Una vez más existe tensión en las relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela. Esta vez con ocasión de la crisis humanitaria que ha resultado de la declaración, a finales de agosto, del estado de excepción del lado venezolano, del consecuente y actual cierre de la frontera, y de los desalojos y la expulsión de miles de colombianos, la mayoría de ellos indocumentados, del territorio de Venezuela. Como consecuencia de todo ello, familias enteras fueron divididas, el comercio fronterizo se vio perjudicado y se ha producido una escalada diplomática similar a las ocurridas en el pasado entre los dos países. Basta con observar las relaciones entre Bogotá y Caracas en los últimos 10 años para advertir que las tensiones no son nuevas, y que suelen convenir y ser explotadas políticamente –y casi de la misma forma– por recurrentes actores de ambos países: el oficialismo venezolano y el uribismo colombiano.
‘Wag the Dog’
El gobierno de Venezuela justifica sus acciones por el asesinato de tres soldados venezolanos el 19 de agosto. Para el gobierno de Nicolás Maduro se trata de una operación a manos de paramilitares colombianos y estas, sumadas al contrabando y la forma en que Venezuela se ve afectada por el intercambio económico, llevaron a tomar medidas de esta naturaleza.
Pero basta detenerse en las razones esgrimidas para entender que hay algo más. Frente la denuncia de la magnitud de operaciones paramilitares clandestinas, destinadas a desestabilizar al gobierno, y teniendo en cuenta que ya se producían durante los años del gobierno de Hugo Chávez, no existen hasta la fecha pruebas contundentes. En efecto, la oposición venezolana denunció que los asesinatos obedecían a disputas del ejército venezolano por tráfico de drogas en la zona. Sin embargo, de existir un verdadero problema de narcotráfico, sería más adecuado trabajar conjuntamente con el gobierno de Colombia. Por otra parte, el contrabando ha sido desde hace mucho una de las principales formas de sustento económico en la frontera, y mucho más con los incentivos que supone el tipo de cambio actual. Por tanto, nada de esto es suficiente ni nuevo para que las cosas estallaran del modo que lo han hecho. De hecho, existe complicidad de parte de las autoridades de un lado y otro de la frontera en este tipo de dinámicas económicas.
Quizá la explicación menos ingenua sea la que incluye las perspectivas de Maduro ante las elecciones legislativas del 6 de diciembre, y la posibilidad que el presidente venezolano necesite algún tipo de distracción o enemigo. La situación de la economía de Venezuela es grave debido a la bajada de los precios internacionales del petróleo, la inflación galopante y el desabastecimiento de productos básicos. Los sondeos muestran una caída en la popularidad del gobierno de Maduro. Todo ello recuerda la película de Barry Levinson Wag the Dog (La cortina de humo, en España), protagonizada por Dustin Hoffman y Robert de Niro, y que retrata muy bien la necesidad de crear distracciones políticas en momentos de tensión interna.
La crisis como la confirmación de dos credos opuestos
Por el lado colombiano, la tensión diplomática también ha tratado de ser aprovechada políticamente. El caso más obvio es el de Álvaro Uribe y la oposición de derecha al gobierno de Juan Manuel Santos, que siempre ha encontrado en el gobierno venezolano a un enemigo de características casi fantásticas con el cual relacionar a los actores internos que se le oponen. Frases como “Santos se rinde a Maduro”, “Santos permite la humillación de los colombianos por parte de Venezuela” o “Santos entrega el país al castrochavismo”, representan el tipo de discurso que la derecha colombiana vinculada a Uribe utiliza de forma repetida. Cualquiera de esas premisas es explotada en los medios de comunicación por un expresidente que se opone radicalmente a los diálogos de paz con las FARC.
Uribe visitó la frontera, entregó ayudas a los colombianos desplazados y criticó con dureza las acciones de Maduro, a las que comparó con las de Hitler contra los judíos. Este escenario y la fuerza política que representa el uribismo en Colombia, acorralaron al gobierno de Santos, que decidió mantenerse en la necesidad de resolver el conflicto por vías diplomáticas, sin entrar en el juego de declaraciones que Maduro y Uribe suelen capitalizar con los afectos de uno y otro lado.
Para entender lo que sucede, otro actor que conviene observar es la izquierda colombiana más tradicional y anquilosada. Frente a los reales excesos y la situación de crisis humanitaria creada por el desalojo y el cierre de la frontera entre los dos países, y frente a detalles tan escabrosos como el señalamiento con letras rojas de las casas de colombianos del lado venezolano, esta izquierda tuvo la oportunidad de matizar su apoyo histórico al proyecto bolivariano, trazando una línea entre la visión de cambio social y las arbitrariedades y violencia del poder, venga de donde venga. Uno supondría que esta izquierda colombiana se haría defensora de condiciones democráticas mínimas, tras haber sido testigo durante décadas de los actos de violencia sistemática que el conflicto interno ha significado. Las declaraciones de muchos de sus miembros dejan, por el contrario, la sensación de que para esta izquierda también hay una oportunidad política de afirmar relatos y credos políticos totalitarios, de señalar y culpar a sus rivales históricos y, en definitiva, de usar la crisis para reforzar su posición.