido a sus importaciones de materias primas y de madera, que transforman los entornos de los lugares de donde se extraen. De hecho, en 2008 China superó a EE UU en emisión de gases de efecto invernadero.
La presión ecológica de China –y en menor grado de India–, aunque perjudicial, no exime de responsabilidad a los países occidentales: debido al peso ya abrumador de estos en la biosfera, la carga suplementaria de las nuevas potencias hace insoportable la crisis ecológica. No es China quien provoca el problema, sino el hecho de que se añada a las dificultades ya generadas por EE UU y Europa. Entre todos empezamos a sobrepasar las capacidades de recuperación del planeta. “La huella ecológica de nuestras sociedades”, esto es, su impacto ambiental, según el concepto forjado por el experto suizo Mathis Wackernagel, “supera la biocapacidad del planeta”: consumimos más recursos ecológicos de los que produce la Tierra.
En resumen, la crisis ecológica marca un momento radicalmente nuevo: es la primera vez en la historia de la humanidad que se alcanzan los límites de la biosfera. Los geólogos han otorgado un valor simbólico a este hito, al considerar la etapa inaugurada con la revolución industrial como un nueva era geológica, el “Antropoceno”: el poder de transformación de la naturaleza por la humanidad convierte a esta en un agente geológico.
A la crisis ecológica se superpone la evidencia de la limitación de los recursos, cuyo indicador principal es la posible falta de petróleo. La crisis petrolífera viene anunciada por la conocida como “teoría del pico” de Hubbert, nombre del geólogo estadounidense que la formuló. Según esta teoría, la explotación de un recurso natural sigue una curva ascendente con un máximo en el centro. El cénit de dicha curva corresponde al momento en que la explotación alcanza un nivel máximo antes de empezar a decrecer.
Con la llegada de los grandes países emergentes al mercado del petróleo, el “pico del petróleo” se hace acuciante. Si China e India alcanzaran en las próximas décadas el nivel actual de consumo de Japón (el más austero de los países desarrollados), utilizarían 138 millones de barriles al día (mb/d). En 2005, el consumo mundial era de 82 mb/d.
Entretanto, surgen tensiones relacionadas con muchas otras materias primas, tensiones que no harán sino aumentar mientras los ritmos de crecimiento de las economías emergentes sigan siendo elevados. Al parecer, el uranio, cobalto, titanio, cinc, cobre y los metales raros van a escasear, al menos a precios moderados.
Las consecuencias previsibles
Sobre la base de los informes del IPCC y de un sinfín de estudios científicos, se pueden empezar a identificar con bastante claridad los efectos previsibles del cambio climático. Los más habitualmente mencionados por los expertos son:
– La subida del nivel de los mares, con importantes consecuencias en las regiones costeras, las más densamente pobladas. En concreto, se piensa en los deltas de los ríos Ganges, Mekong y Nilo, pero también del Missisipi, el Godavari (India) y el Yang-Tse.
– Los posibles cambios en la dirección y fuerza de las corrientes marinas.
– La acidificación de los océanos, que afecta a la biodiversidad marina y a la pesca.
– La escasez de agua potable, provocada por las sequías, la contaminación por agua del mar de la capa freática del suelo y el deshielo de los glaciares de montaña (especialmente en el Himalaya y los Andes).
– Fenómenos meteorológicos extremos, como ciclones, olas de calor e inundaciones brutales.
– Cambios en el régimen de las precipitaciones, que en unos lugares ocasionarían inundaciones; en otros, largas sequías; y en otros, la modificación de sistemas estacionales como el monzón indio.
No obstante, se habla también de algunas consecuencias positivas: la ampliación de superficies cultivables en Siberia o Canadá, o la apertura a la navegación del océano Ártico.
La rápida enumeración que acabamos de hacer muestra una geografía del cambio climático bastante elocuente como para que huelguen los comentarios. En general, los expertos opinan que los países del Norte serán los menos afectados por los efectos del cambio climático, al menos en las primeras décadas del siglo. Sin embargo, la posibilidad de que se produzcan grandes sequías en el suroeste de EE UU o en el sur de Europa (España, Italia, Grecia), demuestran que nadie se librará de las alteraciones futuras.
