Uno de los testimonios más interesantes para entender el sinsentido en que se está convirtiendo la crisis de Ucrania es Russian Roulette, una serie de reportajes elaborada por Simon Ostrovsky para Vice News. En un capítulo surrealista, estalla un diluvio mientras Petro Poroshenko da la bienvenida a 300 asesores militares americanos. “Se está formando una nueva imagen de Ucrania”, proclama el presidente ucraniano. Y menuda imagen: un patio repleto de soldados que tiritan empapados.
Los militares estadounidenses, por su parte, se muestran igual de ambiguos que los rebeldes prorrusos cuando les preguntan si reciben apoyo de Moscú. No, contestan, no estamos aquí para ayudar a ganar ninguna guerra. ¿Entrenar al ejército? Bueno, no exactamente, es la Guardia Nacional. ¿Cómo dice? ¿Que acaban de volver del frente? Vaya, eso no lo sabía.
Son las imágenes de un conflicto confuso, difuminado. Muchos oficiales no admiten estar sumidos en plena guerra. Y, sin embargo, el conflicto en el este del país no ha hecho más que recrudecerse desde principios del mes.
La última ronda de enfrentamientos empezó el 3 de junio, cuando los rebeldes prorrusos atacaron Marinka, al suroeste de Donetsk. Un informe de la OSCE confirma que contaban con armamento pesado. El ejército ucraniano, que hasta ahora había limitado sus respuestas ante las provocaciones de los secesionistas, decidió en esta ocasión reaccionar con la misma intensidad. El segundo alto el fuego de Minsk, negociado en febrero, parece a punto de venirse abajo.
El recrudecimiento del conflicto podría responder a motivos muy diferentes. En primer lugar, la provocación que supone el nombramiento de Mijéil Saakashvili, expresidente de Georgia y enemigo íntimo de Vladímir Putin, como gobernador del Estado de Odessa. En segundo lugar, la realización, por parte de la OTAN, de un sinfín de ejercicios militares a las puertas de Rusia. Y, en última instancia, la decisión de reforzar la presencia militar americana en Polonia y los Estados bálticos: arsenales de armamento pesado, 5.000 tropas y 250 tanques, posiblemente estacionados de forma permanente en países del antiguo Pacto de Varsovia. Esto constituye una ruptura de los compromisos alcanzados entre Wahsington y Moscú al final de la guerra fría.
La respuesta de Putin, sin embargo, continua siendo una mezcla de palos y zanahorias. El 16 de junio por la tarde anunció la adición de 40 misiles balísticos al arsenal nuclear ruso, un hecho “desestabilizador y peligroso,” según Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN. Pero hace tan solo una semana se mostraba conciliador. En una entrevista en el Corriere della Sera, emulaba a Charles de Gaulle, proponiendo una Europa que se extendiese desde Lisboa a Vladivostok. Culpaba de la tensión entre Rusia y Europa a los americanos, que “no quieren un reacercamiento entre Rusia y Europa”. “Solo un demente podría imaginarse a Rusia atacando a un país de la OTAN”.
El presidente ruso, que generalmente actúa con bastante sangre fría, está explotando las fracturas que existen entre los propios miembros de la OTAN. Una encuesta reciente del Pew Research Center muestra a más del 80% del público ruso apoyando la política exterior de su presidente, lo que sugiere que las sanciones no han hecho mella entre la población rusa –o incluso han logrado movilizarla contra los gobiernos que las imponen–. La encuesta también muestra a los miembros de la OTAN dubitativos en torno a la necesidad de defenderse mutuamente, y opuestos a armar a Ucrania. Solo EE UU y Canadá (ambos fuera de Europa, y por tanto menos afectados por un posible conflicto) cuentan con una opinión pública que apoya mayoritariamente la idea de responder militarmente si Rusia atacase a un miembro de la OTAN.