“Si quieres la paz, prepara la guerra” es una máxima que captura la esencia de la disuasión como estrategia militar y en la que la OTAN es experimentada. Al margen de si la relación actual entre Rusia y la Alianza debe etiquetarse como nueva guerra fría, no cabe duda de que resuenan ecos del pasado. El énfasis en la disuasión es más que claro; el potencial para una carrera de armamentos y el peligro de que posturas militares más robustas deriven en un enfrentamiento no intencionado, también. Sin embargo, existe un tercer elemento que rara vez atrae titulares, pero que, al igual que el siglo pasado, resultará fundamental para la seguridad europea: el control de armamentos o, dicho de otra forma, el diálogo para que la disuasión no se interprete como voluntad de agresión.
Después de reafirmar las políticas disuasorias adoptadas en los últimos dos años, la declaración final emitida por los líderes aliados en la Cumbre de Varsovia (8 y 9 de julio) hizo hincapié en el control de armamentos como complemento a la disuasión y defensa. El reciente nombramiento de la estadunidense Rose Gottemoeller como vicesecretaria general de la OTAN indica que dicho énfasis podría ir más allá de las palabras. Subsecretaria de Estado para control de armamentos y seguridad internacional en la administración de Barack Obama, Gottemoeller cuenta con amplia experiencia en este campo y en relación a Rusia. Sin embargo, su designación para el puesto en Bruselas atrajo duras críticas de congresistas estadounidenses conocidos por su beligerancia respecto a Moscú. Ciertamente, el control de armamentos nunca es fácil en tiempos de tensión, y cabe esperar que voces en uno y otro lado se opongan a él. Sin embargo, este diálogo no se puede posponer más.
Si bien la dimensión nuclear es importante, es en el terreno convencional donde se debe actuar con más urgencia, dado que un potencial enfrentamiento se originaría ahí. Varios incidentes durante los últimos meses revelan los riesgos derivados de un incremento en la actividad militar por parte de ambas partes. Al derribo de un avión Su-24 ruso por parte de Turquía en diciembre de 2015 se añaden otros episodios, como el hostigamiento aéreo a un destructor estadounidense en aguas del Báltico en abril pasado o un incidente con riesgo de colisión entre una nave de guerra rusa y otra estadounidense en aguas mediterráneas en junio. A todo esto se unen ejercicios militares y movimientos de tropas que generan una preocupación incluso dentro de la Alianza respecto a sus ejercicios. Destaca en este sentido las advertencias del ministro de Asuntos Exteriores alemán, Frank-Walter Steinmeier, en relación con los ejercicios desarrollados en Polonia en junio. En esta línea, el que la delegación rusa propusiese medidas para incrementar la seguridad aérea en el Báltico durante la reunión del Consejo OTAN-Rusia celebrada poco después de la Cumbre de Varsovia –la segunda reunión de tal tipo después de que la actividad del consejo se suspendiese en junio de 2014– da muestras de que la partes empiezan a reconocer los graves riesgos derivados de fricciones en despliegues y maniobras militares –y tal vez a hacer autocrítica–.
Una agenda complicada
Años de falta de atención y voluntad política han hecho que el régimen de control de fuerzas convencionales en Europa sea incapaz de responder a las necesidades actuales. Los elementos a discutir en el futuro serán dos: medidas para generar transparencia y acuerdos para limitar fuerzas.
Del lado de la transparencia, el Documento de Viena, adoptado en 1990 y actualizado por última vez en 2011, es un compromiso político que estipula que sus 57 miembros compartan anualmente información sobre fuerzas y despliegues, acepten inspecciones a petición de otros participantes, notifiquen con antelación la celebración de ejercicios que aglutinen a un determinado número de fuerzas e inviten a monitores de la Organización para la Cooperación y la Seguridad en Europa (OSCE) a los de mayor dimensión.
Si bien la naturaleza de estas medidas es la adecuada, varias restricciones merman su utilidad. En primer lugar, la cuota de inspecciones a las que un país tiene la obligación de someterse anualmente es demasiado baja para aportar tranquilidad dado el actual nivel de efervescencia militar. En segundo lugar, el número de fuerzas involucradas en un ejercicio a partir del cual un Estado está obligado a invitar a la OSCE (13.000 soldados) es demasiado elevado, siendo un límite pensado para las circunstancias propias de la guerra fría. Además, algunos tipos de ejercicios están exentos de esta obligación, como por ejemplo los destinados a evaluar la capacidad de reacción y movilización de tropas –los snap drills tan del gusto del presidente Vladimir Putin últimamente–. Por último, Rusia ha dado muestras repetidamente de no ajustarse siempre a los compromisos o al espíritu del texto. Por ello, una renovada voluntad y la capacidad de hacer concesiones serán necesarias para, en palabras de Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, “modernizar las reglas” que “no están funcionado de la manera que queremos”.
En lo tocante al establecimiento de límites numéricos y geográficos en tropas y maquinara bélica, el instrumento que gobierna este aspecto, el moribundo Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa (TFCE), ha llevado una vida siempre a remolque de los acontecimientos. Nacido en 1990 cuando el Pacto de Varsovia daba sus últimos suspiros, su objetivo era establecer entre este y la OTAN una paridad numérica y verificable que, junto con restricciones geográficas, evitase que ninguno de los bloques pudiese amasar una fuerza suficiente como para arrollar al otro. Sin embargo, cuando el tratado entró en vigor en 1992, el mapa geopolítico europeo había cambiado por completo, permitiendo que paulatinamente la totalidad de los países del Pacto y los Estados Bálticos se unieran a la OTAN. La adaptación del texto a las nuevas circunstancias, firmada en 1999, nunca entró en vigor, ya que los miembros de la OTAN condicionaron su ratificación a la retirada de fuerzas rusas de territorio moldavo y georgiano. Ante el bloqueo, Rusia suspendió su participación en el sistema de inspecciones en 2007, finalmente anunciando su retirada del mismo en 2015.
Reparar el TFCE y adaptarlo a los nuevos tiempos no será fácil, empezando por el hecho de que Estonia, Letonia y Lituania, los aliados en primera línea de fuego, nunca formaron parte del tratado al no ser Estados independientes cuando este se adoptó. Por ello, el futuro del TFCE depende de un acuerdo para la región báltica. Tal vez sea necesario también que, por separado, se negocien acuerdos navales para el mar Báltico y para el mar Negro –cuando el TFCE se negoció, estos dos mares estaban alejados de la principal línea de fricción, la Alemania dividida–. Por último, la situación de bloqueo político no se resolverá mientras la ratificación del TFCE adaptado se condicione a cambios de la política rusa respecto a Osetia del Sur, Abjazia y Transnistria, a no ser que Moscú modifique radicalmente su conducta.
Solo con disuasión, no hay futuro
El punto de inflexión para el continente llegó en 2014. La OTAN ha reaccionado enseñando los colmillos, pero la seguridad de Europa dependerá de más. Sin reformar el TFCE y el Documento de Viena, es posible que la dinámica de acción-reacción entre la OTAN y Rusia haga que en poco tiempo los despliegues actuales vuelvan a parecer insuficientes. Es difícil no sentir vértigo ante los desafíos planteados, sin olvidar que lidiar con la dimensión nuclear será incluso más complicado. Sin embargo, el futuro de Europa depende de la habilidad diplomática de unos y otros para desarrollar un diálogo constructivo en torno al control de armamentos. En definitiva, en los días del “si quieres la paz, prepara la guerra” conviene no olvidar que “las armas las carga el diablo”.