El acuerdo que firmaron el 6 de octubre el presidente de Colombia, Gustavo Petro, y José Félix Lafaurie, jefe de la poderosa Federación de Ganaderos de Colombia (FEDEGÁN), fue, en apariencia, un simple pacto de compra de terrenos de cultivo improductivos o baldíos para distribuirlos entre campesinos sin tierras y así, entre otras cosas, alejarlos de la tentación de sembrar coca destinada al narcotráfico. El objetivo último del nuevo gobierno de Bogotá, sin embargo, es sacar adelante una reforma agraria “integral” en un país donde el 52% de la tierra está concentrada en manos del 1,15% de la población, solo por detrás de Brasil, donde también abundan los latifundios y los campesinos sin tierras. Ambos problemas están vinculados, casi como las caras de una misma moneda.
En diciembre de 2012, Lafaurie envió una carta al representante de Naciones Unidas en Bogotá en la que denunciaba la “estigmatización” de los ganaderos y la propiedad legítima de la tierra y las presiones que sufrían para redistribuir sus tierras, “atendiendo las exigencias de la guerrilla y la izquierda radical”. En 2016, durante la campaña del plebiscito para refrendar el acuerdo de paz, Lafaurie y el gremio ganadero apoyaron explícitamente su rechazo. Aquel año, Petro acusó a los ganaderos de “narcolatifundistas expropiadores”. Ahora, en cambio, el mismo gremio que antes criticaba negociar con las FARC afirma que, a través de la compra de tres millones de hectáreas por parte del gobierno, FEDEGÁN puede contribuir a la “democratización de la tierra”, a que surja “una clase media” y a consolidar a Colombia como una potencia agroalimentaria. El giro confirma, según La silla vacía, que era el fantasma de la expropiación lo que frenaba el apoyo a la reforma agraria de los ganaderos, que ahora parecen creer que es mejor un acuerdo frágil e imperfecto que un conflicto duradero.
Según el informe anual sobre cultivos ilícitos de Naciones Unidas, las 200.000 hectáreas actualmente sembradas de hoja de coca, una cifra récord, ha detenido en seco la tendencia a la baja que se registraba desde 2018, cuando se cultivaban 171.000 hectáreas. En 2021, Colombia produjo 1.400 toneladas de cocaína, un volumen sin precedentes pese a las campañas de erradicación forzosa y fumigaciones aéreas de glifosato que promovió el gobierno de Iván Duque (2018-2022).
En el 16% de los municipios colombianos hay cultivos de coca, pero en 10 se concentra el 45%. El 86% ha estado en el mismo sitio desde hace más de 10 años, la mayor parte (62%) en Norte de Santander, Nariño y Putumayo, los departamentos fronterizos con Venezuela y Ecuador. El ministro de Justicia, Néstor Osuna, recuerda que la reforma rural forma parte de los acuerdos de paz de La Habana, advirtiendo de que la pacificación no va a avanzar “si seguimos haciendo lo mismo que en los últimos 20 años”.
‘Enemigos de clase’
Petro espera que los repartos de tierras impulsen la sustitución voluntaria de cultivos. Algunos sectores del hoy oficialista Pacto Histórico, sin embargo, dudan de que los latifundistas –antiguos “enemigos de clase”– vayan a entregar las tierras despojadas a sus dueños durante los años de la violencia rural, o indemnizarlos por ellas. La ministra de Agricultura, Cecilia López, ha dicho que el gobierno solo comprará tierras “productivas” y sin problemas legales pendientes.
Casi todos los que han gobernado desde la Casa de Nariño han intentado algún tipo de reforma agraria. La de 1936, por ejemplo, legalizó la parcelación de algunos grandes latifundios o plantaciones abandonadas. Varios gobiernos entregaron millones de hectáreas a colonos en zonas remotas, a veces inhóspitas o insalubres; otros ampliaron la frontera agrícola o impulsaron la migración interna. Nada de ello, sin embargo, resolvió el conflicto subyacente o frenó las invasiones de tierras. En 1971, la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) impulsó la toma de 645 latifundios en Tolima y la costa atlántica.
Petro se ha trazado metas ambiciosas en el campo, pero no quiere confrontar a los ganaderos, que en los años de mayor actividad de la guerrilla solían patrocinar y armar grupos paramilitares. La reforma integral que plantea el gobierno incluye acceso al agua, insumos, fertilizantes, maquinaria, créditos e infraestructuras de transportes. Petro ha propuesto a Washington que los fondos para esos proyectos provengan de los que ahora se destinan a la guerra contra las drogas.
La lista de asignaturas pendientes incluye la logística para la selección, compra y distribución de tierras entre las comunidades campesinas, de indígenas y afro-descendientes. En las huelgas agrarias de 2013, 2014, 2016 y 2021, esos grupos reclamaron el reconocimiento de territorialidad y autogobierno.
Pero todo tiene límites, políticos y económicos. En total, el gobierno pretende repartir 3,2 millones de hectáreas, un 10% de las tierras cultivables que la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria estima en más de 39,6 millones. Con una deuda externa de 75.000 millones de dólares y en medio del desplome del peso frente al dólar, muchos creen que es un gasto excesivo e innecesario. Pero el objetivo último de Petro es político: el legado de su mandato.
El pez en el agua
En algunos de los años ochenta y noventa, la tasa de homicidios colombiana superó los 300 por 100.000 habitantes. El propio Fidel Castro criticó los métodos “objetivamente crueles del secuestro en las condiciones de la selva” de las guerrillas de las FARC, que durante décadas se movieron en el mundo rural como el pez en el agua. El caldo de cultivo de la violencia rural no era un secreto para nadie. En 1960, el 4% de propietarios era dueño del 64% de las tierras cultivadas. En el valle del Cauca, el 70% de los campesinos cultivaba minifundios.
