Las elecciones que acaba de celebrar Colombia marcarán un hito en su historia. Son varias las razones que soportan esta afirmación. La primera de ellas (no sobra reiterarlo) consiste en que se trata de las más pacíficas de los últimos 70 años, lo cual tiene un significado enorme en un país lastrado por la violencia política y de las mafias del narcotráfico. La segunda, no menos importante, es la revalorización de la opinión pública sobre las maquinarias políticas tradicionales, cuyo peso se ha visto sensiblemente disminuido. Quizá nunca antes han sido los ciudadanos quienes han determinado el rumbo que deberá tomar el país en los próximos cuatro años.
Iván Duque, la carta de la renovación jugada por el establishment político y empresarial, ha salido triunfante con la más alta votación que presidente alguno haya tenido en Colombia, más de 10 millones de votos. Motivo más que suficiente para sentirse orgulloso. Pero su oponente, Gustavo Petro, ha obtenido también una votación record para un candidato alternativo (o de izquierda, como se insiste en verlo desde la ortodoxia política): más de 8 millones de votos. Un hecho absolutamente inédito. En ambos bloques, el papel de la opinión pública ha sido determinante, y este es un fenómeno que deberá analizarse con la serenidad y objetividad posibles, pues abre un nuevo tiempo en la política colombiana, acostumbrada a que el ritual electoral era una especie de monólogo de la elite, sin mayor contenido programático, con refinadas técnicas de marketing político, legitimado por la presencia marginal de fuerzas contestatarias sin ninguna posibilidad de acceder al poder. Petro, con un discurso políticamente incorrecto, ha logrado liderar una amplia convergencia de fuerzas políticas y sociales, interpelar a la elite gobernante y devolverle contenido a la política. El saldo es, sin lugar a dudas, altamente positivo.
Ganó Duque, pero…
A pesar de la victoria electoral de Duque, los partidos políticos tradicionales que se juntaron bajo su alero han quedado sensiblemente dañados. Sí, así como suena. A tal punto que el presidente electo evitó mencionarlos y agradecerles su contribución en el discurso del triunfo la noche del 17 de junio. No hubo ninguna mención para el partido liberal ni su patrón, el expresidente César Gaviria. Más aún, Duque agradeció a las “bases liberales”. Tampoco hubo mención para Cambio Radical, del exvicepresidente y excandidato, Germán Vargas Lleras, ni para la clase parlamentaria del conservatismo ni para los parlamentarios de la Unidad Nacional (la U) que se le sumaron. Apenas hubo espacio para agradecer a los expresidentes Álvaro Uribe (su mentor y jefe) y Andrés Pastrana. La cuestión no es de poca monta, es un reconocimiento tácito del grado de desprestigio que tienen estos sectores. Duque no quiere cargar con culpas y desgastes ajenos. Ha anunciado un relevo generacional total, y advertido que integrará un gabinete paritario de hombres y mujeres menores de cuarenta y cinco años, con total libertad e independencia del patronato político. Quiere mostrar rostros nuevos en la escenografía del poder, algo que reclama el país, desde la derecha y la izquierda, y desde los sectores más populares hasta los más empinados socialmente, y Duque lo sabe.
“Nuestra bandera será la lucha frontal contra la corrupción, la politiquería y el clientelismo, acogemos las propuestas que han sido presentadas en el Congreso en la consulta anticorrupción porque es un deber de los colombianos, pero iremos mucho más allá, porque aquí lo que queremos, de una vez por todas, es que Colombia unida lleve a la corrupción una derrota total y contundente que se sienta en todo el territorio nacional”, espetó en su primer discurso como presidente electo.
Más ética que ideología
Para entender lo ocurrido en Colombia, hay que echar mano de herramientas diferentes a la ciencia política. No es acertado interpretar el triunfo de Duque como un reforzamiento de la “extrema derecha”, ni tampoco lo es leer la votación de Petro como un avance de la “izquierda”. Ambas apreciaciones tienen sólo validez parcial. Ni los 10 millones de personas que votaron por Duque son uribistas y derechistas (perdonen la tautología) ni los 8 millones que votaron por Petro son izquierdistas o “castro-chavistas”, como pretenden verlos los sectores más conservadores. No. La lectura hay que hacerla desde otras categorías. Existen factores que se inscriben más en el campo de la ética que en el de la ideología. Por supuesto que en los dos bloques existen fuertes elementos ideológicos y doctrinarios, quién puede negarlo. Duque es neoliberal en lo económico y conservador en lo político. Petro, un socialdemócrata con visiones heterodoxas sobre la sociedad y el Estado. Pero el eje medular del debate tuvo mucho que ver con la ética pública. El rechazo a los privilegios por razones de apellido (el delfinato, que ha adquirido visos patológicos) o de clase social es una cuestión ética, igual que lo es el respeto a la diversidad y a la pluralidad política y cultural, o el rechazo a la corrupción y a la politiquería, o la defensa del medioambiente y la protección de los animales.
