Sorpresa y decepción. El 22 de noviembre, en un especial del periódico The Guardian sobre populismo, la ex candidata presidencial Hillary Clinton salió en defensa parcial de su némesis Donald Trump, declarándose a favor de una política migratoria más estricta. “Europa ha cumplido su parte –sostuvo Clinton– y debe mandar un mensaje claro: ‘No vamos a poder continuar dando apoyo y refugio porque, si no atajamos la cuestión migratoria, continuará enturbiando nuestra política’”. Habida cuenta de que la demócrata basó gran parte de su campaña en oponerse a todo lo representaba su rival, el giro ha sido criticado duramente incluso entre sus antiguos partidarios.
Con todo, la postura de Clinton no sorprende demasiado. Como explica Gonzalo Fanjul, el centro-izquierda ha tirado la toalla en el debate migratorio, asumiendo que la intransigencia de sus oponentes es tan popular que no se debe combatir, sino –en el mejor de los casos– mitigar. Las posiciones de la mayor parte de sus representantes, sostiene Fanjul, son “un monumento al derrotismo”. Otro ejemplo de esta deriva es Chuck Schumer, líder demócrata en el Senado de Estados Unidos, dispuesto a invertir 1.600 millones de dólares en “seguridad fronteriza”, si bien no en construir el muro que exige Trump.
Al otro lado del Atlántico, la situación es similar. Uno de los ejemplos más bochornosos tal vez sea el del laborista Ed Miliband, predecesor de Jeremy Corbyn, que en su última campaña electoral adoptó una estrategia de xenofobia edulcorada. En Dinamarca, los socialdemócratas defienden abiertamente una política anti-inmigración. Incluso en España, donde el gobierno de Pedro Sánchez inició su andadura con gestos de acogida, la puesta en escena ha durado poco, como está mostrando la saga del pesquero Nuestra Madre de Loreto. Solo la alianza de izquierdas en Portugal, liderada por socialistas, mantiene una política de acogida ambiciosa y honesta.
Un error común
En verdad, cabe extender las críticas de Fanjul al resto del espectro político. Es en los partidos conservadores tradicionales donde la presión electoral y discursiva de la derecha radical ha logrado mayores réditos. En los países que establecen un cordón sanitario en torno a estas fuerzas –el caso de Francia con el Frente Nacional–, la tendencia es que el centro-derecha absorba parte de este discurso extremista, como hizo Nicolás Sarkozy con Marine Le Pen. En casos como el de Austria, donde conservadores y derecha radical gobiernan juntos, la deriva es aún más explícita. En España, por otra parte, la irrupción –aún tímida– de Vox se ha saldado con un viraje instantáneo hacia posturas intolerantes por parte del Partido Popular.
Tampoco la izquierda no socialdemócrata se libra de esta tentación. Tanto en Alemania como en Francia, existen representantes de Die Linke y Francia Insumisa –como Sahra Wagenkecht o el recientemente dimitido Djordje Kuzmanovic– que abogan por una política más férrea en el control de fronteras. En la izquierda española existen defensores de una línea soberanista similar, aunque de momento son minoritarios.
No es porque, como reza el cliché, los extremos se toquen. Abundan partidos y movimientos que, evitando posicionarse como de izquierdas o de derechas, recurren a estrategias xenófobas cuando les resulta conveniente. Es el caso del Movimiento 5 Estrellas en Italia, Ciudadanos o incluso el presidente francés Emmanuel Macron, que inició el año presentando una ley de inmigración restrictiva. Incluso el Dalai Lama, ese icono de la transversalidad que lleva la inmensa mayoría de su vida viviendo como refugiado político en Dharamsala, anunció recientemente que «Europa es de los europeos» y los inmigrantes deberían considerar el retorno a sus países de origen.
Los motivos aducidos para justificar esta postura son diversos. Para la derecha, es la conservación de la identidad nacional ante la llegada de extranjeros con distinta lengua, religión o color de piel lo que estaría en juego. La izquierda prefiere apuntar a la amenaza que presenta la inmigración para los estándares laborales, a la erosión del Estado del bienestar o la presión sobre la clase trabajadora local. El centro apela a una y otras cuestiones con mayor o menor oportunismo. Los tres coinciden, no obstante, en una condena al buenismo progresista que defiende un mundo sin fronteras ni regulación de flujos migratorios. Un proyecto político que existe principalmente en su imaginación, pues a día de hoy es difícil encontrar partidos con representación parlamentaria que defiendan la abolición de las fronteras.
Porcentaje de estadounidenses que valoran positivamente la inmigración. Fuente: Gallup.
Lo que es más importante es que su temor de ser castigados por una horda de votantes xenófobos también es en gran medida infundado. Incluso en EEUU, como muestran las encuestas de Gallup, la actitud hacia la inmigración es más positiva hoy que en ningún momento de las últimas dos décadas. En la Unión Europea –con la excepción de los países del Grupo de Visegrado–, los sondeos de Pew Research sugieren que existen amplias mayorías a favor de la acogida de refugiados, con España a la cabeza de la lista. El problema de la mayor parte de votantes contrarios a la acogida de refugiados está en la importancia que atribuye a esta cuestión antes que en su preponderancia demográfica.
Este hecho coincidiría con los efectos reales de la inmigración. No está demostrado que la llegada de inmigrantes fuerce una competición a la baja por parte de los trabajadores locales –antes al contrario, su impacto puede ser económicamente beneficioso, expandiendo la demanda agregada–. Tampoco el influjo de extranjeros a un país tiene por qué socavar la cultura y tradición locales, a menos que se parta de una concepción esencialista y frágil de las mismas, como en efecto hace la derecha radical.
Apoyo a la acogida de refugiados e inmigrantes en la UE. Fuente: Pew Research.
Nada de esto significa que la adopción de medidas restrictivas no afecte a la opinión pública. Con toda probabilidad, contribuirá a normalizar una sensación de inseguridad y hostilidad hacia los recién llegados, sean refugiados políticos o inmigrantes económicos –una distinción que, en la práctica, a menudo carece de fundamento–. El resultado serían sociedades más atemorizadas y mezquinas. Sociedades que tal vez –en vista de los datos– terminen por parecerse más a sus líderes políticos que a sí mismas.
El mayor peligro de este repliegue es que se convierta en una profecía autocumplida para las fuerzas políticas que se embarcan en el y para los países en que ponen en práctica una estrategia tan cobarde. Joseph Fouché observó en una ocasión que peor que un crimen es un error. En este caso, el error está resultando criminal.