Una vez que el Tribunal Supremo brasileño ha denegado el recurso del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, se confirma que este deberá cumplir pena de prisión hasta por lo menos la sentencia definitiva en las instancias superiores. En un anterior artículo ya había sido descrita la idiosincrasia mediante la que el juicio a Lula fue conducido, en primera y segunda instancia, por la politización del caso y la falta de parcialidad tanto del juez Sergio Moro como del ministerio Público, condenando al acusado sin pruebas y en función de sus convicciones. Lamentablemente, este nuevo episodio de la larga crisis política brasileña no hace sino confirmar que la Operación Lava Jato ha utilizado la excusa de la lucha contra la corrupción para interferir en la vida política de Brasil en el sentido de alejar al centro izquierda de la contienda electoral.
Existe hoy en día en Brasil una profunda fractura social generada por esta crisis política, que, como no podía ser menos, ha afectado también a los distintos analistas políticos. En tiempos difíciles para juicios políticos sosegados, las posturas se han polarizado entre por una parte aquellos que defienden que el impeachment de 2016 fue un golpe de Estado y que en consecuencia el país viviría en un estado de excepción y de suspensión del régimen democrático, y los que estiman que las instituciones están ejerciendo por primera vez su papel de control. La postura de los primeros es defendida esgrimiendo hechos como la propia conducción partidaria de la Operación Lava Jato, la presencia de los militares ejerciendo labores de policía en el estado de Río de Janeiro, o diversos ataques sufridos por la universidad en el ejercicio de la libertad de cátedra orquestados por parte del gobierno de Michel Temer. Para los segundos, usando un análisis institucionalista sui generis, el hecho de que un presidente pueda ser depuesto por el Parlamento debido a su irresponsabilidad fiscal, o que existan políticos juzgados y condenados por casos de corrupción, sería la demostración de que el principio de separación de poderes y de frenos y contrapesos está funcionando, y que, a pesar de la convulsión social generada, se están dando pasos para limitar los desmedidos poderes del hiperpresidencialismo.
Aceptar la primera postura implicaría reformular los propios conceptos de golpe de Estado y de crisis democrática para encajar la crisis política brasileña dentro de tales categorías analíticas. Supondría además renunciar a una consolidada y enriquecedora tradición de análisis del proceso democrático y de sus regímenes, que más allá de entenderlos a través de categorías dicotómicas (o es una democracia o es una dictadura), describirían la existencia de democracias de mejor y peor calidad, así como de procesos de consolidación y de deterioro democrático, como parece ser este último el caso que aquí nos concierne. Sin embargo, por ser más sofisticada en su análisis, merece más atención la segunda de las posturas, pues aceptar que las instituciones están funcionando tiene consecuencias políticas bastante significativas.
Es cierto que para que exista lo que ha venido a ser llamado “buen gobierno”, un requisito indispensable es que el poder ejecutivo esté sometido al control tanto del Parlamento, como, sobre todo, de los jueces. Sin embargo, siendo esta una condición necesaria, es insuficiente, pues requiere que dicho control se ejerza dentro de la legalidad y no de acuerdo a arbitrariedades y estratagemas políticas. En Brasil la ley solamente es imparcial y objetiva formalmente, pues en la práctica está muy lejos de proteger a todos los ciudadanos por igual, quedando la mayor parte de la población pobre a expensas tanto del poder estatal establecido como de poderes paralelos informales. Cuando dicha legalidad defectuosa ha sido aplicada para controlar los desmanes del sistema político, ha operado con el mismo sesgo, condenando la opción política que, a pesar de su moderación, ofrecía mayores expectativas de bienestar para las clases populares.
¿Quiénes son los poderes que en este caso han actuado por encima de la ley? En primer lugar aquellos que han conseguido marcar la agenda política con la excusa de la lucha contra la corrupción para imponer fuera de las urnas un determinado programa político. Es decir, los jueces, fiscales y delegados de policía a los que los grandes medios defensores del status quo ha investido de autoridad para actuar como salvadores de la patria, y que actualmente se encuentran fuera de cualquier control democrático. Sirva como ejemplo la intolerable conducta de Moro en los prolegómenos del dictamen del recurso de Lula, aprovechando su tirón mediático para intentar condicionar la posición de sus superiores jerárquicos del Tribunal Supremo, o la del fiscal del caso, Deltan Dallagnol, anunciando que se declaraba en huelga de hambre para reivindicar que el acusado fuera condenado. En segundo lugar, animados por este clima, una enfermedad que parecía extirpada ha resurgido, ahora a través de las redes sociales, y es la de el alto escalafón militar pronunciándose impunemente y amenazando con intervenir si Lula no era encarcelado. Ante tales presiones, no es de extrañar que una de las jueces del Supremo que debía decidir sobre la cuestión, la ministra Rosa Weber, llegase a pronunciar que aunque estimaba que la Constitución protegía al acusado en su petición de no ser encarcelado hasta agotar toda la vía judicial, el caso de Lula merecía excepcionalmente ser considerado en sentido contrario.
En los tiempos recientes, la atención de numerosos analistas políticos se ha centrado en ejemplos de transiciones hacia lo que se ha venido definiendo como regímenes iliberales, en países como Rusia, Hungría, Polonia o Venezuela. En ellos, poderes presidenciales fuertes consiguen aglutinar importantes sectores sociales bajo sus hiperliderazgos, destruyendo las instituciones de control, tanto vertical como horizontal, que garantizan el pluralismo y los derechos fundamentales, dejando a los regímenes democráticos heridos de muerte. Si analizamos el caso brasileño, ninguno de estos ingredientes está presente. Aun así la democracia también se tambalea pero por causas diferentes, desde que a partir de 2015 las élites tradicionales se sintieron incapaces de establecer su proyecto político por la vía de las urnas. Como último recurso decidieron refugiarse en las instituciones de control para utilizar sus mecanismos, en lugar de limitar el poder, para eliminar selectivamente opciones políticas respaldadas mayoritariamente. Conviene, por tanto, no confundir una justicia politizada, y un Parlamento utilizando a su antojo el recurso del impeachment, con el verdadero ejercicio del principio de separación de poderes y de sometimiento al imperio de la ley, pues la aventura política iniciada para alejar al Partido dos Trabalhadores del gobierno a cualquier coste ha dejado a la democracia brasileña al borde del abismo.