Nada de los resultados electorales del 4 de marzo en El Salvador resulta sorprendente. Siguiendo la pauta de las elecciones anteriores, en esta ocasión, el descontento ciudadano con los partidos políticos, y especialmente con la gestión gubernamental del partido oficialista, se tradujo en un alto abstencionismo y en un incremento del voto nulo y blanco como acto de protesta ciudadana frente a una oferta partidista que ya no les representa. Según las encuestas preelectorales del Instituto Universitario de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IUDOP), cerca del 88% de la ciudadanía decía no sentirse representada por los diputados o diputadas; mientras que, más del 75% consideraba que las propuestas de campaña “eran más de lo mismo”. Además, indicaban que las dos instituciones que menos confianza inspiraban a la población eran la Asamblea Legislativa y los partidos políticos. Por si eso fuera poco, las encuestas registraban que dos de cada tres personas no quería que ninguno de los partidos mayoritarios gobernara el país.
Esta crisis de representatividad se manifestó en un potente voto de castigo hacia los dos partidos mayoritarios, especialmente al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que perdió cerca del 44% de los votos respecto a las elecciones de 2015. Esta diminución del apoyo puede deberse al hecho de ser el partido oficialista en un país que sufre un bajo desempeño económico, una fuerte crisis fiscal y una endémica inseguridad y violencia social desde hace décadas. Así pues, el FMLN con 23 escaños (el 24%) sufrió una grave derrota electoral a un año de las presidenciales.
Este resultado deja al FMLN en una situación crítica en su último año de gobierno. Por un lado, necesitará de al menos tres fuerzas parlamentarias más para configurar una “coalición mínima ganadora” a la hora de aprobar cualquier ley o política pública; por el otro, el partido ha perdido su grado de influencia y su poder de bloqueo –tener al menos 29 escaños, algo de lo que gozaban desde 2000– para llevar a cabo los importantes nombramientos previstos para este año en la Asamblea Legislativa, como los magistrados de la Sala de lo Constitucional o el Fiscal General de la República. Esta mayoría también les permitía influir en la aprobación del presupuesto general o de préstamos internacionales, así como declarar la incapacidad física o mental del presidente. En resumen, nunca en la reciente historia democrática de El Salvador un partido oficialista había sido tan débil, por lo que los próximos meses serán un reto de negociación política –sin muchas monedas de cambio– para seguir ejecutando el plan de gobierno.
Por otro lado, la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) se situó como primera fuerza parlamentaria, con 37 diputados y diputadas. No obstante, este triunfo difícilmente puede interpretarse como éxito propio, pues ARENA perdió un 7% de los votos logrados en la elección legislativa anterior –unos 62 mil votantes– y, ganaron la Alcaldía de San Salvador –uno de los principales botines en esta contienda electoral– con menos votos de los que recibieron en 2015 cuando la perdieron. En otras palabras, ARENA también sufrió el voto de castigo de la ciudadanía salvadoreña. Sin embargo, dicha pérdida se tradujo en victoria electoral debido a que la configuración del sistema salvadoreño produce una suerte de juego de suma cero, donde si los dos partidos mayoritarios pierden apoyos electorales, gana quién permanezca más estable: en este caso, ARENA ganó porque su voto de castigo fue considerablemente menor que el del FMLN. Con todo, los resultados demuestran que el malestar es generalizado; si en 2015 entre los dos partidos concentraban el 76% de los votos, este año alcanzan el 66%.
Los partidos también fallaron en su función de movilizar activamente a la ciudadanía, ya que en estas elecciones 57 de 100 personas no fueron a votar, y de aquellos que votaron, 1 de 10 votó nulo o en blanco. Si bien estas elecciones siguieron la pauta en relación la escasa participación, si se detecta un aumento en el aumento del voto nulo –un 266% respecto a 2015– como acto de protesta a la oferta partidaria, tanto que su porcentaje superó el apoyo de los partidos políticos pequeños. Otro hecho que revela que los votantes están dispuestos a seguir nuevos senderos, es el hecho de que, por primera vez, la Asamblea Legislativa tendrá de un diputado independiente. Todos estos elementos muestran que algo está pasando en el sistema de partidos salvadoreño.
Con respeto a la institucionalización del sistema de partidos, se puede advertir que si bien se mantiene cierta institucionalización del sistema, en la última década ha habido un grave deterioro de algunos de sus indicadores. Así, a pesar de que la oferta política salvadoreña sigue siendo “estructurada” y refleja cierta “estabilidad”, la volatilidad electoral ha ido creciendo, y aunque los partidos gozan de un voto leal, poco a poco se va erosionando, de modo que van perdiendo legitimidad, porque cada vez reúnen menos apoyo electoral.
Los comicios de 2018 abren interrogantes sobre el sistema electoral salvadoreño. Aún es pronto para saber si se trata de un ejercicio de control retrospectivo, mediante la “accountability vertical”, de un electorado cansado de otorgar una especie de cheque en blanco sin obtener resultados, ha decido pasar la factura a sus representantes. Muestra de ello son la disminución del caudal de voto de los partidos mayoritarios como que un 20% de los candidatos (hombres y mujeres) fracasaran en su intento de reelegirse. Los resultados también podrían ser un claro signo de crisis estructural del sistema de partidos de El Salvador, ante su incapacidad a la hora de ajustar su actividad política a los nuevos tiempos y la pérdida de representatividad.
Con todo, los dos partidos mayoritarios salvadoreños tienen una difícil tarea por delante ante las presidenciales de 2019. El camino de la recomposición interna es difícil y si los factores de amenaza externa se materializan –la candidatura presidencial del actual alcalde capitalino, Nayib Bukele– las próximas elecciones supondrán un reto adicional a las dos fuerzas políticas tradicionales. De momento, nada de las actuaciones de estos partidos refleja que un cambio de estrategia. ARENA continúa celebrando la victoria a pesar de haber perdido apoyos electorales, y sigue sin reparar la fractura interna, que involucra a sus mecenas, relacionada con la selección de su candidato presidencial. E FMLN no reacciona de forma contundente a su infortunio electoral y, a dos semanas de las elecciones su cúpula política, no ha depuesto sus cargos, por lo que siguen obstaculizando la llegada de nuevos liderazgos que asuman la reconstrucción del partido y lideren la contienda electoral del próximo año. Tampoco el gobierno ha asumido su responsabilidad política, pues los cambios realizados parecen estar más motivados en el beneficio del propio gobierno y el partido, que en una transformación profunda y mejora significativa en su gestión pública. En fin, la próxima contienda electoral ya comenzó y sus resultados serán producto de la responsabilidad y asertividad con que los partidos políticos asuman las lecciones que la ciudadanía salvadoreña les expresó en las urnas el 4 de marzo.