Durante sus primeros meses en la Casa Blanca, Joe Biden acaparaba titulares por sus propuestas económicas. Tras su reciente gira en Europa –G7 en Cornualles, cumbre de la OTAN en Bruselas, encuentro Estados Unidos-Unión Europea, reunión con Vladímir Putin en Ginebra–, el foco se ha trasladado a su política exterior. En concreto, a la creciente rivalidad EEUU-China, que empieza a condicionar a la UE y su intento de desarrollar “autonomía estratégica”, es decir, la capacidad de los 27 para coordinar una acción exterior cohesionada e independiente. Con Biden, EEUU retorna al multilateralismo, y la UE al atlantismo que interrumpió la presidencia de Donald Trump.
Esta hoja de ruta es la línea de menor resistencia para la mayor parte de Estados miembros de la UE. Además, resulta especialmente atractiva en una coyuntura convulsa. A medio y largo plazo, no obstante, es una receta para la frustración. Si la UE aparca hoy su voluntad de establecer una política exterior autónoma, mañana se encontrará en una situación más precaria que la actual.
Para entender por qué esto es así conviene empezar por la rivalidad Washington-Pekín. Las iniciativas norteamericanas para contener el auge de China comenzaron con Barack Obama –el “pivote” y “rebalance” al este de Asia–, pero adquirieron un tono muy contundente bajo Trump. Como señala el historiador económico Adam Tooze, Biden, que en 2019 aún mantenía un tono relajado respecto a China, fue “reprogramado” durante la campaña electoral, en la que adoptó una posición más dura. En 2021, el tono lo han determinado el secretario de Estado Antony Blinken, durante una tensa cumbre con su homólogo chino en Alaska, y Kurt Campbell, el coordinador de la Casa Blanca para el Indo-Pacífico, que en mayo anunció que la actitud de EEUU frente a Pekín ya no sería de “compromiso”, sino de “competición”.
El viraje quedó constatado durante la visita de Biden. La cumbre de la OTAN emitió un comunicado conjunto en el que describía a China como un “desafío sistémico” para la seguridad euroatlántica. “El lenguaje sobre China era cuidadoso. Pero lo calaba todo”, explica el director de think tank Chatham House al Financial Times. Biden llegó a la presidencia prometiendo una “cumbre de democracias”, hoy pospuesta a algún punto indefinido de 2022. El intento de alcanzar algún modus vivendi con Putin, así como de cultivar al nacionalista hindú Narendra Modi en el marco del llamado QUAD –EEUU, India, Japón y Australia– sugieren que las consideraciones geopolíticas tradicionales priman sobre el eje democracia-autoritarismo a la hora de frenar el avance chino.
La llamada a filas de Washington también plantea dilemas para la UE. En palabras de Josep Piqué, el intento europeo de adquirir “autonomía estratégica”, mediante un Acuerdo de Inversiones China-UE “probablemente será abortado”. El acuerdo, que tardó siete años en negociarse, lleva seis meses pendiente de ratificación por el Parlamento Europeo. Otra señal de la reconfiguración en curso es la decisión de Mario Draghi de bloquear la adquisición china de una firma de semiconductores italiana, primer paso para reconsiderar la participación de Italia en la Franja y Ruta de la Seda, el macro-proyecto comercial chino. Existen incluso propuestas para desplegar una presencia europea en el Indo-Pacífico, escenario de la creciente confrontación naval entre China y EEUU. Una región donde nuestra proyección naval sería tan intrascendente desde el punto de vista militar como dependiente de EEUU en el plano operativo.
El bueno conocido
El atractivo de este retorno al atlantismo es evidente. Si bien la América de Trump no parecía un socio de confianza a ojos europeos, la situación con Biden es muy diferente. EEUU es hoy un socio a todas luces más fiable que la Rusia de Putin, fuente de quebraderos de cabeza para la diplomacia y seguridad europeas. Tampoco China ha sido capaz de entender la relación que plantea la UE, apostando por la integración comercial y la cooperación en ámbitos como la lucha contra el cambio climático, al tiempo que se mantienen distancias en materia de derechos humanos o el autoritarismo de Xi Jinping. De nuevo Tooze: “Es Pekín quien está forzando una alineación que los europeos defensores de una distensión multifacética trataban de evitar”.