Aun hoy, uno de cada 200 fundos cubre más de 500 hectáreas, que suman el 60% de las tierras cultivables. Según señaló el informe “Colombia rural” de 2011 del PNUD, el país tiene “más territorio que Estado” en una geografía escarpada y en una economía de base latifundista desde que hay memoria. Absalón Machado, su director, escribió en el prólogo que mientras se mantuviera la “injusticia estructural” de la propiedad de la tierra, el desarrollo rural sería una quimera.
Desde tiempos coloniales, el problema de la tierra ha activado revueltas y revoluciones. La agrarista de 1910 en México acabó con un sistema que se remontaba a las encomiendas y repartimientos coloniales. A principios del siglo pasado, unos 78 millones de hectáreas estaban en manos del 4% de los grandes terratenientes. Cada una de 15 haciendas poseía más 100.000 hectáreas.
Los llamados jornaleros de campo –campesinos sin tierras– sumaban más de tres millones. De ascendencia zapoteca, como Benito Juárez, el presidente Lázaro Cárdenas creó en su sexenio (1934-1940) un ministerio de Asuntos Indígenas y distribuyó más de 17 millones de hectáreas –el doble que toda la tierra entregada hasta entonces– entre 771.640 campesinos.
En Bolivia, la revolución de 1952 del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) de Víctor Paz Estenssoro se basó en el lema “las tierras para los indios, las minas para el Estado”. En 1985, cuando regresó al gobierno, Paz Estenssoro comentó que “eliminar” a la oligarquía terrateniente y minera fue la única manera de salvar al país de la guerrilla y el comunismo.
Violencia en los Andes
Las revueltas campesinas peruanas de los años sesenta terminaron provocando en 1968 un golpe militar para acabar con el latifundismo. La reforma agraria del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975) extinguió a los gamonales, grandes terratenientes cuyo estilo de vida dependía de una mano de obra servil: la de los pongos y huasipongos, peones de hacienda que trabajaban fuera de todo sistema de remuneración.
En aquellos años, la Federación de Campesinos del Cusco comenzó a invadir haciendas, pero sin armas ni guerrillas. Cuando negociaban, ponían siempre sobre la mesa de negociaciones una bandera peruana. En 1969, el primer ministro, el general Ernesto Montagne, dijo en Buenos Aires que “no había ley más anticomunista” que la reforma agraria, que afectó a las haciendas de la serranía andina, pero también a los extensos y lucrativos latifundios azucareros costeños, la base agroindustrial de la oligarquía peruana.
Hoy, muchos historiadores y analistas sostienen que la reforma de 1969 impidió el triunfo en los años ochenta del grupo maoísta Sendero Luminoso, que entre 1980 y 1992 provocó una guerra interna que se cobró 70.000 vidas y 20.000 millones de dólares en daños materiales.
En la sierra, las rondas campesinas (grupos de autodefensa) se enfrentaron a las huestes senderistas en sus propias zonas rojas. Los campesinos ya no eran pongos a los que los gamonales marcaban con el mismo hierro candente que usaban para el ganado, sino propietarios de sus tierras. Y lucharon para defenderlas. Al final, las rondas fueron tan –o más– determinantes para la derrota de Sendero Luminoso que la captura en 1992 de su líder, Abimael Guzmán. Hoy solo quedan algunas columnas armadas en los valles del Apurímac y el Ene, vinculadas al narcotráfico.
Perú: frutos de la reforma
Entre 1950 y 1968, el PIB, la minería y las manufacturas peruanas multiplicaron su valor por tres. La pesca creció 20 veces, pero la agricultura apenas un 0,66%: los grandes barones del azúcar y el algodón impedían al campo transitar hacia un modelo empresarial y capitalista.
La Constitución de 1993, aprobada en referéndum durante el primer mandato de Alberto Fujimori (1990-2000), garantizó a cualquier persona –natural o jurídica, nacional o extranjera– dedicarse a la agricultura y eliminó los límites de las explotaciones agropecuarias. En 1990, las exportaciones agrícolas rondaron los 300 millones de dólares. En 2000, ya habían subido hasta los 621 millones. El año pasado superaron los 9.000 millones. En 2022, se estima que llegarán a los 10.000 millones y en 2023, a los 11.000.
En las dos últimas décadas, el sector atrajo unos 20.000 millones de dólares en inversiones y creó más de un millón de empleos de manera directa e indirecta. El “milagro” peruano se produjo solo en el 5% de las tierras destinadas a la agricultura (250.000 hectáreas), casi todas ganadas al desierto a través de técnicas de irrigación por goteo con tecnología israelí. El país andino es hoy el primer exportador mundial de espárrago y el segundo de aguacates. En 2004, cerca del 58% de los trabajadores del campo eran pobres. En 2014, solo el 26%. Según Apoyo Consultoría, de las 10 principales empresas que ofrecen más empleo en el país, cuatro pertenecen a la agroindustria.
Debido al mercado libre de tierras, los protagonistas del sector son corporaciones que cotizan en bolsa y con un accionariado difundido. La propiedad de la tierra ya no le pertenece a una familia, sino a personas jurídicas. El 37% de las acciones de la empresa Agroindustrial Casagrande, por ejemplo, están en manos de 4.187 propietarios. Colombia puede replicar la sinergia peruana entre capital y trabajo si sabe adaptarla a sus condiciones nacionales.