Las consecuencias posibles de la crisis de biodiversidad se han estudiado mucho menos que las de la modificación del clima, pero se teme que la disminución de la diversidad genética favorezca la aparición de grandes epidemias. Algunas de las que se vienen repitiendo desde hace años (SRAS –Síndrome Respiratorio Agudo Severo–, gripe aviar, gripe porcina H1N1), aunque por ahora controladas, no serían más que la antesala. Otras amenazas serían las enfermedades a gran escala de cultivos básicos (arroz, trigo, maíz, etcétera), con una capacidad de incidencia mucho mayor que la resistencia que puedan ofrecer estas especies, dado que su “paquete genético” se ha reducido notablemente en las últimas décadas. En todo caso, los análisis sobre las consecuencias de la pérdida de biodiversidad resultan todavía insuficientes.
Más allá de una caracterización geográfica nítida, hay dos fenómenos destacados que aparecen de forma recurrente en los análisis prospectivos. Por un lado, la posibilidad de que la producción agrícola pueda verse afectada de forma importante en un gran número de países, en especial los más pobres, donde además la población rural suele ser mayoritaria. De esta manera, mientras que los países del Norte podrían seguir produciendo, incluso más que antes, regiones enteras estarían en una situación de alto riesgo por falta de alimentos. Por otro lado, y ligado a lo anterior, los cambios ambientales brutales podrían provocar importantes migraciones humanas. Aunque este fenómeno, a menudo presentado como catastrófico, debe relativizarse. Como apunta François Gemenne, uno de los mejores especialistas europeos en la cuestión, “es raro que los factores ambientales estén aislados de su contexto socioeconómico; se mezclan con otros elementos económicos, políticos y culturales”. Es más, “estas migraciones son esencialmente migraciones internas; las internacionales son la excepción y no la regla”.
Ahora bien, tampoco se pueden excluir las migraciones masivas, y así lo ven muchos Estados, ya sea en Europa, con su sistema Frontex; EE UU, que erige un muro en la frontera con México; o el que prepara India en la frontera con Bangladesh, un país susceptible de acabar en buena parte sumergido si subiera el nivel del mar.
No obstante, hay otro asunto del que no se habla tanto pero que podría tener consecuencias más graves: la fragilidad de un gran número de Estados, incapaces de hacer frente a los efectos provocadas en sus sociedades por el choque medioambiental. En ese caso, o bien las situaciones catastróficas exigirían intervenciones “humanitarias” reiteradas por parte de las grandes potencias (la gestión de las consecuencias del seísmo en Haití en enero de 2010 es buen ejemplo de ello), o bien conllevarían el descalabro completo de los Estados en cuestión, lo que abriría la puerta a una inestabilidad que se extendería como una mancha de aceite. Lo cierto es que, debido a su elevado coste, los países mejor estructurados no podrían involucrarse muy a menudo en intervenciones importantes. Por tanto, el derrumbamiento de los Estados débiles es un escenario totalmente plausible. El psico sociólogo alemán Harald Welzer da una idea de la magnitud del problema: “Actualmente hay 2.000 millones de personas que viven en Estados considerados poco seguros, fallidos o camino de serlo; lo que, en definitiva, significa que su vida está sujeta a más peligros crónicos que la de la población de otras regiones del mundo”.
Guerra o cooperación
Ante este conjunto de nuevos retos, es comprensible que se plantee la posibilidad de nuevas guerras. De hecho, llama la atención que un responsable del más alto nivel, el entonces primer ministro australiano, lo haya afirmado claramente. En la inauguración de la conferencia de países de Asia y Pacífico, en diciembre de 2009, Kevin Rudd explicó: “Nuestra región cuenta con poblaciones numerosas y recursos limitados, lo que implica una potencial competición por los recursos escasos: petróleo, gas, agua y alimentos”. Y prosiguió: “Si no actuamos, la amenaza global del cambio climático tendrá consecuencias devastadoras para todos nuestros países: económicas, ambientales, de seguridad humana y, en último término, geoestratégicas. (…) En la actualidad, las grandes potencias viven en armonía. Sin embargo, la historia invita a la prudencia y a no dar por hecho que la paz, la armonía y la concordia son situaciones en cierto modo predeterminadas que se imponen en nuestra región. Un examen atento a la historia de las grandes potencias europeas en los siglos XIX y XX sugiere que debemos ser precavidos frente a esas hipótesis”.
