Crimea y Rusia se unen a la búlgara. Es difícil sacar otra lectura del referéndum celebrado el 16 de marzo, en el que, con una participación superior al 80% del electorado, un 96,6% de los votantes de la península optaron por escindirse de Ucrania y pasar a formar parte de Rusia. La cuestión ahora es si Vladimir Putin se contentará con la península o extenderá sus reivindicaciones territoriales hacia el este de Ucrania, o incluso a Moldavia.
Aunque el dominio ruso de Crimea es un hecho consumado, la legitimidad del referéndum deja que desear. Faltaban observadores internacionales y sobraban los 20.000 soldados sin identificar que ocupan la península. Tanto al gobierno de Kiev como el Mejlis tártaro exigieron boicotear de la consulta. Las propias preguntas estaban sesgadas, planteando una elección entre la unión con Rusia o el retorno a la Crimea casi independiente de 1992, pero no la autonomía que garantiza la actual Constitución ucraniana. Incluso la justificación de la secesión, apelando al precedente de Kosovo, hace agua: en el pasado, Rusia se opuso a su independencia de Serbia.
La Unión Europea y Estados Unidos han declarado la consulta ilegal e ilegítima. EE UU ha publicado una lista negra de oficiales ucranianos y rusos a los que les estará denegado el acceso al país, e impuesto las sanciones más duras desde el final de la guerra fría. Pero la posibilidad de que logren su propósito es mínima. Incluso los halcones de la política exterior estadounidense descartan una intervención militar, proponiendo aumentar la asistencia económica a una Ucrania al borde de la bancarrota. Pero este apoyo no es fácil de vender a un público americano cada vez menos intervencionista, ni a una Europa obsesionada con recortar el gasto público. Tampoco impedirá que Putin ocupe el este del país si se lo propone, y tanto las recientes protestas en Donetsk como las maniobras militares rusas auguran una posible escalada del conflicto.
El este de Ucrania no es el único posible punto de fricción. Si Rusia reafirma su influencia en el este de Europa, Moldavia podría convertirse en el siguiente dominó. El pequeño país, aplastado entre Rumania y Ucrania, se mantiene dividido desde el final de la guerra fría. El gobierno de Chisinau desea estrechar lazos con la UE, al tiempo que existe un movimiento a favor de la unión con Rumania. Pero al este del río Dniester, la república de Transnistria persiste como último baluarte de la Unión Soviética, ondeando la hoz y el martillo, vigilado por la KGB, y acogiendo a 1.500 soldados rusos. La minoría rusa en la región mantiene su autonomía cultivando lazos con Moscú. Transnistria es para Moldavia lo que Crimea para Ucrania u Osetia del sur para Georgia.
En Occidente cunde la alarma. Son legión los analistas que presentan a Putin como un cruce entre Stalin, Pedro el Grande y Hitler, volcado en recomponer el Imperio ruso con una política de minorías inspirada en la que empleó el Tercer Reich en Austria y Checoslovaquia. Aunque los paralelismos son inquietantes, es improbable que Rusia extienda sus ambiciones a países del antiguo Pacto de Varsovia integrados en la OTAN. La comparación con el nazismo supone invocar la ley de Goodwin y con ello arrojar todo rigor analítico por la borda.
El público ruso, a diferencia de los dirigentes occidentales, ve los movimientos de Putin como acciones defensivas. George Kennan observó en 1947 que Moscú tiene una inquietud perenne con sus fronteras, inmensas y con frecuencia hostiles. La historia de Rusia desde el colapso de la Unión Soviética es la de un país cercado a marchas forzadas por la OTAN, y Ucrania es la joya en la corona del antiguo Imperio ruso. Disputando su control a Bruselas, Putin es tanto un imperialista como un animal acorralado, reivindicando un área de influencia sin la cual Rusia perdería su estatus como potencia en Europa. Mal que le pese a Bruselas y Washington, ni siquiera la oposición rusa ha criticado la intervención militar.
No se trata de defender la invasión rusa, sino de contextualizarla. Consideraciones de este tipo no figuraban en los cálculos de la UE y EE UU cuando apoyaron sin reparos las protestas del Euromaidan. El resultado es una política exterior imprudente. Lo que sorprende en este episodio no es la brutalidad con que ha respondido Putin, sino la incompetencia de una diplomacia occidental que en ningún momento contempló esta posibilidad.