A la falta de alianzas alternativas prometedoras se añade la confusión en casa, tanto a la hora de defender una “soberanía europea” como la de conceptualizar la “autonomía estratégica” en primer lugar. Y esta confusión queda reflejada en la acción exterior de los Estados miembros. Tanto la canciller alemana Angela Merkel como su posible sucesor, Armin Laschet, han rechazado el lenguaje de confrontación norteamericano. Pero la política exterior germana en ocasiones opera como una derivada de su agenda económica. Desde Berlín China se ve, en primer lugar, como un inmenso mercado de exportaciones alemanas; Rusia es, gracias al polémico gasoducto Nord Stream 2, un suministrador clave de hidrocarburos; EEUU, un proveedor de seguridad al que resultaría demasiado caro renunciar. Cuando Francia ha propuesto una acción exterior más proactiva –aunque tampoco exenta de contradicciones, en la medida en que París tradicionalmente usa a Europa como trampolín de su propia acción exterior–, Alemania suele enfriar las expectativas. Reino Unido tras el Brexit está desubicado. El resto de Estados miembros son, a lo sumo, potencias medias sin capacidad de desarrollar una acción exterior decisiva de cara a China.
De modo que para la UE no hay mejores aliados de peso que EEUU, ni tampoco una hoja de ruta clara que convierta la Unión en una potencia autónoma a corto o medio plazo. En un informe reciente sobre el papel de España ante la rivalidad China-EEUU, el Real Instituto Elcano describe cuatro escenarios posibles: alineación de la UE con EEUU, ídem pero con China, mantenerse al margen del conflicto (lo que requeriría una acción exterior cohesionada), o desunión europea, con cada Estado miembro escogiendo entre aliados externos. El informe acierta al señalar en que hoy la primera opción es la más probable.
Hambre para mañana
¿Por qué esta opción no es la más deseable? En primer lugar porque, aunque ya se asuma como un imperativo, la confrontación ni siquiera beneficia a EEUU. Como señala el senador socialista Bernie Sanders en un reciente artículo en Foreign Affairs, la cooperación entre Washington y Pekín es esencial en ámbitos –como la proliferación nuclear o el terrorismo internacional– que, si se desatienden, generarán consecuencias más graves que la rivalidad entre ambos países. El caso paradigmático es el del cambio climático. Las partes insisten en cooperar aquí al margen de su enfrentamiento en otros ámbitos, pero esto no parece una proposición viable si su relación se ve dominada por una lógica de conflicto. Sanders está acreditado para formular este argumento porque urgió una línea menos acomodaticia frente a China precisamente cuando hacía falta: en los años 2000, momento en que el país se integró al mercado global con el respaldo entusiasta de EEUU, que terminaría por ver a sectores de su propia industria laminados por la competición con China.
En el artículo, Sanders menciona un tema especialmente clave de cara al futuro de Europa. “El conflicto principal entre democracia y autoritarismo”, señala, “no tiene lugar entre países sino dentro de ellos –incluyendo a EEUU.” Ocurre que los planes de Biden conviven con un profundo proceso de des-democratización interna, propulsado por el Partido Republicano, que podría dar al traste con la agenda económica y exterior de la Casa Blanca.
Incluso aunque no lo hiciera, el problema para la UE seguirá ahí. Tarde o temprano, los republicanos volverán a la Casa Blanca. Lo harán de la mano de un demagogo como Donald Trump o un neoconservador como George Bush. El efecto para la UE será similar: unilateralismo, agresividad e imprevisión por parte de un partido político más similar a la derecha radical europea que a la tradicional. Llegados a ese punto, y si la tónica durante los años anteriores ha sido un atlantismo en piloto automático, confiado en las virtudes del actual presidente –como sucedió en la era Obama–, la UE habrá vuelto a la casilla de salida. Se verá en la obligación de replantear el debate sobre “autonomía estratégica” por enésima vez, en un entorno internacional más hostil que el actual.
Desarrollar una acción exterior europea coherente es una tarea difícil e ingrata. No rendirá frutos a corto plazo. Tampoco debe plantearse como sustituto a una relación constructiva y cercana con EEUU, que seguirá siendo un socio clave. Pero aparcar el proyecto ahora, por tentador que pueda resultar, llevará a un callejón sin salida en el futuro.