No obstante, aunque la corriente mayoritaria de pensamiento acostumbre a considerar inevitable la multiplicación de los conflictos, la propia naturaleza del peligro ecológico podría, paradójicamente, contribuir a una mayor cooperación entre Estados. La crisis ecológica exige un cambio en el juego tradicional de rivalidad entre naciones, pues en el desequilibrio de la biosfera no habrá grandes ganadores ni perdedores, aunque las oligarquías rusa y canadiense sueñen con el petróleo del Ártico. En el mejor de los casos, las pérdidas serán desiguales, pero cuando se profundice el fenómeno todos saldrán, sin duda, malparados. Ante la cuestión ecológica, a las naciones les interesa, lógicamente, colaborar. Así que hay tantas posibilidades de paz como de guerra.
La inclinación de la balanza dependerá de cómo se traten los asuntos de justicia subyacentes. El cambio climático plantea la cuestión de la equidad en un mundo unido por el peligro compartido: en efecto, como hemos visto, los países más pobres serían los más golpeados, a pesar de tener una responsabilidad escasa en las emisiones de gases de efecto invernadero desde 1800. La prevención del riesgo climático –único modo de reducir las amenazas a las que nos hemos referido– supone un esfuerzo común pero, para ser justos, son los países más ricos los que deben llevarlo a cabo en primer lugar.
Que China supere ahora a EE UU en emisión de gases de efecto invernadero no modifica fundamentalmente esta cuestión de justicia: por un lado, Pekín alega que sus emisiones por habitante son muy inferiores a las estadounidenses; por otro, subraya que en cuanto a emisiones acumuladas desde 1800, su “saldo” está lejos del de su competidor.
En definitiva, de lo que se trata es de repartir mundialmente un recurso limitado: el volumen de gas carbónico que todavía se puede emitir sin provocar el cambio climático. El freno a las emisiones de carbono por parte de los países del Sur debería suponer previamente –o al mismo tiempo– el de los países del Norte. Y en estos últimos, en los que cada habitante emite un promedio muy superior al de un ciudadano de los países del Sur, la reducción por cápita debe ser mucho más notable que en la región meridional del planeta.
Por tanto, lo que está en cuestión es el reequilibrio del juego mundial de las potencias, que se traduce en la obligación de Occidente de “entrar en vereda” tras una larga etapa (unos 500 años) de dominación. Para quienes se sientan molestos por esta perspectiva, bueno es recordar que, según las previsiones de las Naciones Unidas sobre división de la población, los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) representarán el 12 por cien de la población mundial en 2050, frente al 60 por cien de los de Asia y el 20 por cien de África.
Ahora bien, la cuestión de la justicia no se plantea únicamente entre naciones. En el seno de cada una de ellas las situaciones de los distintos grupos sociales son muy diferentes, algo que también debería tenerse en cuenta en la necesaria reducción global, de modo que los mayores emisores reduzcan mucho más sus emisiones que las personas de recursos más modestos. En un contexto que, desde los años ochenta, ha visto aumentar notablemente las desigualdades en la distribución de la riqueza en todos los Estados occidentales (así como en la mayoría de países emergentes), una fuerte y necesaria reducción de emisiones plantea la cuestión de la justicia social y –dado que el nivel de emisiones de gases de efecto invernadero está estrechamente relacionado con el nivel de renta– de la redistribución de los ingresos.
Vemos, pues, que la cuestión geopolítica planteada por la crisis ecológica se presta a dos soluciones radicalmente distintas. La primera se daría en un mundo que no llegara a transformar sus modos de vida y consumo, y llevaría a una escalada inexorable hacia la guerra. La segunda, el mantenimiento de la paz global optando por una redistribución de los recursos limitados a escala internacional, sólo posible por medio de la justicia social en el ámbito interno.
La clave de las relaciones internacionales en los próximos 50 años, estructurada por la cuestión ecológica, depende más de la evolución interna de los países que de sus relaciones aparentes de poder.
En otras palabras: las estrategias de lucha contra el cambio climático no deben ignorar la búsqueda de equidad.
Hervé Kempf es periodista especializado en ecología. Ha publicado Cómo los ricos destruyen el planeta (Libros del Zorzal, 2008) y Para salvar el planeta, salir del capitalismo (Capital Intelectual, 2010).
Para más información:
Vicente López-Ibor Mayor, «La geoenergía en el Ártico». Política Exterior núm. 134, marzo-abril 2010.