Chile es según Transparencia Internacional el país menos corrupto de América Latina y uno de los menos corruptos del mundo: ocupa el puesto 21 de 175 del ranking mundial. Así al menos lo perciben sus habitantes. Quizá esta sea la razón por la que los recientes casos de corrupción han revolucionado a los medios de comunicación y a la sociedad chilena. Una de las grandes afectadas es la presidenta, Michelle Bachelet. Y no solo porque uno de los escándalos tenga como protagonistas a su hijo y a su nuera, sino porque el pueblo está perdiendo la confianza en la clase política.
La trama más delicada para la presidenta es el caso Caval. Su hijo, Sebastián Dávalos, y su mujer, Natalia Compagnon, son acusados de utilizar “información privilegiada” y “tráfico de influencias” a través de la empresa Caval, de la que Natalia es dueña de un 50% y Dávalos el gerente de proyectos. El millonario negocio inmobiliario está siendo investigado y la pareja imputada declaraba el 13 de marzo de 2015 ante la fiscalía.
La acusación contra Dávalos se conoció en mitad de otro juicio mediático, el caso Pentagate. Como si de una película se tratase, unos mensajes anónimos enviados en 2014 al Servicio de Impuestos Internos destapaban un fraude fiscal en toda regla: uno de los mayores conglomerados económicos del país, el Grupo Penta, financiaba ilegalmente a políticos de la derecha opositora, además de defraudar al Estado unos cuatro millones de dólares, según la fiscalía. Algo parecido ocurría con Soquimich, empresa minera del exyerno de Augusto Pinochet, también investigada por pagos irregulares a personas y sociedades relacionadas a distintos partidos políticos.
A pesar de que la presidenta se desvincula de cualquier implicación, el caso Caval ha provocado una inevitable caída en su imagen pública. Bachelet asegura que nunca tuvo conocimiento de la naturaleza del negocio que su hijo y su nuera tramaban. Sus críticas públicas contra la especulación inmobiliaria tardaron en llegar y no han impedido que su respaldo popular caiga.
El caso Pentagate, por su parte, ha iniciado una espiral de desconfianza de los ciudadanos en sus políticos. Y no solo eso: ha puesto el foco sobre la financiación política en Chile, descubriendo la débil institucionalidad que regula el financiamiento electoral. Y para echar más leña al fuego, al Pentagate le sucedió el caso Yategate –la originalidad de los medios para etiquetar tramas corruptas no da abasto–: una comida organizada en un yate por el canciller Heraldo Muños en plena campaña de 2013 para buscar financiación para los socialistas. La legislación electoral no permite que extranjeros sin derecho a voto en el país aporten dinero para este fin. Según confirmaciones del ministerio de Relaciones Exteriores, a la comida habrían asistido diplomáticos latinoamericanos. Sin embargo, oficialmente se niega cualquier irregularidad, asegurándose que no hubo aportación económica por parte de extranjeros. Pero los medios especularon y la sociedad dudó. El daño ya estaba hecho.
Bachelet, decidida a capear el temporal
La presidenta lucha como puede manteniendo una ambiciosa agenda de reformas sociales, a pesar de las críticas públicas. Asegura que no va a abandonar. Consciente de la realidad, admite que hay una “importante crisis de confianza”, pero lo plantea como una “tremenda oportunidad para llenar los vacíos legales” con el fin de que tramas de este tipo no vuelvan a suceder. Según ella, su silencio ante los escándalos, muy criticado, puede ser considerado un error, pero la intención era respetar la independencia de los poderes del Estado.
Según la encuesta Adimark, la popularidad de Bachelet se situaba en marzo bajo mínimos: su aprobación caía ocho puntos, llegando al 31%. El caso Caval ha hecho mucho daño a su figura, pero ¿es un daño reversible? La confianza ciudadana siempre es difícil de recuperar. Habrá que esperar al próximo informe de Transparencia Internacional para ver cómo varía la percepción ciudadana de la corrupción en Chile. De momento, la encuesta de Adimark realizada en marzo de 2015 muestra que el 81% de los encuestados desaprueba cómo Bachelet y su equipo de gobierno manejan la corrupción en los organismos del Estado, una cifra que crece en los últimos meses.
Bachelet admite que hay corrupción en Chile, pero que “no es generalizada”. El hecho de que se estén juzgando casos de corrupción que vinculan a grandes empresarios, incluso a su propio hijo, es según la presidenta “una demostración de que el gobierno no está haciendo ningún esfuerzo para tapar ninguna cosa”.
Un caso más para América Latina
Los mencionados casos de corrupción de Chile se unen a una larga lista de escándalos en el continente que involucran a políticos y presidentes de gobierno. Se trata de una región caracterizada por altos niveles de corrupción, en los que destacaban dos excepciones: Chile y Uruguay.
Los medios de comunicación no han tardado en relacionar la crisis chilena con otros casos de corrupción que han involucrado a las grandes lideresas de la región: Cristina Kirchner en Argentina y Dilma Rousseff en Brasil. De la primera se investigan casos de soborno procedentes de su contratista Lázaro Báez, señalado como testaferro del matrimonio Kirchner, quien está siendo investigado por una operación de lavado de dinero. La segunda hace frente a multitudinarias protestas por el caso Petrobras, empresa de la que ella presidió el Consejo de Administración. Como respuesta, Rousseff ha anunciado un paquete de reformas anticorrupción, pero no ha conseguido apaciguar a las masas.
Las tres presidentas provienen de la izquierda política, y se ganaron al pueblo con promesas de acercar el poder a los ciudadanos y cambiar la relación entre el Estado y el mercado. Ahora se sumen en el descrédito político, sobre todo Rousseff y Bachelet, cuyos índices de popularidad caen en picado. La chilena se enfrenta a una crisis política que, según ella, ya se arrastraba desde otros presidentes. Con el paso del tiempo se resolverá la duda de si estamos solo ante la punta del iceberg. Y de si ese iceberg es capaz de hundir un barco llamado Bachelet.