Estas elecciones permitieron visualizar que existe una nueva sociedad hastiada de la violencia, de la corrupción, de la politiquería, y sensible al estado de exclusión y miseria en viven vastos sectores sociales, aunque también una sociedad dispuesta a dar segundas oportunidades, porque prefiere el cambio tranquilo al cambio con sobresaltos. Quizá esto explique el oxímoron político de votar mayoritariamente por un candidato que tenía los partidos con mayor desprestigio y desgaste. Petro llamó a destituirlos a todos, y no lo consiguió.
Ahora bien, es verdad que a una amplia franja de los votantes de Duque los espoleó cerrarle el paso a Petro (vendido por la elite como una especie de jinete del apocalipsis); sin embargo, es injusto desconocer que muchos electores vieron en Duque un líder joven con capacidad para liderar un nuevo tiempo. En otras palabras, a pesar de la evidente sintonía y compromiso de este con Uribe, a pesar de tener consigo a toda la vieja y desgatada clase política, una parte del electorado supo entender que Uribe es Uribe, y que Duque puede llegar a ser Duque, y le ha dado una oportunidad. El país no quiere un presidente maniatado por una nube de corsarios de la política, como lo fue Juan Manuel Santos, a quien se le agradece la paz, pero se le censura el manejo politiquero. Tampoco quiere, por supuesto, un presidente marioneta, o un presidente en cuerpo ajeno. Solo el tiempo dirá cuál es la autonomía de Duque respecto de su jefe político y de sus compañeros de viaje, entre los que se encuentran los voceros más conspicuos de la ultraderecha, que se resisten a aceptar los cambios culturales y políticos de la sociedad.
Los desafíos del nuevo presidente
A Duque le esperan grandes retos, aparte de regenerar la vida política. El más importante, cómo asumir los acuerdos de paz suscritos con las FARC, los cuales Uribe y él han criticado con acidez. No podrá hacerlos “trizas”, como quisieran algunos halcones de su partido, el Centro Democrático. Los ciudadanos no se lo permitirían, a pesar de los reparos que puedan tener frente a lo pactado en La Habana, pues Colombia disfruta de un clima de paz que muy pocos están dispuestos a echar por la borda. Además, Petro se ha erigido en el nuevo portaestandarte de la paz, y ha anunciado que las ciudadanías que le acompañan se opondrán a ello desde el Congreso y desde la calle. Echar para atrás la paz sería catapultar a Petro para 2022, aparte de que existe un blindaje constitucional que va a ser difícil de taladrar. ¿Cómo va, entonces, a gestionar Duque la herencia de Santos en ese campo? La comunidad internacional tampoco entendería que se devolviera el país a días de sangre y dolor ya casi superados.
Por esto, resulta especialmente llamativo conocer la posición que va a asumir ante la guerrilla del ELN, que está en diálogos con el gobierno. Este podría ser uno de los puntos más complejos. Duque no puede darle a esa guerrilla un tratamiento similar al que Santos le dio a las FARC, porque su discurso se vería gravemente comprometido. El problema está en que el ELN, a su vez, tampoco parece estar dispuesto a negociar por menos; de hecho, aspira a más y ha cuestionado a las FARC por los acuerdos, que considera pobres desde de la perspectiva de las transformaciones sociales. Para manejar este asunto, sería deseable y necesario un pacto de Estado entre el gobierno y la nueva oposición, es decir, Petro, quien estrenará una nueva figura que está a caballo entre el sistema presidencialista y el parlamentario, pues ocupará una curul en el Senado, la principal cámara legislativa. De momento, Duque no parece inclinado a entenderse con él y, aunque quisiera, sus patrocinadores no se lo permitirían.
Otro desafío que encarará Duque es que su partido apenas tiene 19 senadores (de 108) y 32 representantes a la Cámara (de 172). Para la gobernabilidad necesita de los congresistas conservadores, de los liberales de Gaviria, de los de Cambio Radical de Vargas Lleras y de otras minorías, como el partido MIRA. Puede conseguirlos sin problema, pero no gratis. Con el paso de los días tendrá que darles “mermelada”, como eufemísticamente se llama en Colombia la repartija burocrática. Entonces, se verá a gatas para cumplir con la promesa de regenerar el cuerpo político, que se encuentra literalmente descompuesto. Tanto que el próximo 26 de agosto los colombianos volverán a las urnas (la quinta vez en menos de dos años) para votar una consulta anticorrupción, una iniciativa del Partido Verde, que Petro se ha comprometido a respaldar.
Colombia vive una nueva primavera. El país no está polarizado, como equívocamente insisten en afirmarlo los analistas del establishment. Se está produciendo una reconfiguración política que contribuye a darle un rostro más moderno. La política está de vuelta (felizmente) y refleja los cambios culturales que se están dando en la sociedad. Le urge abrir una nueva conversación. Ahí está la clave.